La ciudad de Vladivostok aún recibía a muchos nobles disfrazados de obreros y campesinos que se disputaban un lugar en los barcos que los comerciantes disponían para cruzar el Pacífico y llegar a los puertos de América.
En ese mar de hombres, mujeres y niños que intentaban huir de los criminales ataques de los revolucionarios se hallaban caminando una pareja de edad madura, una muchacha de cabello rojo y un bebé que tenía menos de un año.
Habían llegado hacia dos horas a la ciudad y la encontraron atestada de gente que pugnaba por ingresar a las oficinas de las navieras con el deseo de comprar un boleto hacia la libertad.
Atrás dejaron sus vidas, sus casas, sus sueños y a sus seres queridos, solo querían encontrar las oficinas de la empresa naviera “Hermanos Cialdini” donde adquirir boletos para abordar la nave Galileo y dejar atrás la pesadilla que vivieron semanas atrás.
El largo viaje desde que salieron huyendo de la mansión sobre una vieja carreta y dos caballos comprados por Mila, fue el último paso que dieron para decir adiós a la mansión Nikiforov y ver un futuro menos oscuro y sangriento en la tierra de las oportunidades, que aquel que les ofrecía el nuevo régimen instaurado por la revolución.
Durante el largo viaje los tres fugitivos se turnaron las labores: conducir el vehículo, hacer algo de comer, cuidar al pequeño Yuri. Fue difícil vivir sobre una carreta que se movía lentamente y dormir por las noches en cualquier lugar a la voluntad de los lobos, los asaltantes o los miembros del ejército rojo.
Pero estaban preparados.
Ante cualquier interrogatorio ellos eran los esposos Anna y Alexander Pavlovsky que habían quedado sin trabajo y Mila era la joven Andreja Naeva quien viajaba con su pequeño bebé luego que su esposo muriera en la guerra. Todos trabajaron en algunas casas de la región y ante la escasez de alimentos y trabajo dejaron el lugar.
Los Pavlovsky se mostraban como una pareja que trabajó durante años en diferentes casas de los privilegiados, él como mayordomo y ella como ama de llaves. Andreja fue una cocinera y su esposo se fue al frente de batalla y nunca más regresó.
La gente jamás sabría que Pavlovsky fue uno de los grandes intelectuales de la época zarista que instituyó varias sociedades de estudios e instauró la cátedra de historia en la Universidad de San Petersburgo. La gente de tan lejano lugar nunca llegaría a saber que Lilia fue una gran concertista y maestra de piano. Tampoco que Mila fue la repostera oficial en la casa real y huyendo de la facción roja pasó a trabajar en la casa de los Nikiforov y mucho menos sabrían que su bebé era el heredero de una de las familias más poderosas de Moscú.
Caminaron hasta el lugar donde se encontraban las oficinas de la naviera y luego de hacer una larga fila presentaron los nuevos papeles falsos que compraron en la ciudad de Novo Nikolaevsk donde abordaron el ferrocarril.
Yakov sospechaba que hubo un delator dentro de las oficinas de la compañía donde el señor Nazarov compró los pasajes y que, a raíz de esa delación, los oficiales de la revolución dieron con el paradero de la familia de Miroslav y Nikolai.
Una robusta mujer de mediana edad recibió sus documentos y le hizo pasar a una pequeña oficina a penas iluminada y que tenía olor a humedad.
—Señor Cialdini estos son los siguientes solicitantes —dijo la mujer mientras dejaba los papeles sobre un escritorio desordenado y lleno de documentos, cuadernos, sellos, tintas y plumas.
—Gracias señora Peskov —dijo el hombre y le hizo una señal con la mano para que la mujer saliera de su pequeño despacho.
Cuando la mujer cerró la puerta de la oficina el hombre se puso en pie y saludó con un cálido abrazo a Yakov, un beso en la mano a Lilia, una sonrisa a Mila y una caricia torpe al pequeñito.
—Pensé que jamás te volvería a ver —Celestino Cialdini era un comerciante próspero que durante sus años mozos hizo muchos negocios entre su natal Italia y las ciudades más importantes de Rusia. Conocía bien a los Feltsman por su afición a la música y a los Nikiforov por su afición a la caza—. ¿Dónde está Mirko?
—Lo mataron —dijo Yakov agachando la cabeza y en voz baja—. Masacraron a todos, amigo mío.
—¿Incluso al niño? —El duro hombre de negocios no podía creer que estaba escuchando otra historia más del horror protagonizada por los revolucionarios de la facción roja.
—Los fusilaron y apuñalaron y como si fuera poco tiraron sus cuerpos al lago. —Lilia sintió un mareo y el hombre le ofreció su asiento—. Pero no sé cómo es que Víctor resultó herido, si nadie disparó contra el armario.
Yakov tuvo que explicar un poco la estrategia que usaron para ocultar a los niños y cuando volvió a mencionar a Víctor, todos callaron y las lágrimas escaparon ante el recuerdo de ese vivaz y hermoso niño de ojos azules, sonrisa de sol y cabellos de luna.
—¿Cómo escapaste? —Celestino abrió una botella de jerez y lo sirvió en pequeñas copas.
—Previsor como siempre, Miroslav anotó mi nombre entre los nombres de los servidores de la mansión y me pidió que, si le pasaba algo malo, me encargara de cuidar de Víctor. —Yakov juntó el entrecejo y apretó la mano el bolsillo de su abrigo—. Nada salió como lo esperamos, nos tomaron por sorpresa y cuando estos malditos se fueron, fuimos a buscar a los niños… —Yakov calló apretando las mandíbulas.
—Pensamos que Vitya dormía y cuando lo quisimos levantar… estaba aún tibio, pero no reaccionó. —Lilia volvió a llorar recordando el momento—. Lo enterramos en una antigua tumba oriental al lado del camino.
—Incluso mataron a su cachorro —añadió Mila conteniendo un suspiro.
—¿El que le traje de Francia? —preguntó Celestino sorprendido y vio que todos afirmaron en silencio.
Sintiendo pesar y con el rostro desencajado, Celestino tomó los papeles y procedió a sellarlos. Escribió una carta al maestre del barco para que dispusiera el mejor lugar para que pudieran descansar sus amigos. La puso en un sobre que lacró con un sello de cera y preparó los pasajes con los nombres ficticios que aparecían en los documentos.
—Yakov, me dijeron que hace un mes vieron al mayordomo de los Nikiforov entrando a la oficina de los Karpov —mencionó Celestino y entregó de inmediato toda la documentación.
—Vino a comprar los pasajes porque íbamos a adelantar el viaje. Seguramente no te encontró y por eso acudió a ese lugar —señaló Yakov y puso los papeles en el bolsillo interno de su abrigo—. Parece que en esa oficina trabaja un delator o varios.
—¿Y este pequeño quién es? —preguntó el hombre.
—Es mi hijo señor —desconfiada Mila se adelantó a responder.
—Es el nieto de Nikolai —corrigió Lilia sin temor.
—Es muy lindo y tiene mirada de guerrero de su padre y el carácter recio de su abuelo —añadió Celestino rosando el pequeño mechón rubio de Yuri con los dedos—. No los entretengo más Yakov. Vayan al puerto a las ocho, el barco parte a las diez y entrégale esa carta al almirante Tarasov.
—No te quedes demasiado tiempo aquí, amigo mío —Yakov volvió a abrazar a Celestino—. Este país está a punto de convertirse en la tumba de los aristócratas y los librepensadores y seguramente que en pocos años también será la tumba de todos los que apoyan a los asesinos de esta revolución.
Se dieron un último abrazo y se dijeron adiós pues no sabían si algún día volverían a verse. Lilia le agradeció la atención, Mila lo siguió viendo con suspicacia y Yuri le mostró esa mirada cruel que presentaba a todo aquel que no conocía.
Tal como le dijo Celestino, luego de pasar el día en algunas hosterías y en parques, fueron al puerto y abordaron el Galileo; pero no buscaron al almirante, pues no querían ningún trato diferencial. Cualquier gesto de preferencia podría ser notado por cualquier delator de los cientos que abundaban y eso representaba la diferencia entre la vida y la muerte.
El barco zarpó a las diez y ocho minutos y junto con los viajeros, muchos de ellos nobles que huían con sus familias, Yakov, Lilia, Mila y el bebé Yuri subieron a la cubierta del Galileo y vieron las luces del puerto hacerse cada vez más pequeñas y lejanas hasta que desaparecieron en la oscuridad.
Todos los pasajeros tenían una historia que contar, pero ninguno se atrevía a decirla por temor. Solo se miraban de lejos ignorando quienes eran los unos y los otros.
Así nadie supo que, para sacar del compartimento del armario al pequeño Yuri, Mila se había puesto a tomar con el soldado que quedó vigilando la mansión. Que Lilia corrió al depósito del sótano y abrigó entre sus brazos a un Yuri que había perdido el calor y por poco se convertía en una víctima más de la revolución y que, junto con la leche, le dieron algo de alcohol para que no llorara.
Nadie tuvo idea que la cocinera había puesto un poderoso veneno para roedores en el desayuno del soldado y que entre todos llevaron su cuerpo a orillas del lago. Jamás imaginaron que sacaron los restos de Víctor envueltos en la manta y cabalgaron hasta hallar la antigua ermita junto al camino y allí los enterraron.
No supieron que Mila, cortó su cabello y se vistió de hombre y, montada en uno de los finos caballos, cabalgó hasta un pueblo lejano. Que compró a un granjero su carreta y sus mulos y que regresó durante la noche guiada por su fe en dios y por el instinto de los animales.
Nadie imaginó que antes de dejar la casa, Lilia prendió una vela frente al armario, el lugar donde Víctor entregó la vida y que, desde ese momento, el pequeño estaba presente en sus oraciones de noche y de día.
Nadie supo que cuando pasaron por el pueblo de madrugada dejaron en una hostería el testamento de Miroslav y que unos borrachines corrieron la voz que la casa Nikiforov estaba abandonada y que nadie la cuidaba, pues el único soldado que quedó había desertado y huido. Tampoco supieron que toda la gente caminó y cabalgó a la casa y la dejaron completamente vacía y que lo único que no pudieron sacar fue el ropero que estaba empotrado en el depósito.
Nadie se iba a enterar que el pueblo no dejaría nada para los revolucionarios y que la casa quedaría vacía y solitaria por decenas y decenas de años.
La nueva familia dejó la proa y bajó hasta ubicarse en sus estrechas literas, deseando que el barco se alejara rápidamente de Rusia y surcara el gigantesco océano hasta llegar a algún puerto del oeste americano, donde volverían a ser un profesor de historia, una concertista de piano, una extraordinaria repostera y un niño feliz.
Víctor abrió los ojos sin mesura al ver que su mano ingresaba en el mundo de Yuuri, vio su brazo entero entrar en el espejo y, cuando tuvo la cabeza metida en el mueble, sintió que el aire era cálido, que la bruma no ahogaba, que la oscuridad no era tan densa y que el ambiente olía a cerezos y moras.
Caminó dos pasos y se tocó todo el cuerpo, comenzó con los ojos y el cabello, los pómulos y los labios, los hombros y el pecho. Volvió a verse la ropa y no halló rastro del proyectil que lo hirió. La herida había desaparecido y los golpes que le dieron los soldados dejaron de doler.
—¡Yuuri no estoy muerto! —dijo emocionado y siguió tocando sus brazos y sus piernas—. Puedo sentir mi cuerpo.
—¡Sí! —Yuuri rio y estiró sus manos alcanzando las de Víctor—. No somos fantasmas, somos niños.
—Entonces si estamos vivos en este espejo… —Víctor miró al depósito y observó que el espejo había desaparecido y en su lugar había una gran puerta que se mantenía abierta—. ¿Qué hay allá al fondo?
—No sé —Yuuri negó y sujetó el rostro de Víctor—. Nunca pude ir.
Víctor también lo sujetó y como si fueran dos pequeños simios que se reconocían el uno al otro tocaron sus ojos y sus cabellos y sus cachetes y sus narices aún frías. Voltearon la mirada hacia el interior del espejo y tal como lo vio en sus sueños era un lugar que mostraba la oscuridad de un atardecer con niebla.
La hierba del suelo parecía fresca y a solo unos pasos podía distinguirse la casita donde Yuuri dormía y una larga barda de piedra.
—Yuuri vamos a buscar el camino —dijo Víctor muy decidido.
—Adentro es más oscuro —señaló el pequeño resistiéndose a caminar.
—No podemos quedarnos aquí —Víctor comenzó a explorar los alrededores y para no perderse usaba la puerta abierta como guía—. Si tú y yo somos niños y no somos fantasmas, entonces mamá, papá y todos también deben estar aquí. Tenemos que buscarlos.
—Pero tengo miedo. —Yuuri retuvo a Víctor sujetando su abrigo y sus ojos se humedecieron.
Víctor puso su dedo sobre los labios y se puso a pensar. Miraba al interior y miraba al exterior. Afuera había algo de luz, pero era un lugar desolado y frío. Dentro del espejo el aire era cálido, pero estaba oscuro. No se le ocurría qué podían hacer.
Se sentaron juntos en la barda de piedra y durante largo rato se quedaron mirando la nada en silencio. Víctor sabía que debían ser valientes para no seguir ese camino y Yuuri sentía que podían perderse.
—Si tan solo tuviéramos una lámpara —dijo Víctor y su corazón saltó—. ¡¿Yuuri, de dónde sacaste la lámpara que dejaste allá afuera?!
—Yo no vi ninguna lámpara —respondió confundido el pequeño—. ¿Por qué?
—Toda la casa está vacía, lo único que dejaron fue este ropero. —Víctor sonreía y miraba los ojos de un Yuuri que no podía entender—. ¿Por qué dejarían una lámpara encendida?
Víctor tomó a Yuuri de la mano y juntos traspasaron la puerta. Caminaron unos cuantos pasos y tomaron la lámpara que permanecía encendida, con la misma cantidad de aceite que Víctor había dejado hacía unas horas.
—Yuuri acompáñame, quiero pasear una vez más por la casa. —Víctor sostuvo el candil y tomó la mano del pequeño.
En su paseo vieron los ambientes desolados de la casa y sin decir una sola palabra entraron en ellos. Para ambos fue como una despedida pues cada uno conservaba un recuerdo y cada lugar significaba algo en especial.
Para Yuuri la biblioteca le recordaba a su padre, pues ese fue su despacho y el primer cuarto de invitados, allí donde durmieron Ivanna y Yuri, fue su habitación.
Para Víctor el dormitorio de su madre fue su lugar de oración y la biblioteca el lugar donde aprendió muchas cosas con Yakov y el salón del piano le recordaba a Lilia y la habitación pequeña a la diestra del ingreso era la oficina donde su padre cuando atendía los asuntos importantes de su casa. Víctor miró con tristeza ese lugar y hasta creyó sentir el aroma al tabaco que él fumaba.
Juntos fueron a la cocina y recordaron al señor Nazarov, a la señora cocinera y a Mila, que hacían unos postres maravillosos. Pasaron por el patio y recordaron a Pavel, el jardinero que cultivaba bellas flores aún en otoño. Caminaron hasta las caballerizas vacías y recordaron a Georgi que adoraba a los caballos y la poesía.
Al final del paseo recordaron al pequeño Makkachin que los acompañaba siempre en sus aventuras, apretaron sus manos juntas y no pudieron evitar un triste suspiro. Recordar a su amigo era sentir el dolor y el terror que la mascota sintió cuando ese hombre revolucionario le rompía el cuello.
La lámpara parpadeó y esa fue la señal que les decía que debían dejar la casa y los tristes recuerdos de una vida corta.
Cuando entraron en el salón de juegos vieron los todos los muebles destrozados y los restos de juguetes que no se habían llevado.
—Qué pena Yuuri —dijo Víctor mirando los rincones—. Alguien se llevó tu caniche.
—No importa —dijo el pequeño apretando la mano de Víctor—. Ahora tengo otro amigo.
Bajaron en silencio las escaleras hasta llegar al depósito del sótano e ingresaron en el espejo. Víctor se agachó para acomodar el traje de Yuuri que estaba algo desaliñado. Se quedó mirando sus ojos oscuros y luego de darle un fuerte abrazo se puso en pie, tomó su pequeña mano, miró atrás por última vez, sujetó el candil y juntos cerraron la puerta.
Todo se oscureció por unos segundos, pero la luz de la lámpara creció y comenzó a iluminar el camino cubierto por la densa niebla.
—¿A dónde iremos Víctor? —Yuuri ya no tenía miedo porque tenía la compañía de su amigo.
—A buscar a mi papá y a mi mamá —dijo sonriendo Víctor.
—¿Y podemos buscar también a mamá, papá y Mari? —preguntó Yuuri empequeñeciendo los ojos para atibar mejor en el camino.
—¡Sí! ¡Y a Yuri y a su mamá y a su abuelo y a Makkachin! —respondió Victor muy feliz.
De pronto un ladrido se escuchó a lo lejos y Víctor se detuvo. Yuuri lo miró intrigado y trató de jalarlo.
—Shhhhh —Víctor se llevó el dedo a los labios y volvió a repetir el nombre de su querido caniche acentuando la voz—. ¡Makkachin!
Nuevos ladridos se escucharon al fondo del oscuro lugar y Víctor reconoció que era su perro.
—¡Yuuri, Makkachin siempre fue un buen perro y encontraba todo lo que olía! —La felicidad inundaba el rostro de Víctor y lo enrojecía.
—¿Y podría encontrar el camino? —preguntó el pequeño con gran entusiasmo.
—¡Claro que sí! —Víctor sujetó con más fuerza la mano de su amigo y caminaron siguiendo la barda de piedra.
Cuando pasaron por la casita Víctor se detuvo y creyó reconocer el lugar. Lo había visto en sus sueños cuando intentaba ayudar a Yuuri; se puso a pensar durante un rato y, de repente, no le cupo ninguna duda de dónde se encontraban exactamente.
Caminaron otra vez hasta la barda y Víctor se subió sobre ella, estiró el brazo para iluminar con la lámpara y miró a lo lejos y una gran sonrisa le dijo a Yuuri:
—Yo conozco este lugar. Yo pasé por aquí cuando llegábamos a la mansión y nos detuvimos para ver el paisaje. —Víctor rio, bajó de la barda y comenzó a caminar siguiendo su trayecto—. ¡Ya sé dónde estamos!, ¡ya sé tenemos que ir Yuuri! ¡ya sé dónde está el camino!
Se alejaron de la puerta tomados de la mano, con el lamparín iluminando sus pasos apurados, con las sonrisas frescas y con los corazones llenos de esperanza y amor.
Se fueron rumbo al bosque, rumbo al lago, rumbo al puente de colores donde Makkachin ladraba y rumbo a la mansión donde seguramente sus familias los esperaban.
Sus claras voces repetían cada cinco o seis pasos el nombre de la mascota y el pequeño ladraba guiando sus almas. Solo tenía que cruzar el arcoíris junto con ellos y esa sería la última misión que haría antes de ir al mar inmenso donde las almas de los perros se unen a la energía de la naturaleza para ser un solo canto de amor y de vida.
Makkachin siguió ladrando, los niños siguieron caminando tomados de la mano, venciendo la oscuridad de la niebla con la luz de una lámpara hecha de oraciones y el espejo quedó solo en una casa vacía.
FIN.
Un apunte más…
El enorme armario aún existe y el espejo de la puerta central todavía luce intacto con sus aristas unidas, su marco de fina madera y sus pequeños accidentes que le dan la calidad de preciada antigüedad.
Tal vez está albergado en alguna mansión de San Petersburgo, Madrid, Paris, Buenos Aires, Bogotá, Santiago o tal vez de tu ciudad. Ha tenido muchos dueños y todos ellos lo han vendido por razones que jamás se pudieron explicar.
Hoy reposa tranquilo en una habitación de gran tamaño, de cortinas doradas y visillos blancos, mientras guarda en su interior el sueño y los recuerdos de los espíritus que lo habitan.
El espejo brilla en las noches de luna, la pesada bruma de su interior se ha despejado en la espera de ser, una vez más, la puerta que dé paso al alma pura de un pequeño que necesite encontrar el camino al lugar destinado por los dioses para que las almas de los niños encuentren paz.
