Llegué a París una mañana fría y recorrí las calles que recién despertaban sintiendo que el corazón se desgajaba pedazo a pedazo por las revelaciones que encontré en San Petersburgo. Eran poco más de la siete de la mañana y sabía que Anya ya había preparado el café. Pensé en ella y la tensión que sentía sobre los hombros se hizo más intensa, como si ella fuera la carga más pesada que me había tocado llevar durante todo este engañoso tiempo.
Todo en mi vida se había convertido en una gran mentira. Mi padre mintió, Yakov Feltsman le cubrió la mentira, mi madre había recurrido a un hábil engaño y yo mismo mentía. Mentí a todos sonriendo feliz ante las cámaras, mentí cuando me mostraba orgulloso de mis logros como empresario, mentí cuando sonreía en los eventos en los que participaba y mentí cuando hablaba de lo satisfecho que estaba con mi vida.
Una de mis peores mentiras fue el juramento de amor eterno que le hice a mi esposa ante el altar; la otra, las débiles excusas con las que argumenté mi alejamiento de mi hermano. Anya y Yuri no merecían vivir engañados.
Antes que el semáforo cambiara al verde, acomodé el espejo retrovisor del auto y en él vi al hombre que había mentido todo este tiempo, casi no lo reconocí. Ojeroso, greñudo y malhumorado se encontraba nadando en un oscuro mar de pensamientos tratando de buscar las palabras para desenredar esa entreverada madeja de mentiras sin que tuviera que herir a ninguno de los que amaba.
Sin embargo, en el fondo de esa cansada, temerosa y acusadora mirada reconocí un mínimo brillo de satisfacción y en mi cabeza pude escuchar las densas voces de mis monstruos que cantaban una melodía alegre adivinando que la verdad me daba la posibilidad de volver a ver a Yuri y volver a amarlo sin obstáculos.
Puse el auto en movimiento y me entretuve unos minutos pensando qué debía hacer primero, cómo debía hablar con Anya sin develar el secreto de Yuri; pero, en lugar de dar la vuelta en la siguiente esquina para llegar a mi departamento, crucé una vez más el Sena y me dirigí a casa de mi madre.
En el camino recordé sus palabras y sus acciones. Pude armar el rompecabezas de hechos que me habían llevado a cometer tantos errores y en todos ellos vi que era su mano la que movía y acomodaba las piezas.
Recordé el día que ella llegó a San Petersburgo antes de mi cumpleaños y lo insistente que fue para que aceptara dirigir su agencia de modelos, me tentó con la promesa de alcanzar mis sueños de inmediato. Sabía que ella estaba mal de salud y no podía dirigirla, pero recién en ese momento en el que todos los velos habían caído, reconocí que aquella vez mamá tenía demasiada prisa para que yo asumiera esa responsabilidad y volviera a Paris.
También recordé la forma cómo me había alentado para que volviera con Anya, la felicidad que mostró cuando anunciamos nuestro compromiso, el entusiasmo con el que organizó la boda, la manera generosa cómo le entregó a ella la dirección de la revista y la forma desprendida cómo la animó a cambiar todo lo que viera por conveniente en la publicación. Todo lo hizo de una manera muy sutil, sin tratar de imponerse. Me vendió sus ideas con argumentos tan convincentes que terminé cayendo en sus pequeñas trampas.
Me di cuenta de que mamá aprovechó el momento doloroso de desamor que Anya y yo vivíamos para empujarnos a abrazar un proyecto de vida que no nos pertenecía y con el cual, por lo menos yo, no había soñado. Estaba tan ciego y ensimismado con la posibilidad de una denuncia o un ataque contra Yuri, temía tanto vivir momentos angustiosos frente a las autoridades de Rusia y al mundo, que me cerré en mis miedos y acepté ese mundo de éxito y tranquilidad que mi madre había fabricado.
No hice ninguna parada en el camino y muy poco me importaban las escasas horas de sueño en el avión y el cansancio natural que sentía mi cuerpo, seguí manejando mi coche entre los cientos de autos que se dirigían esa mañana hasta La Muette. Llegué a la mansión de mi madre como a las nueve de la mañana y toqué el claxon para que el portero abriera la enorme reja de hierro forjado que circundaba la bellísima casa.
Estacioné como pude mi Peugeot y con los datos de Alexandr Novikov en el celular, busqué a mi madre en las habitaciones y al no encontrarla la busqué en los jardines. Al escuchar mi voz llamándola, ella salió a mi encuentro con una gran sonrisa, su andar tan refinado y su mirada amorosa. Cuando la vi el dolor se concentró en un solo punto de mi pecho y cuando estuvo junto a mí rechacé su beso y su abrazo.
—¿Qué sucede, Vitya? —Mamá se quedó muy sorprendida con mi actitud y yo solo di la vuelta hacia la casa.
—Vamos a la biblioteca, mamá —le dije conteniendo mi rabia en el pecho para no herir a mi madre—. Y que nadie nos interrumpa. —No quería ser brusco ni mal educado con ella.
En el camino ella pidió a una de las jóvenes que trabajaba en el servicio que nos preparase un jugo de naranjas, pero yo le dije que no lo hiciera porque estaría en su casa solo un tiempo corto y seguimos avanzando con la prisa que impulsaban mis pasos.
Ingresamos a la biblioteca y mi madre se detuvo junto al escritorio de roble tallado, yo cerré la puerta con seguro y caminé hasta llegar al otro extremo del enorme mueble que alguna vez sirviera como lugar de estudio para su esposo.
Saqué mi celular, pulsé la fotografía de Novikov y lo puse sobre la superficie del escritorio. Mi madre se quedó mirándola sin hacer un solo gesto, como si no entendiera lo que le estaba mostrando.
—Alexandr Novikov es un hombre al que vi una sola vez en mi vida hace ya cinco años, mamá. Me llamó a mi celular personal, me envió unas fotos comprometedoras y que me dijo que era agente del gobierno ruso que quería verme de inmediato. Cuando hablamos en persona me amenazó y también amenazó a mi hermano y me obligó a dejar San Petersburgo casi de inmediato para que no revelara una situación que solo nos pertenecía a los dos. —Hablé casi sin respirar y sin dejar de mirar las reacciones en el rostro de mi madre.
—Vi-Víctor… no entiendo. —Ella seguía mirándome con esos ojos engrandecidos por la incertidumbre.
—Yakov Feltsman te lo recomendó y tú lo contrataste para que me siguiera a un viaje especial que hice con Yuri. —Busqué entre las imágenes de archivo de mi celular y le mostré la fotografía que ese tipo me había enviado antes de ponerme entre la espada y la pared—. Esta es la imagen de un chantaje.
Vi que mi madre no se conmovió con la fotografía y que no hizo ni un solo gesto de desagrado cuando miró la imagen en la que Yuri y yo nos besábamos comprobé que estaba en lo cierto y apretando la rabia entre las mandíbulas le pregunté:
—¿Lo recuerdas, mamá?
Apreté mis puños sobre el escritorio para no gritarle, para no decirle lo falsa que se veía, para no reclamarle cada lágrima, cada pensamiento doloroso y cada noche de insomnio que Yuri y yo vivimos esos cinco años. Ella movió la cabeza de un lado a otro, se acomodó en el sillón para mirarme de frente y tras un largo suspiro me dijo:
—Lo hice por ti. No quería que algo malo te pasara si tú insistías en seguir siendo el amante de tu propio hermano. —Apartó mi celular y alzó las manos—. ¡Qué esperabas! ¿Que viera tranquila la gran abominación que estaba sucediendo entre ustedes dos y dejara pasar las cosas? Esa relación estaba maldita y tú no querías entender que dos hermanos no se tocan, no se meten en la cama, no cometen sodomía y no se condenan al infierno. —El rostro de mamá comenzó a cambiar, abrió los ojos desmesuradamente, sus mejillas se pusieron coloradas y su dedo índice apuntó a mi teléfono todo el tiempo—. ¡Yo sí lo veía y antes que dios los castigara con la ira de un padre ofendido, antes que los hombres cayeran a palos sobre ti como lo hicieron sobre ese chiquillo inmundo, antes que te metieran en una cárcel para el resto de tu vida; yo detuve esa asquerosidad porque no iba a permitir que te siguieras revolcando en el fango! ¡No iba a ser cómplice de semejante pecado!
Mi madre se alejó del escritorio y, alterada como estaba, con el rostro enrojecido y las manos en alto como solía reclamar cualquier cosa que le molestará, siguió con su apologética a la traición.
—Mira ahora cómo han cambiado las cosas para mejor. Ese chico vive bien en América y ya no te necesita. Con todo el dinero que recibió de Nefrit ha podido estudiar, seguir adelante y tiene un futuro asegurado. Tú tienes un buen matrimonio con una mujer que te ama y con la cual puedes formar una familia y vivir de manera honesta el resto de tu vida. —Acomodó un mechón de cabello que cayó en su frente y se dirigió a un crucifijo de plata que pendía de una pared—. ¡Así que no vengas a culparme de algo que era mi deber como madre y como buena cristiana! ¡Hacer cumplir la voluntad de dios en especial con el ser que más amo en este mundo que eres tú Víctor!
Los dedos acusatorios de mi madre ya no me hacían daño. Ya no me sentía como un niño pequeño que debía explicar cualquier cosa mala que hubiera hecho. La miraba pasearse en esa habitación con ese aire de reina, de jueza y de diosa que siempre adquiría cuando quería imponer su voluntad, pero yo no me sentía pequeño frente a ella como en el pasado
—No sabes lo que dices mamá. —Mi llanto se unió a mi sonrisa pues nunca había imaginado sentir tanto dolor por una mentira y por lo absurda que era esa situación—. No tienes idea de cómo me has destruido y cómo es ahora mi vida. Una vida vacía y sin sentido porque todo lo que tengo alrededor es solo una ilusión… ¡Tú ilusión!
—¡¿Cómo iba a hacerme la ciega ante tremendo pecado?! —Me miró altiva y recordé que cuando era niño siempre mostraba esa actitud para “hacerme entrar en razón”— Dime Víctor, si tuvieras dos hijos varones a los que amas mucho y los ves que se convierten en unos pecadores desvergonzados ¡¿qué harías?!
—Intentaría entenderlos y conversar con ellos, trataría de ayudarlos a rectificar su conducta para que esté de acuerdo con las imposiciones de la sociedad; pero si no puedo lograrlo los protegería de todos los que quisieran hacerles daño —le dije intentado calmar los ánimos. Y te juro que eso haría porque sé muy bien que es peor oponerse a los sentimientos y porque el dolor de una separación entierra más la espina del deseo.
—¡Pues yo no podía contemplar cómo mi hijo ofendía a dios con su actitud aberrante y cómo se condenaba! —Sostuvo con firmeza sus creencias.
—¡Y te convertiste en juez y verdugo! ¡Nos condenaste! ¡Pagarle a un hombre para que espíe a tu propio hijo, financiar una farsa y un chantaje! ¡Me traicionaste, mamá! —Mi voz que en un principio resonaba con fuerza en la biblioteca se hizo tan delgada y mis piernas temblaban de impotencia al ver que el ser que más amaba y que más me amaba me había mentido—. ¡¿Cómo… cómo crees que ahora te voy a ver?! ¡¿Cómo voy a creer en ti?! ¡Tú… tú … tú eres mi mamá y mira lo que me has hecho!
Comprobaba con dolor que mi madre también podía se mala y cruel como lo fue con Yuri y que podía engañar a su propio hijo. El llanto nubló mis ojos y en vano intenté secar mis mejillas para no mostrarme tan vulnerable frente a ella. Mi madre permanecía parada dando las espaldas a la ventana, su figura celestial se había desvanecido y mis ojos solo podían ver a una mujer que era capaz de traicionar a su propio hijo.
Ella corrió hacia mí para abrazarme y yo la rechacé, tomé sus delicadas manos con cierta fuerza y las aparté de mí. Luego de recoger mi celular del escritorio y meterlo de nuevo en el bolsillo de mi abrigo me dirigí a la puerta.
Mi madre comenzó a llorar y trató en vano de hacerme entender sus motivos, pero al sacarla de ese altar en el que lo hijos ponemos a las madres y verla tan humana no quise escucharla más e hice lo que tal vez nunca se debe hacer a una madre.
—Si ves que mi vida se desmorona, si me ves en la prisión o en el infierno, no te metas más porque lo empeoras. —Abrí la puerta y antes de dar el siguiente paso sentencié—: Jamás volveré a creer en ti mamá.
—Víctor… —pronunció mi nombre en medio del llanto—. ¿Qué vas a hacer ahora…?
—¡No te importa! —Salí a prisa de esa inmensa casa, dando las espaldas a mi madre y durante las siguientes dos horas di vueltas en el coche rodeando la ciudad y repasando una y otra vez el recuerdo de la fría mirada con la que mi madre observó la fotografía de ese hombre que tenía en mi celular.
Pese a que no había dormido durante el vuelo de San Petersburgo a París no tenía sueño, manejar en ese absoluto silencio tampoco me cansó, solo quería un trago y otro y tal vez otro para reposar mi cabeza en licor y dejar de pensar por un momento en las consecuencias de mis futuras decisiones. Cuando pierdes a alguien es doloroso y yo sentía que acababa de perder a mi madre por mi propia voluntad.
Sentí que los ojos se me cerraban por el cansancio, aparqué el coche cerca de la estación Montparnasse del metro y buscando algo de calma contemplé a la gente que entraba y salía a prisa del edificio. De pronto recordé el día que mamá y yo llegamos a la Ciudad Luz. Yo estaba asustado, pero la veía tan segura de sí misma que me dije en secreto “todo estará bien”. De inmediato recordé la voz de Yakov y la forma tan segura cómo dijo que ella podría ser la causante de mi pelea con Yuri. Cuando mencionó al hombre que me investigó y vi su fotografía supe que mi madre estaba detrás de todo, pero extrañamente guardé la esperanza que no fuera así, que ella lo desmintiera, no quería comprobar lo que era capaz de hacer mi madre a la que vi siempre como una diosa.
Pasé algunas horas recordando, pensando y secando mis lágrimas hasta que un policía de grueso bigote se acercó al coche, tocó la ventana y me preguntó si todo estaba bien. En ese instante volví a la realidad y luego de mostrarle mis papeles para justificar mi presencia en ese lugar —al parecer llamé la atención de los vecinos que pensaron era un terrorista suicida—, le dije que había recibido una mala noticia y que estaba intentando calmarme. El guardia me reconoció y me ofreció ayuda, pero le dije que no era necesario y que me iría a casa. Con las piernas adormecidas de tanto estar sentado encendí el motor y manejé hasta mi departamento. Cuando estacioné el coche vi la luz de la sala prendida y cuando salí de él contemplé a mi esposa mirando por la ventana. Entré al edificio sin entusiasmo, me dolía la cabeza y el cuerpo y no quería hablar con nadie porque estaba encerrado en mi dolor y porque trataba de guardar la compostura.
Cuando ingresé al departamento Anya me recibió con un abrazo muy fuerte y me dijo que mi mamá había llamado para saber si estaba en casa. Ella no supo qué decirle porque yo mantuve apagado el celular hasta que llegué a mi hogar.
—Víctor tu mamá estaba llorando. —Anya me llevó de la mano hasta el sofá y se sentó junto a mí contemplando mi rostro—. Ella no quiso decirme qué pasó. ¿Está enferma de nuevo?
—No quiero hablar de ella. —Sentí que el cuerpo entero se me adormecía y pensé que si me moría en ese momento sería mejor.
—Yo sí quiero saber qué te pasa. ¿Qué pasa con mi esposo que hace horas llegó a París y no tuvo la delicadeza de llamarme? —Ella me miró como una niña enojada mientras intentaba que le sostenga la mirada—. Quiero saber qué has hecho en Londres y por qué me has mentido diciendo que había un negocio pendiente. Quiero saber por qué desde hace casi un año pareces un zombi, un muñeco de cuerda que no tiene voluntad propia.
Me quedé mirando la alfombra durante un rato sintiendo la mirada ansiosa de Anya sobre mí. Ella esperaba una respuesta y tenía todo el derecho de reclamar por mi actitud tan poco considerada. Tenía derecho de saber toda la verdad sobre las razones que me llevaron a pelearme con mamá y tenía el derecho de saber qué era lo que me pasaba.
Repasé los últimos años como si viera un álbum de fotografías y me detuve en el momento en que recibí la llamada de ese hombre misterioso. Su voz sonaba aún en mis oídos y repetía la amenaza una vez más. Luego escuché la voz de Yuri llorando por el auricular y vi sus ojos llenos de lágrimas, miedo y dolor cuando discutimos en la puerta de mi antiguo departamento y me empujó fuera del ascensor.
Habían destruido nuestro amor y yo destruí la confianza que Yuri había puesto en mis manos. Sabía que estudiaba en Nueva York y que cada fin de semana asistía religiosamente a algún bar gay de donde salía acompañado con algún hombre y comprendí que él también era otro zombi igual que yo.
En silencio y medio adormecido sentí que una lágrima bajó por mi mejilla y cayó sobre mi mano mientras volvía de mis recuerdos y me ubicaba otra vez en la iluminada sala de mi departamento junto a una esposa que me amaba y a la que no pude volver a amar como en el pasado.
—Víctor qué pasa… —Anya no era una mujer de llanto, pero en ese momento también vi un par de lágrimas sosteniéndose en sus párpados.
—Lo que te voy a decir te va a doler, pero no quiero ocultarte nada. —Sabiendo lo mucho que duele descubrir una mentira, decidí hablar de la mía.
—¿Recuerdas el día que me encontraste con otra mujer en la cama? —Mi mirada por fin se posó sobre la suya y ella asintió—. ¿Quieres saber por qué tuve tantos encuentros con otras mujeres cuando tú viajaste a Brasil?
—Víctor… no sé si quiero. —Ella agachó la cabeza.
—Me enamoré de alguien que no eras tú, alguien que llegó a mi vida de un momento a otro. Una persona a quien no debía amar. —Al fin la verdad se abría paso como un río enfurecido que corría por mis venas y aunque mi corazón se estrujaba dentro, con cada palabra comencé a sentir algo de alivio—. Y para no consumar ese amor, para no tocar a esa persona yo… yo tuve que usar a esas mujeres.
Anya me miraba con la boca abierta y los ojos adoloridos. Tal vez estaba adivinando quien era esa persona prohibida.
—¿Esa mujer con la que te viste en Londres? —preguntó con temor y vi sus labios temblar.
Me sorprendí al saber que ella estaba al corriente sobre mi encuentro con Olenka, pero en ese momento no me animé a preguntar cómo se enteró ni quise aclarar los motivos por los que la vi en secreto.
—No, ella no. —Harto de tantas mentiras hablé las cosas tal como eran—. Estaba… estoy enamorado de una persona a la que se supone no debo amar.
Anya apretó las cejas y se quedó pensando unos segundos, parecía que su mente viajaba al pasado e imaginé que estaba repasando los nombres y rostros de las mujeres con las que había salido cuando ella trabajaba en Brasil. De pronto la vi llevarse la mano al pecho y mirarme con espanto.
—¿Yuri? —dijo su nombre en voz tan baja que hice un esfuerzo para escucharla y mirándome con el rostro contraído preguntó temerosa—. ¿Qué pasó en tu departamento cuando yo me fui a Brasil?
La miré en silencio y sentí que mi rostro se encendió por la vergüenza.
—¡Ah, Víctor! ¡¿Yuri?! ¡¿Lo… tocaste?! —Ella estaba tan espantada que no podía pronunciar bien las palabras—. ¿Lo forzaste? —Negué sin palabras y bajando la cabeza volví a sentir un gran nudo en la garganta. Dándose algo de valor mi esposa se atrevió a preguntar—: ¿Lo amas?
Apreté mi labio entre los dientes hasta sentir el sabor de la sangre y afirmé con la cabeza. No me atreví a levantar la mirada y me preparé para una reacción indignada o violenta. Tal vez más gritos, tal vez una bofetada. Al mismo tiempo me repetía «no le digas que Yuri no es tu hermano», porque el primero en conocer ese secreto debía ser mi niño.
Anya se apartó de inmediato, dio algunas vueltas por la sala, cerró las cortinas porque la tarde ya había muerto y afuera comenzaba a llover. Me pareció que no sabía qué hacer. Miró el cortinaje por unos segundos con las manos en la cintura y volteó a verme.
—Estás enfermo Víctor. Hubiera entendido que te enamoraras de otro hombre, pero no de tu propio hermano. —La forma en la que torcía la boca y su mirada de rechazo crecían con cada palabra que decía—. Nunca me amaste…
Dos gruesos lagrimones negros bajaron por las mejillas de Anya y yo me sentía incapaz de consolarla. Nunca supe qué hacer cuando alguien llora frente a mí y en ese instante no podía ni moverme porque era yo quien causaba el dolor a una mujer que me había amado sin reveses.
—Me enamoré de Yuri sin que pudiera evitarlo, él también me amó y lo dejé porque ese amor que sentía por él podía haberle hecho mucho daño —le dije esperando que entendiera un poco la situación—. Anya si te sirve de algo… durante todos estos años de matrimonio siempre te fui fiel. —Quise darle un pálido consuelo.
—¡Y qué me importa eso ahora! ¡¿Crees que tu justificación me va a ayudar a suavizar el hecho de sentirme usada?! —Cuando Anya secó esas dos únicas lágrimas vi en sus ojos nacer una tormenta de furia—. ¡¿Cuánto más ibas a fingir y ocultar tus verdaderos sentimientos?!
—Anya, no te he usado. Cuando nos encontramos aquella vez en el bar y cuando me hablaste de regresar te dije que tal vez no iba a resultar y aunque tú no me creas en todo este tiempo juntos de verdad sentí cariño por ti. —Intenté abrazarla para retener su furia; pero ella esquivó mis brazos.
—¡Cállate, Víctor que la estás jodiendo más! —Rechazó mi mano golpeando mi muñeca y se alejó al pasillo. Yo caminé detrás de ella llevado por la inercia—. ¡Me das asco, no me toques! ¡Eres un canalla y Yuri… ese mocoso también es otro desgraciado como tú! ¡Seguro que se rio de mí todo este tiempo! —Anya comenzó a hacer sonar con fuerza sus tacones sobre el piso enmaderado de nuestro hogar, se detuvo en la puerta de nuestra habitación y al voltear su cabello golpeó mi cara—. ¡¿Lo volviste a ver?! ¡¿Te revolcaste con él de nuevo en todo este tiempo?!
—No. Tú sabes bien que Yuri y yo ni siquiera volvimos a hablar por teléfono. Quise olvidarlo, pero no lo logré. —No hallé la manera de decirle a Anya que dejé a mi hermano por culpa de una estrategia astuta que fabricó mi propia madre. Todo ese asunto sería demasiado intrincado y en ese momento ella no mostraba ni el ánimo ni la paciencia para escucharme.
Entró al dormitorio y revolvió el closet, arranchó un abrigo de la percha y se lo puso de prisa. Anya estaba tan fuera de sí que pensé no sería conveniente dejarla salir, pero en cuanto me acercaba ella me empujaba y hasta estrelló un par de veces su delicado puño contra mi pecho. Yo la dejé hacerlo porque sentí que merecía todo eso.
Caminó hasta la sala y yo fui detrás de ella esperando que se calmara para poder hablar mejor y pedirle perdón. Por la ventana del comedor que aún estaba abierta miró hacia la calle, contempló la lluvia que arreciaba, calmó su agitación aspirando el aire como cuatro o cinco veces y cuando contuvo un poco toda esa rabia se volvió hacia mí.
—Quiero el divorcio. —Su voz era seca, sin vida, sin reproches como en el momento que entré a nuestro hogar—. No diré que cometiste un grave delito y tampoco hablaré sobre tu asquerosa conducta, pero a cambio voy a pedir algo justo por tu traición. No voy a luchar por tu amor; pero sí voy a pedir una buena compensación. —Señaló su bolso y sus ojos se convirtieron en espadas—. No voy a luchar por tu amor porque no lo mereces. Que tu abogado hable con el mío.
Yo afirmé en silencio y no quise mirarla más porque estaba asustado de ver la decepción, la condena, la derrota, el rencor y el desengaño convirtiéndose en un remolino dentro de sus ojos.
—¿Vas a buscar a tu hermano? —Sosteniendo la puerta masculló las palabras y yo afirmé—. Son tan cínicos los dos que se merecen el uno al otro, escondidos en vuestra ciénaga, revolcándose en vuestro chiquero. —Anya reprimió su llanto con una maligna sonrisa y me dijo una frase que me hizo estremecer—. Solo deseo que jamás sean felices.
Parecía que en verdad nos estaba echando una maldición. Me miró de pies a cabeza como si yo fuera su enemigo y me pareció que reprimió una arcada. Anya debió sentirse conmocionada ante la idea del amor que sentía por mi hermano.
—Quiero que te vayas y que te lleves tus cosas. —Sus dedos señalaron la calle y comprendí que esa era la primera medida que tomaría para empezar nuestra separación—. Y no vuelvas a llamarme o escribirme. Cuanto menos sepa de ti será mejor.
—Anya no es así como debemos decir adiós. —En el fondo no quería que me odiara tanto.
Anya bajó las gradas de nuestro edificio decidida a salir del departamento a pesar de la torrencial lluvia y mientras acomodaba su cartera sobre el hombro y abría un paraguas gritó desde la puerta de calle:
—¡Cuando mañana regrese no quiero encontrarte!
Salió en medio del aguacero y ya no hubo más palabras entre los dos. Dos horas después saqué mis cosas y me trasladé a un hotel. Estaba destrozado porque me sentía un hijo traicionado, estaba avergonzado porque pensaba que era el peor de los maridos, el peor de los hermanos, el peor de los hombres que hubiera caminado por este mundo y, al mismo tiempo, me sentía ligero. Las cadenas con las que restringí mi amor y mi libertad caían a mis pies. Esa noche me desconecté por completo, tomé varias copas, repasé varios noticieros sin entender nada y tuve una pesadilla tras otra.
Al día siguiente llegué a la oficina como a las ocho y media de la mañana y mi secretaria me recibió con un gesto de espanto.
—Señor Nikiforov —dijo haciendo tronar los nudillos de sus dedos sin darse cuenta—. No pude comunicarme con usted porque nadie contestaba en su casa, su celular se encuentra apagado y la señora Anya tampoco responde.
—¿Qué sucede Denise? —le pregunté algo asustado porque se mostraba temblorosa.
—Llamaron de la clínica L’Alma. —Cuando Denise mencionó el nombre de la institución sentí correr por mi espalda una corriente fría—. Han internado a la señora Angélica anoche, dicen que ha sufrido una severa descompensación.
Mi madre podía haber sido una arpía, podía haber manipulado mi vida, podía haberme engañado de una manera vil; pero era mi mamá. Angélica Vólkova era la mujer a la que más amaba en este mundo y no podía hacer otra cosa que salir corriendo en busca de sus brazos.
En el camino recordé nuestra discusión y pensé que tal vez si le hubiera dicho toda la verdad, ella habría entendido mi posición. Si ella hubiera sabido que Yuri no era mi hermano de sangre como yo lo había sabido días atrás, tal vez tendría un consuelo al cual aferrarse para no pensar que su hijo era un completo descarriado.
Apreté el acelerador y, con el corazón convertido en un apretado nudo, manejé rumbo a la Rue de l’Université con la esperanza de hablar en algún momento con mi mamá y decirle que no había cometido un pecado mortal y que podía amar a Yuri sin temores porque no era mi hermano de sangre.
Cuando llegué al hospital busqué al oncólogo que atendía a mi madre y tuve que esperar un buen rato para ser atendido. El doctor Moreau me informó que mi madre llegó con la presión tan alta y en un estado catatónico a sala de emergencias. Me dijo que la salvaron de milagro. Después de un par de días en los que hicieron de todo para estabilizarla pude ingresar a su habitación, ella estaba conectada a aparatos que sostenían su vida. Me acerqué a la cama donde dormía, la besé en la frente y en voz baja le conté todo lo que había descubierto en Londres y San Petersburgo, con la esperanza de que al escucharme pudiera aliviar su dolor y volviera a sonreír para mí.
Esperé muchos días a que abriera los ojos para conversar con más tranquilidad y para pedirle perdón por mi actitud, para decirle que si bien estaba deseoso de volver con Yuri esperaría con calma el momento adecuado para hacer las cosas bien.
Durante muchos días y muchas noches estuve pendiente de Angélica Volkova, pero mamá nunca despertó.

Nota de autor:
Tabú está en sus capítulos finales y nada está dicho hasta que el último capítulo. Quiero agradecer a todas las bellas personas que siguen la historia, quienes me dejaron sus votos y sus comentarios. Nos volvemos a encontrar la próxima semana.