Capítulo 12: Lucero del Alba
A Mila Bavicheva no le costó convertirse en una de las enfermeras más queridas del hospital psiquiátrico. Su personalidad era chispeante y extrovertida, trataba a los pacientes con afecto y alegraba a sus compañeros con su buen humor y simpatía. También demostró su profesionalismo desde el primer día y pronto sus compañeros de trabajo empezaron a ver en ella a una enfermera confiable y responsable.
El trabajo de Mila le permitía acceder a las fichas médicas completas de cada uno de los pacientes, aquellas en papel que se amontonaban en viejos archivadores de metal y cuyas hojas amarillentas parecían estar a punto de deshacerse, y también al respaldo computacional que desde hacía algunos años habían implementado para evitar extravíos y pérdida de información.
Después de tres meses, en los que sin duda ya era una más del equipo de trabajo, Mila comenzó con su verdadera misión dentro del hospital psiquiátrico: desaparecer toda evidencia de que alguna vez alguien llamado Seung-gil Lee estuvo allí. La ficha médica en papel fue ocultada en su cartera y la información que había en el computador fue copiada en su pendrive para posteriormente ser eliminada. Mila tuvo suerte de que las fotografías estuvieran prohibidas, para evitar que profesionales inescrupulosos hicieran burla de las actitudes de los pacientes psicóticos, en un mundo con redes sociales activas y gente subiendo fotografías y vídeos de todo, era absolutamente necesario tomar ese tipo de precauciones.
La documentación desapareció el mismo día en que Seung-gil no regresó de su habitual paseo por los fríos jardines del establecimiento, el mismo día que Mila dejó su automóvil abierto en el estacionamiento de los trabajadores del hospital, el mismo día en que Mila, antes de despedirse del guardia que abría y cerraba el portón de automóviles, se aseguró de que el bulto a los pies de los asientos traseros estuviese totalmente cubierto con las mantas negras que antes habían estado apiladas sobre estos. Ese día, Seung-gil Lee desapareció para siempre de ese lóbrego lugar y aunque su presencia quedó en la memoria de quienes lo conocieron, no tenían cómo probar que él estuvo allí.
Al día siguiente, Mila se mostró tan consternada como todos por el extraño acontecimiento.
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La tarde anterior, Mila había llevado a Seung a un hotel barato ubicado en una calle pequeña, cercana al centro de la ciudad pero poco transitada, la habitación estaba a nombre de Sara, quien lo esperaba junto a Minako. Después de las presentaciones, Sara y Mila se retiraron, ellas eran personas confiables y Minako pondría las manos al fuego por ambas, pero Víctor era desconfiado y no quería que ellas supieran que estaba involucrado en la liberación de Seung. Por su parte, las muchachas sabían que Minako trabaja con otra persona, pero ambas comprendían que cualquiera que fuera tras la iglesia debía resguardar muy bien su espalda: la santa iglesia, que se llenaba la boca con mensajes de paz, amor y perdón, se había vuelto corrupta, su único Dios era el dinero y solo servían al poder que vestir sotanas les confería.
La iglesia ni siquiera podía ser llamada puta, porque las putas venden su cuerpo, algo que les pertenece. La iglesia, en cambio, negocia las almas de sus feligreses y refugia pervertidos que corrompen los cuerpos y espíritus de niños inocentes.
Poco tiempo después de que Minako y Seung se quedaran a solas, Víctor y Yuuri llegaron vistiendo largos abrigos, bufandas y gorros. Seung se sorprendió de que al quitarse todo ese exceso de ropa, un sacerdote apareciera frente a sus ojos.
—Soy Víctor Nikiforov —se presentó ante la mirada apreciativa e inquisitiva de Seung—, actual arzobispo de…
—¡Arzobispo! —exclamó Seung—, ¿qué clase de broma de mal gusto o trampa es esta?
—Ninguna —aseguró Víctor—, escucha lo que tengo que decir y juzga la situación por ti mismo.
Sin dejar de mostrar una actitud desconfiada, Seung le permitió a Víctor narrar la situación en la que él y Yuuri se encontraban.
—Si me revelaba en ese momento —dijo Víctor al finalizar su relato—, probablemente te habría conocido en el hospital psiquiátrico en el que te encerraron, es por eso que tomé otra opción…
—Poder.
—Sí. Poder.
—¿Te das cuenta de que estás sumergido en el mismo fango que ellos? —preguntó Seung alzando una ceja—. En el momento en que se descubra toda la verdad, tú mismo te estarás condenando como cómplice y encubridor.
—Que así sea —sonrió.
Después de hablar un poco más y responder las preguntas de Seung, revisaron la información que Mila logró robar. El médico psiquiatra que interno y mantuvo a Seung dentro de las paredes del hospital psiquiátrico se llamaba Juan Pablo Baeza. Sin lugar a dudas, un hombre al que Víctor debía conocer.
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Dos días después de la liberación de Seung, Víctor estaba sentado en su despacho, frente a él se encontraba un hombre que no podía dejar de temblar y sudar debido a la ansiedad que esa reunión le causaba.
—Lo he mandado a llamar, doctor Baeza, porque me he enterado que el pajarito enjaulado escapó.
—Yo… no sé qué decir. No me explico que ha sucedido.
—Era tu responsabilidad mantenerlo vigilado y encerrado, el cardenal Bellamy estará muy disgustado por perder el dinero que te ha estado dando durante este tiempo. Sabes que su Eminencia Reverendísima no es un hombre compasivo con quienes ponen en riesgo su imagen y la de nuestra santa iglesia.
Los ojos de Víctor eran fríos y su mirada decía peligro. Pese a su actitud serena y esa sonrisa ladina en sus finos labios, lucía aterrador.
—Le juro que no ha sido negligencia de mi parte, él debe tener un cómplice y yo me encargaré de averiguar quién es —juró con desesperación, su tono de voz suplicante y tembloroso le indicó a Víctor que era el momento preciso para jugar la carta que escondía bajo su manga.
—No es necesario que hagas eso, yo tengo mis propios métodos y ya he averiguado todo lo que necesito para deshacerme de esa pequeña molestia. Ahora debo decidir que hacer contigo. No me gustan los inútiles.
—Haré cualquier cosa, pero por favor, deme otra oportunidad, su excelencia.
—Bien, bien… creo que puedo omitir esta información en mi próxima conversación con el cardenal —dijo pensativo, su dedo índice se movía sobre sus labios delgados—. Pero a cambio tienes que hacer algo por mí; yo resolveré tu problema si tú resuelves el mío.
—Haré lo que sea.
—Hay una persona que siempre ha sido molesta, muy molesta, para mí. Y lamentablemente no he podido deshacerme de ella.
—¿Quiere que la mate? —se horrorizó.
—No, claro que no. Hace mucho tiempo que dejé de desear su muerte.
—¿Entonces?
—Lo quiero viviendo en un infierno. Y creo que tú me puedes conceder ese deseo.
—¿Yo? No entiendo —dijo inseguro.
—Sé muy bien que los medicamentos mal administrados pueden resultar peor que una enfermedad. Un psiquiatra como tú lo debe saber también. —Sonrió ampliamente—. Lo quiero con pesadillas, padeciendo alucinaciones. Un florido cuadro psicótico que lo hunda en su miseria. Es simple. El trabajo que hiciste con Lee, pero mejorado: Quiero esos síntomas en él, luego lo diagnosticas, lo encierras y lo mantienes en el infierno hasta el día de su muerte. A cambio seguirás recibiendo el dinero que Bellamy deposita en tu cuenta bancaria y de Seung-gil Lee me encargo yo.
No fue difícil convencerlo, la avaricia y el temor fueron los aliados de Víctor.
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Víctor trabajaba en su oficina, era tarde pero estaba animado, pese a las circunstancias había cosas que disfrutaba hacer, sobre todo aquellas relacionadas con iniciativas enfocadas en mejorar la calidad de vida de niños y adolescentes. Ellos siempre serían su prioridad a la hora de destinar recursos. Jean, su antiguo compañero en el seminario y un sacerdote en el que confiaba, cedió espacio de la parroquia en la que era párroco para que se construyera una pequeña sala cuna y jardín infantil para las familias del sector. El proyecto era de la junta vecinal y pretendía ser autogestionado, sin embargo, era un sector pobre y sus recursos eran escasos, por lo que el joven sacerdote e Isabella Yang, una de las cuidadoras de los niños, habían ido hasta el arzobispado para solicitar apoyo monetario.
Víctor sonrió al recordar la sonrisa del sacerdote al irse con la promesa de ser apoyado. Esas cosas lo alegraban pese al cansancio y la carga emocional que arrastraba. Suspiró. El teléfono sonó, Víctor contestó.
—¿Has tenido mucho trabajo, cariño? —se escuchó la voz del cardenal Bellamy desde el otro lado de la línea.
—Así es, acallar ciertos rumores es bastante difícil. El canciller del arzobispado me ha informado de algunas denuncias que se hicieron en el sur del país y que el inútil del obispo no ha sabido manejar de manera apropiada. Tendré que viajar personalmente a la región para evitar que la información llegue a la opinión pública.
—Lo harás bien —respondió Bellamy con una voz dulzona que a Víctor le pareció repugnante—. Incluso has logrado manejar a esa molesta periodista que tantos dolores de cabeza me dio en su momento.
—Usted allanó el camino para eso su eminencia, arrebatándole su trabajo y credibilidad, yo simplemente toqué las piezas justas para terminar de quitarle las ganas de meterse con la iglesia.
—Tú siempre sabes qué hacer, Víctor. Eres como un cristal de hielo, hermoso y frío, o como un afilado cuchillo de plata, reluciente y mortal. Con tu belleza e inteligencia puedes hacer que cualquiera coma de tu mano, con tu sensualidad haces que cualquiera que te pruebe ya no se conforme con otra piel. Incluso yo estoy hechizado por ti.
—Me halaga demasiado, eminencia.
—Yo diría que muy poco, mi lucero del alba.
—Cariño —dijo Víctor cambiando su tono de voz a uno más íntimo y con un toque travieso—. Lombardi ya me tiene cansado, quiero deshacerme de él y he encontrado la manera.
—Haz lo que desees con esa basura.
—Lo haré pasar por un infierno y brindaré en tu nombre cuando lo vea suplicar por su muerte.
—¡Oh! Cómo extraño cuando luces intimidante, solo imaginarte me excita. —Un suspiro cansado se escapó de los labios de Bellamy—. En realidad, siempre te extraño, ni siquiera la hermosa ciudad de Roma es agradable sin tu presencia.
—Sabes que yo quisiera estar en Roma, junto a ti.
—Quisieras estar aquí porque deseas el poder de un cardenal mi lucero ambicioso. No es por mí, nunca ha sido por mí, pero no me importa, mientras cumplas mis deseos yo cumpliré los tuyos.
—No es un mal negocio, ¿verdad? Has tenido de mí lo que has querido.
—Casi… —respondió con un tono de voz que parecía esconder un anhelo—. Bueno, debo colgar. Haré todo lo posible por tenerte pronto a mi lado.
—Hasta pronto, cardenal.
Y en el momento en que Víctor colgaba el teléfono, Lombardi entró a la oficina.
—Me mandó llamar, monseñor —preguntó luego de cerrar la puerta.
—Toma asiento, por favor —respondió indicando la silla al otro lado de su escritorio—. Tengo algunas cosas que conversar contigo.
Lombardi tomó asiento y Víctor se puso de pie, se acercó a un mueble cerrado junto a la ventana, lo abrió y de allí sacó una botella de vino y dos copas.
—Tenemos un problema en el sur del país, acusaciones de abuso sexual y violación contra un par de adolescentes que participaban como monaguillos —dijo Víctor entregando una copa recién servida a Lombardi—. Sabes que odio esas conductas, pero ahora soy el arzobispo de la santa iglesia católica y no puedo permitir que las acusaciones se hagan públicas, en un par de semanas viajaré y me encargaré personalmente del problema. —Víctor movió suavemente la copa en sus manos, aspiró su aroma y luego mojó sus labios—. Delicioso.
—¿El poder lo ha corrompido, excelencia?
—Tú me corrompiste, Lombardi, lo que ves frente a ti es creación tuya, ¿te enorgulleces de eso?
Lombardi bebió de su copa sin dejar de verlo a los ojos. Una sonrisa se dibujó en sus labios después de tragar el líquido carmesí.
—No puedo negarlo. Aunque me hayas confinado en este lugar, en esa estúpida biblioteca… aunque ahora sea Bellamy quien disfrute lo que sembré, fui yo quien te tuvo primero, yo destruí la pureza casi angelical del adolescente que alguna vez fuiste, es a mí a quien regalaste tus lágrimas.
—Es un obsequio que te costará bastante caro, Lombardi.
El viejo sacerdote no supo cuánto tiempo pasó desde que escuchó esas palabras hasta que comenzó a sentirse mareado, su vista comenzó a nublarse y sentía que su voz comenzaba a sonar extraña. Sin poder evitarlo cayó dormido.
Víctor sonrió y dejó su copa llena sobre el escritorio, abrió uno de los cajones y sacó una jeringa que contenía un líquido transparente, se acercó al dormido sacerdote mirándolo con repugnancia.
—Espero que tengas dulces sueños, Lombardi —murmuró para luego inyectar sin cavilación el contenido de la jeringa directamente en su cuello.