El hombre que hablaba a los trabajadores de la mansión sobre la revolución y las condiciones que caracterizarían a la nueva sociedad contaba con toda la atención de los trabajadores de la casa. Entre otras cosas les dijo que ellos eran la base de la revolución, los calificó como los soldados del pueblo y les pidió su incondicional apoyo para continuar en su lucha por acabar con la peor enfermedad de todas: la aristocracia.
—Tenemos que hacer desaparecer a la burguesía como clase, ellos matan de hambre al pueblo y nos imponen las condiciones más injustas de vida —afirmaba el hombre con parche en un ojo mientras apuntaba su huesudo dedo contra las fotografías de la familia que estaban ubicadas en las paredes del gran salón—. Quienes no apoyen la revolución serán declarados enemigos del pueblo, se les llevará a la horca o serán fusilados y se hará desaparecer a sus familias.
—¿No es demasiado aterrador usar esos métodos? —preguntó Yakov sintiendo cómo se le revolvía el estómago con la rabia que crecía en su interior.
—¿Estás cuestionando nuestros métodos? —El hombre lo miró fijamente y Yakov negó—. Vamos a decirte una de las condiciones básicas para conseguir vencer a los malditos especuladores. Solo lo lograremos si usamos el terror, solo cuando sus cráneos revienten por dentro y cuando sus huesos se calcinen en los hornos de las fundiciones, cuando los matemos en el acto podremos decir que hemos triunfado.
—Entiendo… deben acabar con la gente que tiene en sus manos los medios de trabajo y producción —afirmó Yakov contrayendo la mandíbula y mirando hacia la ventana para no delatar la indignación que le producía ver la cara de ese hombre.
—Así es camarada y todo lo que estos cerdos burgueses tenían ahora nos pertenece a todos. —Una de las mujeres, la de más edad en el grupo, apretó el hombro de Yakov y con una torcida sonrisa dio su aprobación.
De pronto sonaron varios disparos cerca del lago, las mujeres saltaron de sus asientos y los varones se miraron entre ellos. Yakov sintió que se le desgarraba el corazón porque como lo hiciera Pedro hacía dos mil años, había negado varias veces a su gran maestro Nikolai y a su amigo Miroslav.
Y escuchando callado las consignas de los soldados seguía traicionando sus principios y su amistad, aunque fuera por una causa superior, una que llevaba el apellido de la familia y tenía diez años recién cumplidos. Así lo habían acordado con Mirko durante las largas charlas que tuvieron desde que llegaron a la mansión.
Y, si tan bien estaba siguiendo el plan, si ese silencio y esa negación iba a salvar dos vidas inocentes, la vida de su esposa y su propia existencia, ¿por qué sentía morir por dentro?
Lilia sabía muy bien el significado de esos disparos y lo único que pudo hacer fue sostener con firmeza la mano de su esposo y pensar en una oración, una que permitiera encontrar paz a sus entrañables amigos. Aspiró el aroma viciado por la pólvora de los fusiles y mientras seguía escuchando los gritos lejanos de Ivanna y los disparos de los soldados, mientras el hombre seguía hablando sobre su lucha y su ideología del terror; Lilia comenzó a rezar varios padrenuestros, uno por cada amigo que estaba perdiendo.
Los minutos transcurrieron y los hombres pidieron identificaciones a cada uno de los trabajadores y revisaban en el libro contable los datos escritos de puño y letra de Miroslav. Todo avanzaba con lentitud en la sala cuando un potente disparo sonó algo más cerca de la mansión.
El hombrecillo de la cabeza calva salió a ver qué sucedía y después de unos minutos de gritar órdenes en el exterior volvió a ingresar como si nada hubiera sucedido. Como si no estuvieran asesinando personas y como si los gritos de terror de una joven mujer no significaran nada para él.
—¿Qué sucedió? —con gesto agrio preguntó la mujer que no apartaba la vista de los documentos.
—Tal vez los chicos decidieron jugar un poco antes de matar a esos cerdos —dijo el hombre acomodándose el abrigo—. Uno de los nuevos fue a ver qué ha pasado.
El corazón de Yakov se empequeñeció y dudó por un instante en sacar sus documentos, aquellos que su mejor amigo había hecho preparar para él y su esposa en caso de una eventualidad. Con lentitud los tomó del bolsillo externo de su sacón y recordó que dejó el documento de Víctor en el lugar secreto donde él lo estaría esperando.
—¿Maxim Petrov? —preguntó la mujer mirando el documento firmado por la oficina de identificación.
—Sí señora y este es de mi mujer. —A Yakov no le fue difícil mostrarse como un hombre sencillo, había trabajado muchos años en una escuela pública para hijos de obreros y conocía bien los sentires de los humildes y las formas cómo expresaban sus penas.
Revisaron con extraordinaria minuciosidad cada palabra y cada uno de los renglones del libro. Preguntaron su procedencia y el motivo de su presencia, les amenazaron con las armas para ver si alguno estaba mintiendo y revisaron sus pertenencias y sus cuerpos.
—Creo que todo está de acuerdo al informe que nos entregó el equipo de investigación —dijo el hombrecito calvo—. ¿Qué hacemos con ellos?
—Que eso lo diga el jefe de la misión —ordenó la mujer—. Pero antes vamos afuera para ver por qué tardan tanto los compañeros.
En ese instante, el vigía que fue enviado al lago regresó agitado, había hecho un viaje de ida y vuelta a la carrera y portaba consigo la novedad.
—¡Señor! —dijo el muchacho mientras saludaba rígido—. ¡Todos han muerto!
—¡Bien me alegro! —celebró el hombrecillo con un par de aplausos.
—¡Incluso los nuestros murieron, señor! —el muchacho hizo un esfuerzo para hablar sin que le venciera la agitación.
Los jefes se movilizaron de inmediato y dejaron a los trabajadores dentro del salón con los otros tres vigilantes que no dejaban sus fusiles y los miraban con desprecio.
En ese momento los gritos de Ivanna ya no se escucharon en el bosque y, en su lugar, un último disparo estremeció el alma de todos.
La mañana llegó pesada y gris. Los trabajadores de la casa se dedicaron a dar de comer a los soldados. Ellos preparaban el informe de su incursión y discutían los detalles mientras que Yakov y Lilia organizaban la atención. Yakov contaba los minutos para que esos desquiciados se fueran y Lilia trataba de cerrar los ojos para descansar un poco.
A lo lejos una columna de veinte hombres cabalgaba hacia la casa con cierta prisa y los soldados vigilantes hicieron notar a su jefe que alguien importante llegaba.
Quince minutos después los recién llegados se apearon de sus caballos y entraron a la casa. Saludaron a sus similares y un hombre alto, de rostro redondo, ojos pequeños y algo obeso escuchó el informe de la patrulla de aniquilación.
El hombre, a quien todos llamaban capitán, escuchó en silencio la versión que los soldados y sus jefes le daban sobre los sucesos. Permaneció rígido frente a los demás, sin ninguna expresión en el rostro y parecía que anotaba mentalmente los detalles hasta que, con la voz ronca, ordenó que todos fueran hacia el lago.
Los trabajadores siguieron a los soldados hasta llegar al pequeño puente sobre el arroyo congelado. Yakov sintió que el corazón le iba a estallar por el horror y Lilia no pudo resistir la imagen y se cubrió los ojos mientras perdía el paso. Yakov y Mila la tuvieron que sostener con fuerza.
Muy cerca del cauce yacía el cuerpo de un hombre que sostenía un fusil, tenía el cuerpo bañado en sangre y el cráneo abierto. A unos cien pasos del puente se hallaba tirado boca abajo sobre la nieve teñida de rojo el cuerpo de Miroslav, fue fácil reconocerlo por su abrigo azul y su cabello cano. Había luchado hasta el final. Y a tan solo dos metros del cuerpo de su amigo yacía inerte el cuerpecito de Makkachin.
Los Feltsman no imaginaron que ver esa escena los dejaría sin alma, pues solo observando las consecuencias del terror pudieron ser conscientes que sus amigos habían muerto de una manera brutal e indigna. Ningún hombre o mujer acusados de algún delito se merecía un trato tan severo.
El capitán ordenó a sus hombres que recogieran el cadáver de su compañero y lo llevaran al lago, estos acataron la orden de inmediato y subieron el cuerpo a un caballo. El líder también ordenó a sus hombres que ataran el cuerpo de Miroslav a la grupa de otro caballo y que lo llevaran a rastras.
—No levanten esa basura aristócrata —dijo escrutando las miradas de los trabajadores.
Mas, en un acto de valentía, el señor Nazarov se acercó al cadáver del caniche y lo recogió en brazos. Los soldados intentaron impedirlo, pero el jefe les dijo:
—Está bien que lo lleve. Los perros deben estar junto a los perros.
Escondiendo su llanto, su dolor y su misericordia para que sus sentimientos no se convirtieran en delatores y pudieran salvar sus vidas, los trabajadores siguieron a los soldados. Bien sabían que aquel que apoyara algún acto de compasión a favor de los nobles de Rusia correría la misma suerte que ellos.
Llegaron al lago y la escena era impresionante. Los cuerpos de los soldados muertos yacían sobre la nieve dispuestos en una fila ordenada. La mujer tenía una herida de bala en el cuello, uno de ellos tenía una herida en abdomen, el más joven murió por un corte en la yugular y el más alto de todos con el cráneo destrozado por la bala de un fusil.
Los cuerpos de Nikolai, Angélica e Ivanna estaban tirados unos sobre otros. Los dos primeros murieron por herida de bala y la muchacha murió estrangulada por un hombre que siguió mancillando su honra incluso cuando ella dejó de respirar. Sobre ese montón de cadáveres fue arrojado el cuerpo de Miroslav y junto a ellos, el mayordomo colocó el cuerpecito de la mascota.
Yakov mordía su ira y ocultaba bien las lágrimas, pues si una de ellas salía, Víctor y el pequeño Yuri también morirían. Deseaba tanto pedir que les permitieran enterrar a la familia; pero no sabía si acercarse al hombre a quien llamaban capitán para pedir que les permitieran enterrar los cadáveres. Era demasiado peligroso tener cualquier muestra de humanidad por los aristócratas.
Yakov se dejó ganar por las dudas; pero quien sí se levantó en su lugar fue el señor Nazarov.
—Señor veo que usted es el jefe de tropa. —El hombre había contemplado con mucho dolor las consecuencias de su débil actitud y sentía que tenía la obligación moral de hacer algo digno por la masacrada familia—. Mire, quería pedirle… no, quería suplicarle que me permitiera enterrar los cuerpos.
El hombre se acercó con las manos juntas y sin ningún temor. Desde que escuchó el último disparo de la madrugada dejó de temer a los asesinos, pues ya había probado en su propia carne sus métodos. El jefe de los soldados lo miró con desprecio y le preguntó.
—¿Crees que estos malditos burgueses se merecen un entierro? —Caminó alrededor del señor Nazarov y siguió arengando con su fúnebre voz—. Cientos de miles de hombres, mujeres y niños murieron en los bosques helados buscando comida o peleando una guerra y a ellos no les importaron esas personas. Seguían comiendo bien, bebiendo los mejores vinos, haciendo fiestas, gastando en lujo a costa del sacrificio y esfuerzo de otros. Ellos no merecen una tumba, ni flores, ni llanto; ellos deben quedar como carne para los lobos.
El hombre ordenó que llevaran los cuerpos al bosque, no le importó que sus camaradas de lucha también sufrieran el mismo trato, para él los cuerpos solo eran desechos. De inmediato, sus subalternos levantaron los cuerpos dispuestos a caminar hacia el bosque; sin embargo, Yakov se dirigió al capitán y le hizo notar algo.
—Si me permite señor. El suelo está muy duro y frío y hace mucho tiempo que los lobos no vienen por estas regiones. Si dejan los cuerpos en el bosque podrían conservarse para la primavera, alguien podría hallarlos y hasta enterrarlos. —Yakov necesitaba una razón para no golpear por lo menos una sola vez el mentón de ese asesino y recordó que tenía un buen par de razones que esperaban ocultos en un armario—. ¿Por qué mejor no los tiramos al lago y todo acaba?
Al capitán no le pareció mala la idea y ordenó que sus hombres hicieran un boquete en el hielo con sus armas y tiraran todos los cuerpos. Luego miró a Yakov y le sugirió que los acompañara para rendir algún homenaje si quería hacerlo. Yakov se quitó el gorro dispuesto a decir un breve responso; pero el señor Nazarov lo detuvo y con una actitud apacible se ofreció a ser él quien honrara a esos muertos.
—El señor Petrov —dijo Nazarov refiriéndose a Yakov—, no es partidario de homenajes, ni oraciones. Si usted lo permite, es mejor que yo lo haga.
Sosteniendo el cuerpo del caniche, el mayordomo acompañó a los soldados hasta el lugar donde el hielo era más delgado y sería más fácil romperlo. Personalmente se ocupó de cubrir los ojos de los nobles y arrastrar los cuerpos hasta el límite donde los soldados disparaban y golpeaban el hielo.
Cuando el hielo crujió, todos retrocedieron y luego de abrir un boquete de regular tamaño, empujaron los cadáveres a las congeladas aguas. Luego de soltar el cadáver del caniche, el señor Nazarov los vio hundirse, se quitó el gorro para orar y en el momento que se disponía a pronunciar una oración, uno de los recios soldados le apuntó con un revólver en la cabeza y disparó.
El señor Nazarov también se hundió.
