Capítulo 8: Fragmentos (pasado)
La sonrisa cálida de Víctor poco a poco fue desapareciendo de su rostro. La inocencia que solía brillar en sus ojos se apagó, su encanto se volvió frívolo, sus palabras perdieron la espontaneidad y sus acciones se volvieron calculadas.
El cambio en el seminarista no pasó desapercibido para sus compañeros, especialmente para Chris, quién le había hecho saber lo preocupado que estaba por él. Pero Víctor construyó una barrera que nadie era capaz de traspasar, nadie, excepto el pequeño de ojos marrones que siempre lo miraba con expresión de culpabilidad.
Todas las cosas buenas que Víctor aún conservaba salían a flote con ese niño, un niño al que deseaba proteger con todo su corazón.
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Lombardi se encontraba en su despacho en compañía de monseñor Bellamy. Estaban a principios de Diciembre y discutían el presupuesto del próximo año. Bellamy debía decidir cuánto dinero destinaría al seminario y al orfanato.
—Lo que me pides es demasiado —dijo Bellamy dejando la taza de café que bebía sobre el escritorio color caoba—, son muchas las instituciones e iniciativas que dependen del arzobispado, a veces pareces olvidarlo.
—Monseñor —respondió Lombardi—, sé perfectamente que debe distribuir el dinero en múltiples causas, pero también sé que una parte importante va a su cuenta personal.
—Cuidado con lo que dices, Lombardi, recuerda que es gracias a mí que sigues en este lugar —dijo amenazante—. Si no hubiera intervenido cuando aquel seminarista te denuncio en estos momentos estarías tras las rejas.
—No me malentienda, no pretendo extorsionarlo, después de todo son muchos los secretos que compartimos.
—Y no sería yo el más perjudicado si aquellos secretos se rebelaran.
—Lo que quiero decir, monseñor, es que conozco muy bien sus gustos. Y tal vez podríamos llegar a un acuerdo beneficioso —propuso Lombardi.
—¿Qué es lo que me propones? —preguntó interesado.
—Lo verá con sus propios ojos.
Lombardi se puso de pie y abrió la puerta, detrás de ella esperaba el joven seminarista de largo cabello color plata. Víctor entró y fijó su mirada azulina en los ojos grises del obispo que lo miraba con una sonrisa ladina.
—¿No le parece hermoso, monseñor?
—Pocas veces vi tan maravillosa belleza —respondió.
Víctor sonrió, era una sonrisa falsa, fría, que escondía el asco que realmente sentía, sin embargo, la misma frialdad de su expresión resultaba atrayente y seductora para Bellamy.
—¿Qué me dice, monseñor? —Lombardi se ubicó tras Víctor, tocando sus hombros—. Si usted acepta el presupuesto que le he sugerido, este hermoso muchacho estará a su disposición cuando lo desee y para lo que desee.
—Acepto —respondió Bellamy, quien no había podido despegar sus ojos de Víctor.
Y Víctor amplió su sonrisa, porque en ese momento supo que la belleza que lo condenaba, también podía ser usada para condenar a los demás.
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Víctor y Bellamy comenzaron a encontrarse de manera habitual, la mayoría de las veces dentro del seminario, pero cuando el obispo contaba con tiempo libre salían fuera de la ciudad. Monseñor llevaba a Víctor a una casa en la playa que era de su propiedad, solía usarla para llevar muchachos ya que era un lugar apartado y solitario, donde no se arriesgaba a que otras personas descubrieran que gustaba de pagar por la compañía de hombres jóvenes y hermosos.
Bellamy se sentía completamente hechizado por Víctor, quien no dudaba en utilizar aquellos sentimientos manipulandolos a su antojo, le hacía creer al obispo que realmente podía hacer lo que quisiera con él, pero despacio y de manera calculada logró que la atracción que el sacerdote sentía por él fuera mutando a sentimientos más profundos: una querencia obsesiva y dependiente.
El Víctor de 21 años, aquel que pronto se convertiría en sacerdote, tenía la seguridad de que el arzobispo bailaba en sus manos, al ritmo que él quisiera tocar. Y la canción que comenzaba a interpretar era una de venganza.
Aquella noche cálida de febrero, Víctor se encontraba desnudo en la cama de la pequeña casa en la playa, fumando un cigarrillo que el obispo le había dado, monseñor siempre fumaba después del sexo. Bellamy estaba relajado mientras su propio cigarro se consumía lentamente con cada calada que le daba.
—Tengo algo interesante para tí —dijo Víctor cuando su cigarrillo se había consumido.
—¿Algo para mí? —preguntó Bellamy acercándose a él. Víctor sonrió levantándose de la cama.
—No creo que te guste, cariño —dijo Nikiforov caminando hacia el bolso que había dejado a un extremo de la habitación. Revolvió un poco las cosas que había dentro hasta encontrar una pequeña memoria que luego entregó a Bellamy.
—¿Qué hay aquí? —preguntó el obispo.
—Grabaciones de nuestros encuentros sexuales en el seminario, Lombardi los grabó para tener con qué extorsionarte en el futuro. —Víctor vio como la cara de Bellamy se desfiguraba de rabia—. Tranquilízate —le dijo sonriendo—, me he encargado de borrar todo, esa memoria es solo un regalo y también una advertencia, debes cuidarte de Lombardi.
—Hundiría a ese malnacido si no fuera porque…
—Porque comparten secretos, ¿no es así?
—No tiene cómo demostrar nada, pero puede ser peligroso si habla y alguien decide investigar.
—Entonces yo seré quien lo destruya —dijo Víctor acercándose al obispo con su fría sonrisa—, tú sólo debes ayudarme a escalar rápidamente en la jerarquía eclesiástica —Víctor se sentó a horcajadas sobre el sacerdote—. Quiero destruirlo con mis propias manos y si me ayudas prometo siempre estar a tu disposición.
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Yuuri solía saltar la reja que separaba el orfanato del seminario, siempre con la esperanza de encontrarse con Víctor, quien por las noches solía recorrer el jardín que lo llevaba a la capilla cada vez que no podía dormir; cada vez que se sentía sucio, cada vez que tenía sexo con algún sacerdote, cada vez que quería convencerse de que la imagen en el crucifijo era sólo la representación de una ilusión. Yuuri entraba a la capilla y se sentaba junto al seminarista. La mayoría de las veces sólo compartían el silencio.
Aquella rutina había comenzado la noche en que Víctor decidió ocupar el lugar de Yuuri, al principio, el niño de 13 años no se atrevía a mirar los ojos de Víctor, se sentía culpable de todo aquello que el joven estaba experimentando. Yuuri simplemente se sentaba a su lado sin decir nada, a veces simplemente un “lo siento”.
—Tú no eres culpable de nada —le repetía Víctor tomando sus manos y sonriendo, sonriendo como si de verdad su alma no estuviera destrozada.
Mientras aquellos encuentros continuaban, el tiempo avanzaba con prisa y Yuuri poco a poco dejaba de ser un niño mientras sus sentimientos por Víctor crecían y se transformaban. El adolescente de 16 años no sabía qué hacer con esos sentimientos, estaba seguro de que si no los confesaba terminarían por ahogarlo, pero a la vez pensaba que ellos nunca lograrían alcanzar al objeto de su adoración, Víctor lo seguía viendo como a un niño. Un niño al que debía proteger.
Marzo recién empezaba, y Yuuri, después de escapar del cuidado sobreprotector de Yurio, volvió a saltar la reja del orfanato para caminar rápidamente hacia la capilla. Al entrar divisó al joven seminarista sentado en una de las bancas centrales, caminó despacio y se sentó junto a él.
—Yuuri, deberías estar durmiendo —dijo Víctor en tono reprobatorio—, mañana tienes clases temprano.
—Tú también deberías dormir más. Te enfermarás si sigues pasando las noches en vela en este lugar.
Víctor suspiró, ambos guardaron silencio mientras se acompañaban.
—No te aferres a su imagen —dijo Yuuri de pronto—. Mientras no lo dejes ir seguirás preguntándote la razón por la cual no te ha salvado, pero la verdad es que solo podemos ser salvados por nosotros mismos o por personas buenas y maravillosas como tú.
—Tal vez en el pasado fui una buena persona, pero ya no lo soy —contestó Víctor—, mi alma está tan sucia como mi cuerpo.
—No es cierto —replicó Yuuri tomando las manos del seminarista—, tu alma es brillante y ese brillo es mi luz.
—Yuuri…
—Víctor, yo… yo estoy enamorado de ti —soltó, esperando que sus sentimientos lo alcanzaran y lograra verse a través de sus ojos, como el joven amable de mirada transparente que se acercó a él preocupado al verlo llorar, como el salvador que se arrojó al infierno para arrebatarselo a la oscuridad.
Los ojos azules de Víctor se convirtieron en lagunas que se desbordaron, anegando sus mejillas.
—No me ames —contestó—, no soy una persona que merezca los sentimientos en un muchacho tan puro como tú.
—Si la pureza de una persona se mide por la castidad de su cuerpo, yo hace mucho que dejé de ser un muchacho puro.
—Nada de lo que te sucedió en el pasado es tu responsabilidad, eras un niño, aún lo sigues siendo, Yuuri. Tu corazón es amable a pesar de todo, tu pureza no pudo ser arrebatada… la mía sí —la expresión de Víctor se endureció.
—¡Te equivocas! —gritó Yuuri—. Yo tampoco soy el niño inocente que fui, yo también los odio, también quiero destruirlos, también siento como la rabia a veces amenaza con matar todo lo bueno que hay en mí —Yuuri se aferró a la camisa de Víctor y apoyó su frente en el pecho del mayor—. Si aún conservo algo bueno en mi corazón es gracias a ti, es tu presencia la que me trae luz, es gracias a ti que no he muerto de dolor ni me he dejado consumir por el odio.
Víctor abrazó a Yuuri, ambos lloraron mientras el calor de su abrazo los reconfortaba. Cuando las lágrimas cesaron se quedaron en silencio y quietud por largos momentos, hasta que Yuuri levantó su rostro y buscó los labios de Víctor acariciandolos con los suyos en un contacto tímido y dulce que hizo latir con fuerza el corazón del seminarista.
Por un momento, Víctor quiso estrechar el cuerpo de Yuuri y profundizar aquel suave beso, pero ese deseo lo asustó, se separó del adolescente y se puso de pie aterrado.
—No, esto no está bien —dijo Víctor temblando—. Yuuri eres un niño y yo no puedo, no quiero convertirme en un monstruo como ellos…
—¡No soy un niño! Tal vez aún no soy completamente adulto, pero mírame, he crecido —replicó Yuuri acercándose al mayor.
—No es correcto, no es correcto sentirme de esta forma —repetía Víctor intentando alejarse de Yuuri, sin embargo, el menor no lo dejó escapar, lo abrazó con fuerza.
—Tú no eres como ellos, jamás serás un monstruo —dijo Yuuri despacio, pero con un toque de desesperación en la voz—. Confío en ti. Por favor, quédate a mi lado y permíteme cuidar también de ti.
La afligida súplica conmovió el corazón de Víctor.
—Te quiero y juro que nunca permitiré que te vuelvan a dañar —contestó Víctor abrazando también al muchacho y besando su frente con los ojos cerrados.
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La capilla dejó de ser el lugar de sus encuentros, en lugar de encerrarse en ese sitio vacío, Víctor y Yuuri caminaban entre medio de los árboles del enorme jardín que rodeaba el seminario. Se tomaban de las manos y compartían algunos tímidos besos, ninguno se atrevía a ir más allá de un sutil roce de labios.
Aquel cálido día de diciembre ambos se encontraron como de costumbre; Víctor fue hasta la reja divisoria y esperó por Yuuri para pasar tiempo con él antes de irse a dormir. Yuuri había cumplido recién los 17 años y con ellos comenzaba su último año en el orfanato, a los 18 debía comenzar su vida fuera de aquellas paredes.
Ambos se saludaron con un beso y luego de la mano caminaron bajo la luz de la luna hasta llegar a una banca rodeada por árboles espesos, Víctor se sentó y Yuuri comenzó a jugar con su cabello, trenzandolo con esmero. Víctor cerró los ojos y sintió como se relajaba mientras sentía los dedos de Yuuri peinando sus largas hebras plateadas.
El silencio de la noche era reconfortante y ellos no necesitaban de palabras para disfrutar la compañía mutua. Y ese mismo silencio en el que estaban inmersos les permitió escuchar un grito ahogado no tan lejos de donde se encontraban. El corazón de ambos comenzó a latir con fuerza y sin ponerse de acuerdo se acercaron sigilosos al lugar de donde aquel sonido provenía.
Bajo un frondoso algarrobo se desarrollaba una escena que hizo que la furia ciega se apoderara de la razón de Víctor. El seminarista se lanzó contra Blankenheim, ese viejo sacerdote que tanto aborrecía, lo quitó de encima de un niño moreno que no paraba de temblar y llorar, Yuuri abrazó a ese chico, compañero de orfanato de menor edad al que Yuuri conocía muy bien, su nombre era Phichit.
El moreno se aferró a la camisa de Yuuri sin dejar de temblar, Yuuri lo abrazó con más fuerza y se encargó de cubrir sus ojos para evitar que el menor viera la escena que se desarrollaba frente a él.
Víctor lucía trastornado; toda la ira que había acumulado por años, toda la ira que ocultaba bajo la fachada frívola y las acciones premeditadas al fin había explotado. Había explotado en el rojo de sus ojos, en la sordera de sus oídos que no escuchaban las palabras de Yuuri, en la fuerza de sus puños que golpeaban sin cesar aquel rostro surcado por la edad.
Golpe tras golpe, hasta que sus propios nudillos sangraron, hasta que sus músculos se cansaron, hasta que ese rostro odiado lució deformado, hasta que la furia comenzó a menguar y escuchó la voz de Yuuri pidiéndole que se detuviera, hasta que el cuerpo bajo el suyo ya no respiraba.
Víctor levantó su mirada al cielo, aspiró una bocanada de aire mientras finas lágrimas bañaban sus mejillas y la angustia volvía a romperlo.
—¿Qué más quieres de mí? ¿En qué me quieres convertir? —preguntó ya sin fuerzas, cuando solo el sollozo cansino salía de su cuerpo, se sintió absolutamente derrotado por algo que era superior a sí mismo.