Capítulo 9: Mi corazón entre tus manos
Víctor se encontraba sentado en su escritorio, respondía algunas cartas que había recibido de los párrocos de las iglesias que pertenecían a su arquidiócesis. Estaba concentrado en ello cuando tocaron a la puerta.
—Adelante —dijo levantando sus fríos ojos azules y enfocando su mirada en aquella puerta de madera oscura que se alzaba frente a él. Cuando la puerta se abrió, monseñor Nikiforov no pudo esconder un gesto de confusión.
—Veo que te he sorprendido —dijo el cardenal Bellamy entrando y cerrando la puerta tras él.
—Lo imaginaba en Roma, excelencia —respondió Víctor. Sonrió y se puso de pie, rodeó su escritorio para acercarse al hombre vestido de negro y rojo, quien también se acercaba a su encuentro. Al estar a escasos centímetros el cardenal puso sus manos sobre los brazos de Víctor.
—Te he extrañado tanto —le dijo, llevó su mano izquierda sobre la mejilla del obispo y acarició su suave piel. Víctor cerró los ojos y recargó su cabeza sobre la mano del cardenal, el flequillo de su cabello cayó ocultando su rostro. Bellamy se acercó aún más y comenzó a repartir besos sobre la cara del sacerdote; su nariz, su frente, su mejilla… finalmente sus labios.
Víctor entrelazó sus brazos tras el cuello del cardenal mientras abría su boca y se dejaba invadir por la ávida lengua del hombre mayor. Los párpados de Víctor se cerraban con fuerza mientras intentaba poner su mente en blanco, no quería pensar en nada, mucho menos manchar bellos recuerdos con inmundicia. El beso aún no terminaba cuando la puerta del despacho se abrió.
—Víc… —la melodiosa voz se apagó de pronto y la sonrisa desapareció. Yuuri quedó plantado mirando la escena sin ser capaz de reaccionar.
Víctor y Bellamy se separaron de inmediato. El obispo tuvo que controlarse para no correr a los brazos de su amado.
—¿Acaso no sabes que debes tocar antes de entrar? —reprendió Bellamy mirando con displicencia al recién llegado.
—Lo siento —dijo Yuuri bajando la mirada y apretando los documentos que llevaba entre sus manos—, yo… traigo el informe contable del mes de abril…
—¿Acaso no ves que me encuentro ocupado? —preguntó Víctor usando un tono de voz frío que transmitía molestia. Yuuri alzó la mirada y se encontró con la fría mirada del sacerdote.
—Lo siento, monseñor. Volveré más tarde —dijo saliendo con premura y cerrando la puerta tras él.
—¿Quién es ese impertinente?
—No es nadie —respondió Víctor—, ahora olvídese de él porque yo estoy aquí —sonrió y volvió a abrazar al cardenal para iniciar un segundo y profundo beso.
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Yuuri apretaba su mandíbula con fuerza mientras caminaba por los pasillos del arzobispado. La tensión en su cuerpo lo hacía temblar, la ira recorría sus venas y sus ojos ardían negándose a llorar. Antes de entrar a la oficina de contabilidad se detuvo unos minutos, respiró hondo para tratar de calmarse, cuando pensó que lo había conseguido entró.
—Has vuelto rápido —dijo Guang, su compañero de trabajo.
—Monseñor está ocupado, no pudo atenderme —respondió con tranquilidad.
—¿Ocupado? ¡Pero si él mismo había dicho que fueras a esta hora! —reclamó el muchacho—, y tanto que trabajamos para tener el informe listo.
—El cardenal Bellamy está aquí, seguramente monseñor no sabía que vendría —respondió recordando lo que vio. La falsa calma desapareció y un temblor se apoderó de su cuerpo, sintió náuseas al imaginar lo que sucedía en aquella oficina, se sintió mareado y la acidez fluyó desde su estómago quemando su garganta.
—¿Te sientes bien? —preguntó Guang— luces pálido.
—La verdad es que me siento algo enfermo —respondió—, ¿crees que pueda irme a casa?
—Claro que sí, después de todo hemos terminado el trabajo y tu salud es lo más importante.
—Si monseñor pregunta por mí…
—No te preocupes, yo me encargaré de todo, solo vete y descansa.
—Gracias, Guang.
Sin más dilación, Yuuri recogió sus cosas y se marchó.
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Las horas pasaron despacio para Víctor, quien no pudo volver a su residencia hasta altas horas de la noche. Cuando entró se encontró con Yuuri sentado en el sillón, leía un libro y no alzó la vista al sentirlo llegar.
—Pensé que esta noche no vendrías, Bellamy no parecía desear alejarse de ti por hoy —dijo dejando el libro sobre el sofá, luego se puso de pie sin mirarlo aún—. Me iré a dormir —Yuuri pasó junto a Víctor, quien reaccionó al verlo pasar a su lado; se giró y alcanzó su mano, aferrándose a ella con fuerza.
—Perdóname, Yuuri —dijo despacio, su tono era una súplica triste—. Mi vida te pertenece, mi corazón es tuyo y lo sabes.
Yuuri miró a Víctor, sus miradas se encontraron. Víctor pudo ver la ira que contenían esos hermosos ojos marrones y se odió por permitir que ese sentimiento habitara en una persona que debió ser pura.
—Yuuri…
—Tú eres mío —sentenció sujetando con fuerza los brazos de Víctor.
—Lo soy —concordó el sacerdote.
Víctor no opuso resistencia cuando Yuuri casi azota su cuerpo contra una pared, aceptó los besos demandantes y rudos que su amante le imponía con rabia, de manera tan intensa que parecía desear arrebatar su alma mientras mordía sus labios y dominaba su boca.
—Eres mío —repetía Yuuri con desesperación mientras quitaba la camisa negra que el obispo usaba en situaciones informales; los botones saltaron por la urgencia y la brusquedad que Yuuri empleaba al desvestirlo.
La piel de Víctor tenía algunas marcas recientes, marcas que Yuuri mordió y se empeñó en marcar todavía más. El sacerdote cerró los ojos, emitía dulces gemidos, dolorosos jadeos mientras su respiración se tornaba errática y su cuerpo comenzaba a subir de temperatura.
—Mío —no se cansaba de repetir mientras bajaba el pantalón oscuro y la ropa interior del obispo que manso se entregaba a sus palabras y acciones—. Mío —dijo volteando el cuerpo de Víctor y pegándose a su espalda—. Eres mío, Víctor.
Yuuri desabrochó su propio pantalón, liberó su excitación, acercó su pene a las nalgas blancas de su amante, restregó su erección en medio de ellas y abrió con sus manos aquella suave piel para luego penetrar en ella con fuerza.
Víctor no pudo contener un grito vibrante, sus manos se aferraban a la pared mientras recibía los duros embistes de Yuuri, su cuerpo temblaba cuando las manos de su amante apretaban sus caderas y sus dedos se enterraban en su piel. Víctor suspiraba mientras sus ojos se nublaban, la excitación y el deseo recorrían su carne mientras Yuuri lo hacía sentir suyo, tan suyo, únicamente suyo.
—Soy tuyo —pronunció Víctor con dificultad, su voz sonaba grave y entrecortada—, yo te amo.
Las manos de Yuuri se movieron ágiles para atrapar el endurecido miembro de Víctor, comenzó a masturbarlo con fuerza mientras seguía moviendo sus caderas con ímpetu. Víctor temblaba mientras su rostro sudoroso se pegaba a la pared, el placer se derramaba por sus ojos y desembocaba entre sus labios. Transitaba por sus venas, se agitaba en sus músculos, palpitaba en su piel.
Los testículos de Víctor se congestionaron, la corona de su pene se endureció aún más, el líquido preseminal se volvió profuso. La sensación de pesadez lo invadió segundos antes de que la conciencia le fuera arrebatada por las contracciones que dispararon su eyaculación. El interior de Víctor se contrajo, apretando a Yuuri, quien no detuvo sus penetraciones hasta que no pudo resistir más; se derramó dentro del cuerpo de su amante y dejó descansar su frente sobre la espalda desnuda y húmeda del sacerdote.
Víctor logró regularizar su respiración, pero no se movió, el pene ya flácido de Yuuri había abandonado naturalmente su interior, pero Yuuri tampoco se movía. Poco tiempo después Víctor pudo sentir las lágrimas de Yuuri sobre su piel, su corazón se estrujó y poco a poco se giró para quedar frente a él. Abrazó a Yuuri con fuerza y besó su cabello alborotado.
—Perdóname, Víctor —pidió Yuuri, se sintió culpable por su rudeza. Cuando Víctor le hacía el amor siempre era tan dulce.
—Me gusta que Yuuri me reclame —contestó Víctor con una suave risa. Yuuri lo abrazó con fuerza.
—Eres mío —dijo Yuuri enterrando su rostro en el pecho del sacerdote.
—Lo soy —respondió Víctor, tomó en sus manos las mejillas de Yuuri, levantó su rostro y miró sus ojos con un infinito amor bailando en sus ópalos azules—. Bellamy es la llave que tengo para llegar a Roma, pero él también recibirá su castigo.
—No soporto saber que ese hombre aún puede tocarte…
—Perdóname, por favor.
—No tengo nada que perdonarte, yo no estoy enfadado contigo —dijo Yuuri acariciando el rostro de Víctor, enredando sus dedos en las hebras de plata—. Lo que me causa ira es saber que todavía pasas por eso, yo sé que te duele y te rompe tener que hacer esas cosas —el rostro de Yuuri estaba deformado por el llanto y los sollozos—. ¡Por eso quiero borrar sus rastros de tu piel! ¡Por eso quiero ser yo quien marque tu cuerpo, quiero ser yo quien te tome!
—Yuuri, tú has marcado mi alma. Tú eres la única persona que ha tomado mi corazón entre sus manos, tú eres quien cura mis heridas.
Ambos se miraron con infinita devoción, poco a poco acercaron sus labios y se fundieron en un beso suave, tierno, cariñoso. Un beso a través del cual fluían sus sentimientos más profundos y bellos.
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Mila peinó su precioso cabello rojo en un tomate alto, dejando su rostro completamente despejado. Se pintó los labios con un suave tono y se miró al espejo satisfecha. Era su primer día de trabajo como enfermera del sector seis del hospital psiquiátrico.
—Te ves hermosa —dijo Sara abrazándola por la espalda y juntando sus mejillas.
—Soy hermosa —respondió guiñándole un ojo mientras sonreía con gracia.
—Lo eres —dijo Sara besando su mejilla.
Ambas miraron el reflejo que el espejo les devolvía, sus miradas determinadas juraban que todo saldría de acuerdo al plan.