Por primera vez, de todos sus días en San Petersburgo, Yuuri Katsuki llega tarde a la escuela de danza donde trabaja desde hace algo más de un año y donde conoció en persona a uno de sus ídolos de infancia, el gran bailarín Víctor Nikiforov. Un joven petrino que ha ganado el reconocimiento del mundo por su excelencia en la danza y por ser considerado el hombre más apuesto y elegante de la Federación Rusa.
En la escuela Skazochnyy los profesores se caracterizan por ser innovadores, aún dentro de las estrictas reglas que se requiere para convertirse en un bailarín de ballet y es que su fundadora y directora, la famosa prima ballerina Lilia Varanovskaya junto a su socio y exesposo, Yakov Feltsman, apostaron siempre por mostrar al mundo que su escuela es el mejor lugar para aquellos talentos que quieren revolucionar la danza.
Yuuri es un bailarín clásico y a diario muestra su gran talento y los conocimientos que adquirió en su natal Japón cuando, desde muy pequeño, entró a la escuela de la estrella del ballet asiático Minako Okukawa. Pese a los altibajos en su carrera de bailarín y a sus problemas de sobrepeso que sobrevenían luego de sus episodios de ansiedad, Yuuri logró hacerse de un nombre en su querido Hasetsu, alcanzó fama en Tokio y a los veintidós años decidió que era tiempo de salir al mundo y buscar un lugar entre los mejores.
Entró a Skazochnyy de la mano de Okukawa sensei quien enfatizó siempre un buen consejo “enseña para aprender”. Desde el primer día que comenzó a laborar en San Petersburgo, Yuuri se dedicó con gran empeño a enseñar durante el día y a pulir su talento durante la noche en la clase especial que impartía Víctor a los maestros de la escuela y de otras escuelas de danza.
Yuuri llega al edificio donde se ubica la escuela con el tiempo justo, no ha tardado, pero no le gusta saber que puede incumplir el horario. La noche anterior le pareció entretenido que después de casi siete años volviera a sentir deseos de jugar un juego que guardaba en absoluto secreto. Nadie tenía que enterarse de ese extraño pasatiempo que, desde que tenía uso de razón, había practicado frente al espejo.
Nadie le creería como no le creyó mamá. Tal vez serían algo crueles con él llamándolo loco como alguna vez lo hizo ese chico de apellido Nishigori. Fue tan malo con las palabras que lo hizo llorar. Por ese motivo decidió callar y jugar en soledad, aunque algunas veces le parecía poco divertido.
La noche anterior Yuuri volvió a pararse frente al espejo y atisbó en su interior sin atreverse a entrar en el complejo universo de tramas equidistantes. Solo se animó a espiar el edificio donde vivía y la calle, vio algunas personas pasar, hubo un muchacho que llamó su atención cuando hizo sonar el timbre de su bicicleta, la dejó apoyada en el poste cercano a la panadería del frente y a los pocos minutos salió con una bolsa llena de panes. Yuuri se preguntó qué importancia podía tener aquella escena, pero un sentimiento inexplicable surgió en su corazón, una sensación de que algo estaba por suceder y esas imágenes inconexas que observó por el espejo, estaban relacionadas.
En la mañana despertó algo cansado y es que jugar con los espejos le dejaba bastante agotado. De niño no notaba ese cansancio, pero cuando de adolescente jugaba para revisar los exámenes del día siguiente, notó que perdía la flexibilidad del cuerpo y sentía apatía y sueño.
Faltan treinta minutos para que esté en clase y como ve que es tarde decide vestirse de inmediato y tomar el autobús que lo deja a una cuadra de la escuela y que pasa por la parada cada cinco minutos. Se pone el mono que ajusta sus piernas, una remera delgada y su conjunto deportivo. Calza sus pies con zapatillas de correr, revisa sus implementos en la mochila y decide que comprará un par de bollos de maíz en la panadería y un frasco de yogurt que le darán suficiente energía hasta la hora del primer receso.
Cuando sale de su departamento ve que el muchacho de la bicicleta al que había espiado la noche anterior por el espejo llega a la panadería y deja su vehículo apoyado a un poste. En la puerta se cruza con ese muchacho de rubio cabello crespo y ojos pequeños que lleva una gran bolsa de papel llena de panes. Se acerca al mostrador para hacer su pedido y el sonido del timbre de la bicicleta le provoca un escalofrío.
En el bus Yuuri engulle el pan y bebe el yogurt a prisa mientras contempla que un niño de kínder sube a un bus amarillo y la asistente le toma la mano. Jardín de niños “Retoño” lee en la inscripción del autobús pintada con letras azules sobre el color amarillo del vehículo.
Al bajar del bus mira la hora y piensa que es demasiado tarde, no debió entrar a la panadería y no debió esperar que la cajera fuera a buscar monedas para el vuelto. Corre la larga cuadra que lo separa del edificio de la escuela, cruza la pista agradeciendo que aquel semáforo estuviera en rojo y cuando entra en el vestíbulo del edificio observa que Yuri Plisetsky ha entrado al ascensor.
—¡Espera! —Yuuri levanta la mano tratando de llamar la atención del muchachito—. ¡Detén la puerta!
Yuri Plisetsky lo mira correr con los lentes que se le salen mueven a un lado y la mochila que se le desparrama por el hombro, sonríe con mucha malicia y le muestra el dedo anular de la mano izquierda. La puerta del elevador se cierra y Yuuri arruga los labios evitando decir aquella mala palabra que ya tiene en mente. Toma el otro ascensor y llega a tiempo para marcar su tarjeta.
Mientras avanza al salón que le corresponde, se encuentra con la mirada de Mila, una profesora de danza moderna que siempre lo trata con mucha amabilidad y que desde el primer día que llegó a la escuela lo ayudó a encontrar su espacio en la sala de profesores, su casillero en los vestidores y a comprender mejor el idioma. Ella está dando clases desde las ocho de la mañana y la ve corregir la postura de Katya, una de sus mejores alumnas.
Con un guiño coqueto Mila lo saluda desde el interior del aula ocho y Yuuri acelera sus pasos hasta el aula trece. En el camino observa a Yuri Plisetsky que ya está haciendo sus estiramientos en el aula donde dicta clases especiales la señora Varanovskaya y sonríe porque sabe que jamás vencerá la malicia innata de ese jovencito.
Entra al salón y siente que el saludo de sus alumnas es una refrescante brisa que le ayuda a bajar la temperatura que trae encima por el ajetreo de aquella mañana. Sonríe frente a todas, hace una pequeña reverencia y después de dos palmadas comienza a explicar la clase.
La introducción de la Bella Durmiente de Tchaikovsky suena en el equipo de música y es preciso para que las alumnas puedan practicar el Développé y el Grand Battement que usarán en la siguiente presentación de fin de mes. El ambiente transcurre ameno, las chicas están atentas a sus movimientos y lo imitan. Yuuri corrige la postura de los brazos, las piernas y la cabeza a la más bajita. La música, el color del aula, las risas suaves de las chicas, sus manos estiradas y de pronto un gran barullo en el pasillo.
Voces altas que Yuuri reconoce como las de sus colegas a las que acompañan fuertes pisadas interrumpen la armónica lección. De pronto alguien grita «¡No! ¡No!» y se escucha un estremecedor llanto. Es la voz de Lilia Varanovskaya. Yuuri piensa que, si una mujer tan fuerte y dura como Lilia está llorando, es porque algo muy malo sucede.
Mira el desconcierto de sus alumnas y decide parar la lección. También le mata la curiosidad y por más que su educación le exige prudencia, el loco latido de su corazón le pide que salga a averiguar qué tiene a todos los profesores de la escuela tan desesperados.
Yuuri sale al pasillo y observa una escena que no logra comprender. Algunos docentes varones sujetan en brazos a las profesoras. Ellas lloran y están en shock, ellos también muestran los rostros pálidos y todos intentan consolarse. Yuuri se asusta y sus ojos de chocolate buscan una sola mirada, camina por el pasillo y la encuentra en el salón ocho, ella también está llorando.
—Perdón. —Yuuri se acerca a la pelirroja muchacha y hace una reverencia—. ¿Puedo saber qué ha pasado?
—Víctor… ha tenido un accidente… —El llanto vence a Mila y ya no puede hablar más.
—¿Víctor? —Yuuri piensa en un solo Víctor y con gran temor dice su apellido—: ¿Nikiforov…?
—Sí, profesor Katsuki —El profesor Popovich que sujeta a Mila entre sus brazos también está llorando—. Nuestro Víctor ha sufrido un grave accidente.
—¡¿Dónde?! —Sigue preguntando a Popovich y siente que no puede respirar—. ¡¿A qué hora?!
Georgi Popovich niega con la cabeza y sujeta a Mila con fuerza porque ella tiembla y no escucha sus llamados a la calma. Todos murmuran sobre la noticia, todos se preguntan dónde está Víctor. Tal vez el avión que debía llevarlo a su presentación en Moscú… No, es mejor no pensar en lo peor.
Yuuri no sabe qué hacer, si volver a su aula y continuar la clase hasta saber algo más, aunque duda poder concentrarse en la lección de ese día y súbitamente otro grito estremece los ambientes de la escuela.
Profesores y alumnos salen de las aulas y llenan los costados del corredor, quedan en silencio para escuchar qué sucede en la oficina de la directora. Se miran intrigados, apenados, asustados. Temen que haya una confirmación fatal. Lilia Varnovskaya entró en la dirección para preguntar por Víctor a la policía, llamar a Yakov para que averiguara algo de él o tratar de hablar con el director del hospital a donde lo llevaron para saber cómo estaba.
La tercera opción es la que le permite saber el estado de su mejor profesor y mejor alumno. Lilia escucha la noticia de labios de su amigo Andrei Iustinov, director del hospital y no puede resistir el espanto al escucharla, suelta el teléfono y grita el nombre de Víctor, segundos después cae desvanecida.
En los pasillos el rumor se extiende. Entre dientes y a voz baja colegas y alumnos de Víctor repiten una palabra. Palabra que llega a oídos de Yuuri, le hacen perder el equilibrio, le provocan un severo mareo y le quita la fuerza.
Muerto, muerto, muerto, muerto… se repite el eco de las voces. Los rostros pálidos pintan la oscura tristeza de la pena y el desconcierto deja a todos sin palabras.
Yuuri no puede soportar la noticia, el dolor se presenta como una incontenible náusea que lo lleva a correr al baño en el fondo del corredor, lo impulsa a abrir la puerta de un golpe y a buscar el primer inodoro que se encuentre disponible. Adentro comprende que debe frenar su impulso. Yuri Plisetsky, el llamado tigre ruso del ballet, está dentro del baño golpeando las puertas de los tres inodoros, pateando los cestos de basura, diciendo decenas de palabras de las que Yuuri entiende solo dos y reventando los nudillos en los espejos.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡¿Cómo carajo ha podido pasar?! ¡No carajo! ¡Víctor, no!
—Yuri. —Yuuri trata de detener la furia de aquel chiquillo—. Calma…
—¡No me pidas calma, maldito cerdo! ¡Víctor está muerto! ¡¿No lo escuchaste?! ¡¿No sabes esa palabra en ruso?! —Yuri la repite como cinco veces y tira la jabonera al suelo.
—Si lo sé, si lo entiendo, pero por favor… por favor… no te hagas daño… —Yuuri se acerca al jovencito sabiendo que puede reaccionar como un tigre asustado y herido.
—¡Él me dijo que me enseñaría dos trucos y que el próximo año actuaríamos juntos! ¡Por qué mierda se le ocurre morir! ¡Yo lo vi partir! ¡Le dije que cuando volviera entrenaría con él por las noches! ¡Él juro… él no puede… él no debe…!
Yuuri aprovecha ese pequeño váguido que produce el dolor en el cuerpo del chiquillo y lo abraza con todas sus fuerzas. El tigre Plisetsky intenta zafarse con un zarpazo, pero Yuuri ya lo tiene bien sujeto y juntos caen al frío piso del baño, comparten el punzante dolor de saber que aquel hombre que significa algo importante en sus vidas ya no estará más en ellas y dejan que el llanto haga su parte para calmar tan profunda pena.
—¿A qué hora lo viste? —pregunta Yuuri e intenta ignorar la fuerza que le oprime el pecho,
—Cuando llegué a la escuela… hablamos como dos minutos en la puerta del edificio, tomó el carro… me dijo adiós como nunca lo había hecho. —Yuri repite el paso a paso de los primeros minutos en la escuela esa mañana—. Un minuto después que nos despedimos yo subí al ascensor y tú apareciste.
—¿En qué carro iba? —Yuuri deja de llorar, pero aún retiene a Yuri entre sus brazos.
—En el auto negro que la escuela alquila para todos los profesores. —Yuri se muestra algo calmado y deshace el abrazo.
Yuuri Katsuki repasa en su mente la forma del auto, quiere saber si es un Chrysler o un Mercedes Benz. Extiende la mano para levantar a Yuri del suelo, pero el chico la rechaza, se para de un salto y se aproxima al lavamanos para lavar las heridas que se hizo mientras golpeaba las paredes. Yuuri permanece mirando el piso y trata de establecer conexión con el sentimiento que noche anterior lo llamó a jugar con el espejo.
«Si tan solo hubiera seguido observando un poco más», reflexiona y se entrega a otra sensación de vacío en el pecho.
—Oigan chicos. —Christophe Giacometti, un profesor suizo que trabaja en la escuela desde hace cinco años, interrumpe la fría tranquilidad de ese ambiente—. Lilia ha ordenado que todos vayamos a casa. Por hoy se cierra la escuela.
Con la mochila al hombro y la mente llena de ideas, Yuuri camina las cuadras de la avenida que llevan al cruce con la Moskovsky Prospeckt. Teme lo que va a encontrar en esa vía de varios carriles, pero necesita hacer el recorrido porque de lo contrario no podrá establecer los tiempos.
Cuando llega a la esquina del semáforo observa la gran marca que ha dejado en el pavimento las llantas de aquel vehículo lujoso y trata de ver de lejos el lugar exacto donde quedó el Chrysler negro. Sus cortos pasos lo llevan hasta el borde del cordón que ha puesto la policía y sus gráciles movimientos le permiten evadir a los demás curiosos que son detenidos por cuatro agentes. Camina siguiendo el borde de aquella cinta amarilla y encuentra una zona despejada. Pasa por debajo y llega hasta el lugar donde los peritos están haciendo su trabajo. Deja que su mirada recorra los detalles de aquellos fierros retorcidos, observa la placa de la camioneta Hummer, vuelve a observar el vehículo destrozado y deja sus ojos llorosos sobre la textura del par de guantes negros que reconoce: son de Víctor.
La tarde para Yuuri Katsuki transcurre lenta, entre lágrimas y pensamientos. Entre llamadas de Mila, de Anya Petrova la secretaria de Lilia, de su amigo Minami que ya se enteró de la noticia en Japón, de la profesora Minako que le pide calma porque sabe cuánto admira a Víctor y las cariñosas voces de sus padres en Hasetsu.
El anochecer gris y la pena dejan a Yuuri dentro de la cama. Tiene que dormir para recuperar fuerzas y algo de alivio. Víctor siempre fue tan amable con él, siempre compartió sus consejos y conocimientos de danza moderna y clásica y hasta le regaló sonrisas hermosas. En una ocasión, antes de una presentación de la escuela, le puso brillo en los labios secos provocándole un gran sonrojo.
Yuuri ahoga un suspiro con la almohada y se dice que hubiera sido maravilloso conocer más a Víctor. Él siempre lo invitó a cenar, a salir a ver alguna obra de teatro o al cine, pero Yuuri no pudo controlar el océano de nervios que le provocaba la presencia de su ídolo y rechazó las invitaciones.
A Yuuri le pesan sus rechazos y con la mirada perdida en la oscuridad de su habitación desea que todo fuera distinto.
Un segundo después se sienta al borde de la cama, mira sus pies y vuelve a oír el consejo que le dio Víctor para que los nudillos no le dolieran tanto después de los ensayos: «Sumerge tus pies en una infusión de té de manzanilla e intenta coger objetos con los dedos para que dejen de estar entumecidos».
Yuuri aprieta las cobijas entre los dedos y mira la puerta del baño. Es el único lugar donde existe un espejo de cuerpo entero pegado a una de las paredes. Se pone en pie, mira las luces que se filtran por la ventana, piensa en su casa, piensa en su familia, en Minako sensei, en los viejos amigos que dejó en Japón, en los nuevos amigos de San Petersburgo y luego de musitar un hasta luego, entra al baño, escucha la voz de Yuri diciendo que Víctor partió siete minutos antes que él llegara a la escuela Skazochnyy y concentra la mirada en el espejo.
Nota de autor: ¿Notaron algo especial en el capítulo? Como les dije el orden es lo de menos en esta historia.
Gracias por vuestro apoyo.