Capitulo O: Pérdida
Abrí los ojos cuando la luz del sol que se colaba por la ventana pegó directo en mi rostro. Me cubrí con un brazo intentando volver al mundo de los sueños, un mundo que en esos momentos me parecía más dulce que la realidad que transitaba, una realidad a la que, sin embargo, ya era imposible volver a darle la espalda: me hice demasiado consciente de mi cuerpo cansado y de las sábanas aún húmedas enredadas en mi piel. Sentí entre mis piernas, pegándose a mis muslos, el viscoso rastro de fluidos corporales que no eran solamente míos. El asco retorció mis entrañas y el sabor de la repugnancia se atoró, ácido, en mi garganta.
Me puse de pie demasiado rápido, provocando un mareo que junto al dolor punzante en el ano, como agujas clavándose con violencia, me hizo trastabillar. Logré evitar ir directo al suelo y finalmente llegué hasta el inodoro, me senté en el frío piso de cerámica y vomité. Deseaba expulsar de mi cuerpo mucho más que la bebida que me obligué a tomar para hacer más llevadera la experiencia, pero cuando ya no había más que arcadas que contraían dolorosamente mi estómago vacío, volví a comprobar que era imposible. Que mi cuerpo estaba marcado con una huella imperecedera.
Me levanté lentamente y me metí a la ducha, el agua fría acarició mi cuerpo y pareció despertar mis músculos de un entumecimiento del que no era consciente. Levanté mi rostro y dejé que el agua corriera por mis mejillas, por mis labios, confundiéndose con las lágrimas que había comenzado a derramar sin darme cuenta. Debía calmarme, los próximos días serían importantes, los próximos días se decidiría si al fin podría escalar el primer gran peldaño en mi camino hacia la venganza, una venganza que comenzó a gestarse hace 17 años, cuando mi vida fue destrozada.
Y recuerdo, recuerdo al muchacho de 18 años que ingresó como seminarista lleno de alegría y fe, completamente seguro de que dedicaría su vida a entregar un mensaje repleto de esperanza, que se dedicaría a mostrar a cada persona lo maravilloso del amor de Dios. Ya no hay nada en mí que me recuerde a ese muchacho, ese niño que alguna vez fui.
Quedé huérfano a los 13 años de edad. Sin nadie más que velara por mí, creí que tendría que hacerme cargo de mi aún frágil existencia, pero Yakov Feltsman, el párroco del pueblo, me tendió su mano. Yakov era un cura cascarrabias que podía asustar a cualquiera tan solo con su aspecto serio y expresión malhumorada, sin embargo, era un hombre de buen corazón, me acogió sin dudarlo en la pequeña casa que tenía junto a la iglesia. Comencé a ayudarle con la limpieza, la comida y uno que otro mandado, o tareas sencillas dentro de la iglesia, a cambio recibí ropa, comida, alojamiento y un pequeño monto de dinero para mis pequeños caprichos.
Estoy seguro de que el padre Yakov comenzó a mirarme como el hijo que nunca tuvo, por eso también se dio a la tarea de educarme. Me inscribió en el colegio del pueblo, del que me había retirado al fallecer mis padres, para que me enseñaran las artes y ciencias de los hombres, mientras él me educaba en la fe del señor.
Mi adolescencia fue tranquila en la casa del viejo cura, de quien recibí más amor de lo que cualquiera pudiera suponer al ver el aspecto del párroco. Yo me alegraba sinceramente de poder llamar padre a Yakov, porque para mi esa palabra significaba mucho más de lo que podría significar para cualquiera que se dirigiera a un cura. Para mí, ese sacerdote realmente se convirtió en mi segundo padre.
Cuando cumplí los 18 años, ansiando seguir el ejemplo de mi padre y benefactor, decidí ser sacerdote. Yakov se alegró por mi decisión, aunque también me hizo saber que se entristecía al pensar que su hijo por adopción se marcharía lejos para poder ingresar como seminarista. Aún así, me animó a cumplir con lo que se había convertido en mi sueño: el viejo párroco volvió a quedarse solo en aquel pueblo sureño, mientras yo emprendí el viaje a la capital del país. Alegre y lleno de fe, deseando convertirme en un sacerdote de pueblo que fuera de ayuda para sus feligreses en tareas espirituales y terrenales, tal como el padre Yakov, mi padre.
Un día lunes 3 de marzo pisé por primera vez el suelo de la capital.
Un día lunes 3 de marzo pisé por primera vez el suelo del lugar que transformaría mi pacífica existencia en una existencia llena de miseria y dolor.
Y ahora, 17 años después, sigo metido en el fango, en el mismo fango que utilizaré para extinguir sus putrefactas existencias.