Víctor bebía una taza de café en el balcón de su departamento, miraba el atardecer con tranquilidad cuando el recuerdo de Yuuri danzando por primera vez para él puso en su rostro una sonrisa genuina, brillante.
Cerró los ojos y pudo recrear el cuerpo perfecto, enérgico y joven que se movía con una vida que prometía jamás extinguirse, que lo hacía sentirse vivo a él también mientras sus dedos recorrían las teclas del piano con pasión y maestría.
Víctor recordó como si lo estuviera viviendo por segunda vez. Y pudo sentir sobre sí la mirada brillante de esos ojos hermosos que lo llamaban, que lo invitaban a acercarse, a perder la cordura y todo atisbo de control.
Y Víctor respondió a ese llamado.
Sus manos dejaron el piano y encontraron un mejor instrumento en el cuerpo de Yuuri, que respondía con jadeos, gemidos y frases entrecortadas a sus caricias, a su toque. Lentamente se fueron despojando de la ropa mientras Víctor guiaba a Yuuri fuera de la amplia sala de música que tenía en su departamento y lo llevaba hasta su habitación sin dejar de sostenerlo, tocarlo, desvestirlo.
Y cayeron a la cama.
Justo como en sus fantasías, Yuuri abrió su cuerpo para él, lo hizo de la manera más dulce que Víctor pudiera imaginar, completamente dispuesto para el placer, entregado al goce como una margarita a los rayos del sol. Y Víctor lo tomó por completo, aprendiendo poco a poco como tocarlo para hacerlo vocalizar la música del deseo, de la complacencia.
Yuuri alcanzó el orgasmo primero, manchando su abdomen y el de Víctor.
Víctor no resistió mucho más, vertiendo su semilla dentro del cuerpo de Yuuri mientras cerraba los ojos y caía sobre el cuerpo que lo recibía aún tibio.
—Te amo —pronunció Víctor sin abrir los ojos y aún sin ser plenamente consciente, aún presa de la bruma del orgasmo—, te amo, Zvezda.