Al inicio de la semana llamé a Franco di Valdi para decirle que no había podido contactarme directamente con Darko Dee, imaginé que no cualquiera puede comunicarse con él. A grandes rasgos le conté mi situación.
—En verdad estoy muy apenado señor Di Valdi y no podré cumplir con la grabación, estar con mi pareja en estos momentos es mucho más importante. —No dudé en dejar de lado mis sueños.
—Qué lástima Otabek estás perdiendo una gran oportunidad, créeme que será muy difícil conseguir una nueva cita con Darko después de esto. —El cazatalentos tenía mucha razón no solo sería difícil, sino que resultaría imposible.
—Sé que tiene más acceso a él que otras personas por eso lo llamo para que le presente mis disculpas, no quiero justificar esta falta, pero no tengo más opción. —Allí quedaba el proyecto de lanzar uno o dos tracks en esa producción de colaboración.
—Cuando retornes hablaremos con más calma Otabek. —Di Valdi siempre fue un frío hombre de negocios, pero por algún motivo no quería cerrarme las puertas como pensé que lo haría—. De todas formas, no será en vano la llegada de Darko porque hará una presentación especial para un canal de lanzamientos y la grabará en El Templo.
Nos despedimos y sentí que algo de mí se desprendía con lentitud desde el interior de mi pecho y salía por la garganta. La frustración me revolvía todo el cuerpo y tenía ganas de gritar, pero miré la puerta del cuarto de Yuri y decidí que nunca me arrepentiría por tomar esa decisión.
Cuando entré en la habitación, Yuri estaba de pie junto a su cama y trataba de ir al baño sin mucho éxito. Le di en alcance y lo llevé, le era ya casi imposible sostenerse por sí mismo, sus fuerzas habían mermado demasiado durante los últimos cinco días. Casi no hablaba, ya no podía sostener el control de los juegos, se quejaba mucho mientras dormía y respiraba con demasiada dificultad.
Luego de bañarlo le abrigaba bien, le di de comer solo pocas cucharadas del puré que le preparaban y un poco del batido. Lo único que toleraba con mejor agrado era el agua con miel. Peinaba con cuidado su cabello, a veces me quedaba con varias hebras doradas en las manos, le ponía la máscara medicada sobre el rostro y comenzábamos una nueva aventura sobre la silla de ruedas.
Yuri la hizo acondicionar de tal manera que en la parte posterior había una pequeña plataforma para que yo me sostenga en pie. Luego apretaba el control del motor y juntos paseábamos por todos los ambientes de la mansión. Los pasadizos los cruzábamos a velocidad, los dormitorios los invadíamos con cuidado y en los salones hacíamos maniobras temerarias para evitar tirar algún jarrón caro o chocar con alguna escultura extraña.
Mila no quería subirse tras la silla, era muy nerviosa así que corría por detrás de nosotros por todos los salones. Ese tiempo nuestras risas y miradas de complicidad llenaban los espacios, nos volvimos niños que solo querían jugar, explorar y hacer algunas travesuras y bromas a los empleados de la casa. Travesuras que el abuelo Nicolai celebraba con entusiasmo, que la bella Ivana reprobaba con cariño y que los trabajadores soportaban con verdadera paciencia.
Ocultarnos tras un armario y asustar al ama de llaves, dejar tirado a Yuri en el piso junto a la silla y que el mayordomo se dé un gran susto, cambiar los envases de las salsas en la cocina, rodar por las escaleras en grandes cajas de cartón, echar azúcar en el pasillo para que la primera persona en pasar por el lugar se sintiera incómoda. La mayoría eran ideas de Yuri y los tres no podíamos reprimir la risa mientras corríamos hacia otro lugar de la mansión.
La verdad es que con el paso de los días esas aventuras terminaban cada vez con más rapidez de lo que empezaban, Yuri ya no tenía la fuerza ni la voluntad para seguirnos el ritmo, a veces se quedaba mirando desde la silla y reía, para ponerse muy triste después. Otras veces se ahogaba y no podía respirar, tosía demasiado.
Al final de esa semana no pudo levantarse más de la cama, se quedó mirando por la ventana y se negó a usar la silla. Su estado febril era constante y no podía mantenerse despierto por mucho tiempo. Poco a poco se estaba entregando a la enfermedad. Lo vi muy cansado. Cansado de hablar, cansado de comer, cansado de jugar, cansado de respirar… cansado de luchar. Sus ojos, sus manos, sus mejillas se juntaban más hacia su estructura ósea y sus párpados hundidos apenas si se abrían por las mañanas.
Yo solo ponía algo de música en bajo volumen y por recomendación de la enfermera no soltaba su mano, su mano que a veces estaba tibia y otras veces muy fría.
Mis turnos se alargaron, no quería separarme de su lado ni un instante así que solo dormía pocas horas al día para aprovechar más nuestros momentos juntos. Tampoco podía dormir demasiado, la angustia de perder a Yuri invadía mis sueños.
Por las mañanas los doctores venían a monitorear los equipos y comprobar el avanzado deterioro en el cuerpo de Yuri.
—Es cuestión de unas pocas semanas o tal vez días —fue lo último que su médico tratante le dijo a la madre de Yuri la última vez que lo revisó.
—Le tendremos que inyectar morfina, se queja todo el tiempo y creo que es el dolor doctor. ─Ivana Plisetskaya sentía tanto ver el sufrimiento de Yuri que deseaba aliviar cualquier motivo que le incomodara.
—Doctor él nunca quiso estar drogado… —El abuelo de Yuri quería ser fiel a una promesa que le hiciera a su nieto un tiempo atrás: no dejarlo sin sentido, él quería estar el mayor tiempo posible consciente para disfrutar de sus seres queridos.
—Papá solo quiero el bienestar de Yuri…
—Ivana yo también quiero lo mismo y respetar su voluntad es la mejor manera.
—Doc-tor… —Yuri que apenas podía hablar sacó fuerzas de donde no tenía para hacerse escuchar hasta el pasillo—. ¡No quiero… morfina, solo… analgésicos!
Todos callamos y los adultos decidieron respetar los deseos del pequeño tigre.
La mañana del domingo llegó a Moscú con más nieve, tumbado en el sillón revisé la comunicación de mis amigos y supe que la noche anterior Darko Dee se presentó en El Templo. Víctor, Michele, Sala, Bass e incluso Emile y Guang Hong me postearon muchas fotografías del evento. Las miré sin mucha pena, mi mente y corazón estaban centrados en cuidar a Yuri.
Y Yuri estaba allí sentado sobre su cama, blanco como el mármol en las balaustradas de la mansión. Me miraba con ternura, yo me había quedado dormido sobre el sillón y el tímido sol se negaba a ingresar con fuerza por la ventana.
—Beka… —Su voz a penas si se sentía en la habitación—. Ayúdame a ir al salón después de mi revisión, dile a Ralph que aliste mi traje azul para conciertos.
Así fue. El mayordomo alistó con esmero el elegante traje de fina caída, la camisa de cuello alto de una tonalidad azul más suave que el traje, un corbatín color plata y los zapatos negros de charol.
La fiebre había cedido casi por completo y Yuri extrañamente tenía fuerzas suficientes para sostenerse en pie e incluso dar algunos pasos por la habitación. Lo bañé con cuidado, le ayudé a cambiarse y peiné en lento compás sus finos cabellos de oro sujetándolos en una coleta baja. Salimos de su dormitorio en la silla de ruedas directamente hacia el ascensor.
Con mucha calma fuimos hacia el lujoso salón principal de la casa, el piano blanco de cola estaba esperando. Yuri se puso en pie con algo de dificultad por eso pidió mi mano hasta sostenerse firme y buscó unas partituras dentro del piano, luego me pidió que las acomodara en el atrilmientras él se acercaba hacia el taburete. Lo ayudé a sentarse.
El público estaba dispuesto en las sillas y sillones del lugar que asemeja una sala de la Rusia de principios del siglo XX, con decorados muy antiguos, muebles de fina fabricación en tono turquesa con retorcidos ornamentos dorados.
Muy cerca de Yuri se dispuso los asientos para su madre y su abuelo, otro asiento sería ocupado por Potya, si él quería. Hacia la parte posterior se dispuso sitios para Lilia Baranovskaya, íntima amiga del abuelo de Yuri y para Mila, su mejor alumna.
Tras de ellas todos los trabajadores de la casa fueron invitados por Yuri, el mayordomo, los dos choferes, el ama de llaves, las dos encargadas de la cocina, la señora de la limpieza, el jardinero y hombre encargado del mantenimiento. Todos fueron convocados en ese instante así que no tuvieron tiempo de cambiarse, ataviados con sus sencillos uniformes de trabajo se sentaron en el salón.
Esperamos unos minutos a que Lilia y Mila llegaran, mientras Yuri repasaba las partituras. Cuando las dos damas entraron al salón y saludaron, por fin todos ocupamos nuestros asientos.
Yuri había estado tocando algunas melodías para afinar las teclas y entrenar un poco los dedos. Cuando inició el breve concierto sus dudas se despejaron, miró a todos desde su pequeña silla y en voz baja agradeció nuestra compañía. Luego concentró su mirada en las partituras y durante los siguientes veinte minutos la sonata de Bethoven transportó a las almas allí reunidas hacia un lugar mágico.
Su triste melodía solo podía inspirar sentimientos de dolor, miré a Yuri moverse a su ritmo, deslizar los dedos y las manos como un maestro, lo vi entregarse por completo a la melodía, a sus tonos graves y su cadencia suave. Lo vi amar ese piano, lo vi hacerse uno con la música y lo vi decirnos adiós sin lágrimas.
Todos los demás lloraban por él en silencio. Era difícil no presentir que esas tal vez serían las últimas horas de ese maravilloso jovencito y que él que nos regalaba todo de sí en ese “Claro de Luna”.
Al finalizar la sonata todo el salón quedó en silencio, Yuri agachó la cabeza y se reclinó hacia el piano. Yo corrí hacia él para sostenerlo.
—Solo fue un mareo Beka… —apenas si susurró.
Todos aplaudieron desde sus asientos sin dejar de llorar. Yuri no volteó a verlos, no quería hacerlo porque temía romperse en mil pedazos. Para cortar la tensión Ivana se acercó al piano, tomó otra partitura y se sentó junto a Yuri.
—¿Me ayudas con esto cariño? —Le besó la frente con ternura, Yuri respiró profundo y juntos comenzaron a tocar una sonata de Mozart, de ritmo alegre y muy rápido que disipó el ambiente entristecido del salón.
Las horas pasaron entre el almuerzo familiar en el que Yuri estuvo presente, mirándonos con ternura desde su silla de rueda, solo tomó pequeños sorbos de agua con miel.
Más tarde, nos sentamos cerca de la chimenea, asamos malvaviscos, escuchamos algo más de música clásica, nos cubrimos con mantas y escuchamos las historias que el abuelo de Yuri contó sobre su trabajo dedicado a la promoción del arte y la cultura en Rusia. La mayoría de ellas historias sobre jóvenes talentosos que él ayudó a patrocinar.
El crepúsculo llegó con una ligera lluvia que caía silenciosa bañando los árboles y las flores del jardín. Yuri se quedó mirando largo rato por la ventana alejado por completo de nuestra conversación, mientras los demás disfrutamos del calor del hogar.
Cuando las sombras de la noche reinaron en el salón, Yuri me pidió que lo llevara a su habitación, se sentía muy cansado. Lo llevé en brazos cubierto por la manta y lo cambié con una gruesa pijama de algodón que a él no le gustaba mucho, unos minutos después tuvo que admitir que le abrigaba bien porque sentía mucho frio.
Lo acomodé entre varias almohadas y conecté todos los monitores a su cuerpo. Cuando noté que no podía respirar insistí en ponerle la máscara de oxígeno porque la delgada manguera no sería suficiente. Asintió sin resistirse. Luego se quedó mirando el monitor cardiaco por un largo tiempo, me miró y pidió que todos sus seres más cercanos ingresen a la habitación.
—Yuri, vendré en dos días a verte, tengo que llevar a tres de mis alumnas a una audición en Praga. —Lilia lo beso en la frente al despedirse—. Te vi con buen ánimo hoy.
Yuri posó sus manos sobre los hombros de la dama y musitó un gracias a su oído. Ella lo miró con cariño, la vi pasar con dificultad la saliva e inventar una sonrisa al momento que salió del dormitorio.
—Vendré mañana a medio día, te prometo que esta vez recogeré todas las semillas de pino que te gustan tanto y te las traeré. —Mila abrazó con mucho cariño a Yuri, él no la soltó por un buen rato.
Luego salió intentando ocultar sin mucho éxito sus lágrimas, ella y su maestra bajaron de brazo las escaleras y se fueron juntas en un coche que dispuso la familia.
La madre y el abuelo de Yuri permanecieron una hora más junto a nosotros. Ella acariciaba todo el tiempo su cabello. Intentó darle algo más de agua porque los labios del tigre estaban secos; pero él la rechazó, entonces se puso a acomodar las mantas y de rato en rato le preguntaba si estaba bien, Yuri solo emitía un pequeño sonido. Yo disimulaba ver en mi móvil las fotografías y los estados de mis amigos, en verdad solo veía las escenas en esa habitación.
Nikolai Plisetsky permanecía sentado en el diván cercano a la puerta, parecía repasar en completo silencio los hechos del día. Miraba a su nieto, me miraba y luego juntaba las manos, pensé que estaba orando.
Tenían planificado traer a un sacerdote ortodoxo al día siguiente muy temprano, eso es lo que le escuché decir a Ivana el momento que se aproximaban al dormitorio de Yura.
Cerca de las ocho de la noche vimos que Yuri hacía el sobre esfuerzo de mantenerse despierto, de pronto se quitó la máscara de oxígeno y pidió a Ivana y al abuelo Nicolai que fueran a dormir. En un inicio se negaron, pero la insistencia de Yuri pesó más, así que ambos decidieron ir a descansar temprano, fue un día muy largo y cargado de emociones contrarias. Necesitaban reponerse para afrontar el nuevo día.
—Mañana no vendrá el médico, así que puedes dormir todo lo que quieras, mi amor. —Ivana Plisetskaya se acercó una vez más a Yuri y lo besó con cariño en la cabeza—. Buenas noches, descansa bien.
Estaba a punto de alejarse cuando Yuri jaló de la manga de su saco y estiró sus brazos, Ivana lo abrazó con todo su amor. No dijeron nada, solo un suave beso en la boca, de esos que dan las madres a sus niños pequeños marcó el final de ese momento tan íntimo. Caminó hasta la puerta y esperó que su padre se despidiera de Yuri.
—Yuratchka, te amo mucho. Eres un buen niño, no lo olvides. —El abuelo lo besó en la frente y ambas mejillas, luego acarició su cabello y sonrió aguantando las lágrimas.
—Abuelo no apagues la chimenea por favor. —Fue un pedido extraño que hizo Yuri y nos obligó a cruzar miradas. El abuelo asintió.
La madre de Yuri me llamó desde el corredor. Afuera y entre lágrimas me pidió que por favor les mantuviera alerta por sí algo pasaba esa noche. Yo solo dije sí a todas sus recomendaciones, una larga lista que me la sabía de memoria desde hacía unas semanas atrás.
Entré a la habitación y acomodé una vez más las cobijas de Yuri, él estaba frío y se veía cansado. Volvió a quitarse la máscara de oxígeno y me pidió que le pusiera la manguera.
—Duerme ya, Yuri. —Observé que todos los aparatos estuvieran bien conectados.
—Beka… —Me tomó de la mano y me haló junto a él—… dime cuánto me amas.
—Te amo todo un tiempo infinito, toda la extensión del universo y si hay más universos mi amor por ti los abarca todos, Yuri. —Sus ojos transparentes y cansados se iluminaron.
—Beka yo también te amo, por estos pocos días juntos te amé toda una vida y soy feliz. —Me abrazó con esas fuerzas escasas que todavía tenían sus delgadísimos y laxados brazos.
Lo besé una vez más, me atreví a tomar todo su aliento, su sabor a miel, sus suspiros y la suavidad de sus labios. Quería gritar, quería llorar; sin embargo, mi corazón parecía hecho de piedra y no respondía, solo latía con fuerza y nada más.
Acomodé a Yuri sobre la almohada, revisé la manguera del oxígeno y apagué todas las luces. Luego me senté junto a él en el sillón grande y comencé a leer un libro de poemas. Noté que se durmió y observé que respiraba con dificultad. Seguí leyendo el libro por un par de horas más.
De pronto escuché la voz de Yuri llamándome en la oscuridad. No sé en qué momento me quedé dormido. Di un salto y estuve a su lado de inmediato.
—Be…kaaa… —Estaba a punto de revisar los aparatos cuando él me detuvo con un ligero toque de su mano—. Abre… la… cortina, quiero… ver… la… noche—. Yuri respiraba con más dificultad. Lo miré bien bajo la suave luz de la lámpara en la mesita de noche y su palidez me pareció espectral.
Tenía que llamar a la enfermera, pero Yuri señaló una vez más la ventana, así que me dirigí a ella y descorrí las cortinas de par en par. Había dejado de llover, afuera todo brillaba por la humedad y el cielo se mostraba despejado. Estaba a punto de encender una lámpara más potente cuando Yuri me detuvo
—No… déjalo… así… —Su voz era tan débil que casi no la podía escuchar.
─Voy a llamar a la enfermera… ─No me dejó terminar.
─No Beka… no llames… tengo… mucho frío… ven… ─Levantó su mano con dificultad llamándome.
Caminé hasta el filo su cama, tomé sus manos heladas, le cogí la frente para ver si estaba con fiebre, pero no, estaba casi fría. Abrigué sus manos con las mías y noté que no era suficiente, entonces me acosté junto a él y lo abracé, acomodé su cabeza sobre mi brazo para que pudiera ver por la ventana.
Sus aspiraciones y espiraciones eran cortas y agitadas, apenas si podía ingresar el aire a sus pulmones. Noté el sonido ronco de su pecho que salía con lentitud por su entre las comisuras de sus resecos labios. Sus frías manos ya no tenían fuerza para sujetar las mías, sus ojos se quedaron fijos en un punto sobre el oscuro cielo iluminado tan solo por unas pocas estrellas.
Lo abracé un poco más y noté que su cuerpo se envolvía en una lenta quietud mientras se abandonaba sobre mis brazos. Supe que había llegado el momento de dejarlo partir y lo hizo en silencio como las palomas en invierno. Esperé callado ese instante final mientras miraba hacia el cielo en un intento por ubicar el lugar hacia donde dirigía su mirada, allí seguramente iría su alma.
Al final un suspiro largo dejó una estela suave de vapor y todo quedó en calma. El monitor cardiaco me mostró su línea extendida y el pitillo interminable de su voz.
Yuri, mi Yuri, mi pequeño tigre, mi amado guerrero, mi genio musical se había ido dejándome con toda la rabia y la pena que invadía mi ser. Se llevó con él todo mi amor, ese amor puro y transparente que por primera vez tocó mi corazón.
Me sentí huérfano, olvidado, insignificante, aplastado. Mas, a pesar de sentirme tan miserable, mis ojos se negaban a llorar, sólo tenía ganas de romper todo lo que estuviera a mi paso. Pero no lo hice porque seguía sosteniendo el cuerpo frágil y todavía tibio de mi Yuratchka. Estático, lleno de dolor y de miedo, sin saber qué hacer el siguiente minuto, las siguientes horas, los siguientes días, así dejé que pasaran unos minutos más.
Me había acostumbrado a cuidarlo, bañarlo, hacerlo caminar, cambiar sus sondas, peinarlo, darle de comer, darle sus medicinas, ponerle los paños para la fiebre, leer algo para él, tomar su mano mientras escuchábamos a Bach, a Strauss, a Fitzgerald o a King. Estaba acostumbrado a leerle un libro, a contarle algún cuento antiguo de mi país y a velar su sueño. Todo ese mundo se iba junto a él.
Cuando el sonido del monitor cardiaco punzó mis oídos me moví y acomodé con cuidado su torso sobre el lecho y su cabeza sobre la almohada. Vi como sus bellos ojos de jade habían perdido el brillo y supe que Yuri ya no estaba allí. Los cerré de inmediato, le di un beso en la frente y otro suave en los labios, bajé de la cama y pulsé el timbre de emergencia.
La enfermera ingresó a la habitación y después de manipular los aparatos confirmó que había muerto. Ese instante Ivana y el abuelo Nikolai ingresaron a la habitación, de inmediato comprendieron lo que sucedía, se acercaron presurosos al lecho de Yuri, lo abrazaron y permanecieron por largo rato llorando sobre él.
Tomé el móvil y llamé a Mila, era de madrugada, ella me dijo que ante cualquier emergencia la llamara sin importar la hora. No sé exactamente qué le dije, solo la escuché llorar por el auricular y me dijo que pronto llegaría a la mansión.
Desde ese momento todo pasó como una película lenta, no recuerdo en qué instante llegaron los doctores para certificar el fallecimiento de Yuri, no recuerdo cuándo se apareció el sacerdote para darle una bendición, solo sé que lo vi salir del dormitorio rezando. Tampoco recuerdo en qué momento me cambié con aquel traje negro con el que pasé el resto del día.
Solo sé que Mila Babicheva nunca me dejó, siempre estaba junto a mí, tomando mi brazo, trayendo algunos bocadillos para comer, presentándome a las personas que llegaban al velatorio a mostrar su respeto y acompañar en el duelo a la familia. No recuerdo en qué momento entré en el dormitorio de huéspedes y en qué instante me quedé dormido.
La mañana siguiente desperté con la llamada de mis amigos.
—Otabek, debe ser muy duro para ti este momento, lo sentimos mucho, aquí te esperamos. ─Víctor Nikiforov se comunicó primero y a través de esa llamada Emil, Bastijn, Guang Hong, Michele me dijeron cuánto lo sentían.
Sala llamó después y me dijo algo que me ayudó a levantarme y seguir con lo que se tenía que hacer el resto del día:
—Otabek te quiero mucho, regresa pronto. Aquí me tienes para hablar, llorar, sufrir, sentir o solo recordar en silencio, lo haremos juntos amigo.
Durante el entierro recuerdo que el llanto de Ivana no cesaba y los suspiros prolongados del abuelo Nikolai cortaban los discursos de amigos y parientes. Cuando el cajón comenzó a descender el cielo lloró. La suave lluvia retrasó un poco la labor de los sepultureros y aceleró el adiós de los presentes.
Al final Yuri quedó allí, solitario como quedan los muertos. Sus ojos cerrados ya no verían los atardeceres frente al mar ni la nieve de invierno. Sus labios en rosa no volverían a pronunciar sus ácidas palabras llenas de pasión y dolor. Su fragancia a menta no volvería a refrescar mi boca.
Se consumiría hasta volverse uno con la tierra que lo recibió como madre herida. Su alma voló como pájaro solitario buscando las estrellas y se llevó las lágrimas, los suspiros, los besos, las ansias y el amor. Solo me dejó este seco dolor que todavía se resiste a darle un poco de descanso a mi corazón.
La tierra cubrió sus sueños y su risa. La lluvia inundó mis ojos carentes de lágrimas.
Tras el entierro tan concurrido y lleno de palabras y discursos, de lágrimas y comentarios, de ropaje negro y flores blancas llegamos a la mansión casi al atardecer. Mi vuelo de retorno tenía fecha abierta así que confirmé mi abordaje para esa noche.
Me cambié de ropa, tomé mi maleta, decidí una vez más entrar al dormitorio de Yuri, me despedí de sus paredes llenas de sus fotografías con la filarmónica, de su cama gigante donde retozaba despreocupado su gato. Dije adiós a los detalles: sus pequeños autos de colección, sus figuras de monstruos espaciales, sus libros preferidos, su rincón de videojuegos. Le dije adiós a esa ventana por donde él inició su último viaje. Le di la espalda a todo, pero sin querer me llevé esa habitación dentro del corazón.
Al pie de la escalera de mármol me esperaba su abuelo.
—Beka… regresa otro día… hablaremos de arte y hablaremos de Yura. —Nicolai Plisetsky me alcanzó una pequeña caja de madera decorada con talladuras finas y sujeta con una cinta roja—. Él hubiera querido que tú conserves esto. —Me abrazó y me dio un beso en cada mejilla.
Lo abracé con fuerza, Yuri amaba a ese hombre. Y cómo no quererlo tanto si en cada gesto y palabra se sentía que ponía el alma.
—Otro día hablaremos —le prometí mirándole a los ojos una vez más.
Ivana Plisetskaya estaba en la puerta, me acerqué con cierta timidez y ella me abrazó y besó como si besara a un hijo.
—Esa es una promesa que tendrás que cumplir, Beka. —Sus frías manos sobre mi rostro me hicieron recordar las de Yuri.
—Lo haré señora, gracias por recibirme y dejarme pasar estos días junto a Yuri. —Vi que las lágrimas se agolpaban a sus ojos adoloridos y con mucho respeto besé su mano.
En el camino me despedí del mayordomo que también se veía apesadumbrado y entré al auto junto con Mila rumbo al aeropuerto. Por el espejo retrovisor contemplé la mansión alejarse, hacerse pequeña y luego desaparecer.
En el aeropuerto Mila y yo hicimos una promesa: siempre estaríamos en contacto y nos reuniríamos ese día de diciembre, para recordar que fuimos felices a pesar del dolor. Nos abrazamos durante un buen rato y cuando anunciaron mi vuelo no nos dijimos adiós.
—Te veré luego. —Sus labios sonrieron, sus ojos no.
—Te veré pronto. —Mi mano tomó la suya una vez más.
En pleno vuelo tomé mi maletín de mano y saqué la pequeña caja que me diera el abuelo de Yuri al despedirse. Desaté la cinta y la guardé en el bolsillo de mi chaqueta. Abrí la caja y descubrí que en ella había fotografías, recuerdos del viaje de Yuri a Ibiza, el boleto de avión, la tapita de la primera cerveza que le invité, la recuerdo bien porque era baja en alcohol y con sabor a cereza, el tickete del paseo por barco, la pulsera de entrada al Templo. La medalla que le regalé y una foto muy especial: era Yuri el momento que estaba en el vuelo de regreso a Moscú. Atrás había escrito algo “Davai”.
Observé una vez más el rostro de Yuri, su belleza en todo su esplendor, sus ojos llenos de vida, su sonrisa plena y su gesto desafiante. Ese era mi Yuri, el que tanto amé. No dejaba de mirarlo a pesar de que mi mano temblaba, vi esa fotografía hasta que sentí que mis ojos se nublaron y que el corazón se hacía añicos una vez más y entonces, solo entonces… pude llorar.
