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Una finca lejana


Cerca de la lejana taiga rusa que con su bucólico paisaje recibe a los viajeros, duerme una mansión olvidada que guarda entre sus paredes los trágicos recuerdos de una época escrita con violencia y horror. Una mansión en la que, las risas de los niños, el llanto de las mujeres y el dolor de los hombres; aún se pueden escuchar, si se guarda estricto silencio.  

La historia comienza el año en el que los ejércitos de los países más poderosos del mundo proclamaron a los vencedores y los vencidos de la Primera Guerra Mundial y cuando la revolución removía, a sangre y fuego, las estructuras de una sociedad.

Un niño con ojos de cielo y cabello de nieve viajaba junto a sus padres hacia una lejana propiedad familiar. La casa donde su abuelo había nacido y que era parte de la gran herencia que su padre recibió cuando se casó con su mamá.

La familia decidió alejarse de los tumultuosos y violentos enfrentamientos entre las dos facciones de su país. La facción roja reclamaba un cambio profundo y la imposición de un régimen más justo y la facción blanca quería mantener el brillo de su opulencia y un régimen feudal.

Los Nikiforov huían hacia la más lejana de todas sus propiedades intentando evitar la mano de hierro que comenzó a acabar con la aristocracia rusa y también para que la madre pudiera superar una enfermedad que la consumía por dentro día a día.

Víctor, el único hijo que la pareja tuvo, era un niño feliz que a sus nueve años sabía tocar muy bien el piano, le gustaba leer mucho y cuando el invierno cubría Rusia con su manto blanco, le gustaba hacer piruetas sobre el hielo. No era consciente de la situación que vivían en casa y solo le preocupaba el intenso dolor que su madre sentía en el pecho, un dolor del cual los médicos dijeron que no podía curarse.

Los carruajes hicieron un alto en una curva del camino desde la que se podía divisar el maravilloso paisaje. Bajo sus pies se veía el oscuro bosque donde los robles y abedules pronto se vestirían con los colores de las hojas muertas que caerían de sus ramas.

Tras del bosque, el brillante lago brindaba una apariencia serena al paraje y precedía la maravillosa vista de la blanca mansión que parecía una gran perla puesta sobre un paisaje en jade. Al fondo, la gran llanura que se extendía entre las líneas de las montañas escarpadas y que pronto se transformarían en un excelso paisaje de colores terracota, cerraba la magnífica visión.

El pequeño Víctor sacó la cabeza por la ventana del carruaje y quedó impresionado al contemplar una pequeña construcción hecha en piedra blanca y que le pareció una casa diminuta dispuesta a un lado del camino.

—Papá, ¿quién vive en esa pequeña casa?  —preguntó intrigado el niño.

—Nadie Vitenka —dijo su padre mirando la construcción que mantenía su blanco interior vacío—. Esa es una ermita destinada a la oración.

Ermita. Víctor nunca había escuchado esa palabra y la repitió varias veces para luego preguntar a su maestro cuál era su significado.

Su padre le permitió bajar para estirar las piernas. Después de ver el interior de la ermita y, comprobar que nadie podía vivir en esa desolada construcción sin puertas ni ventanas, Víctor subió sobre una gran barda de piedra para contemplar mejor ese hermoso lugar. Sujeto de la mano paterna, oteó el camino de piedra que bajaba hacia el bosque intentado adivinar dónde comenzaba.

Divisó también la copa de los árboles, el brillo del lago y, una vez más, los techos puntiagudos que distinguían la casa del abuelo. Había oído hablar tanto a su padre sobre esa casa, en especial cuando le contaba historias de los años infantiles que pasó en ella; que, cuando la vio, ya creía conocerla.

De vuelta al carruaje, Víctor guardó todas sus preguntas para cuando llegaran a esa estupenda mansión de muchas habitaciones lujosas y grandes salones donde por las tardes se podía escuchar las suaves notas de un piano o donde se podía leer las obras más maravillosas que los pensadores habían creado en toda Europa.

A la casa del abuelo acompañaban de lejos tres mansiones más, pero eran propiedades que carecían de vida pues sus dueños por algún motivo no pudieron llegar a ellas y sus servidores las había abandonado.

Los Nikiforov estarían solos sin vecinos con los cuales compartir charlas por las tardes o cenas agradables por las noches y el pequeño Víctor no tendría con quien jugar pues los trabajadores de la mansión eran jóvenes y adultos que no tenían tiempo para dedicarle a un niño de nueve años.

La casa se fue haciendo cada vez más grande hasta que los dos carruajes que partieron desde San Petersburgo pararon en la entrada principal. Allí los esperaban los cinco servidores que se encargaban de mantener el lugar. Un mayordomo, una cocinera, una maestra repostera, el jardinero y el encargado de las caballerizas. Muy bien uniformados y con los rostros sonrientes, todos ellos recibieron al noble señor que después de muchos años regresaba al que alguna vez fue su hogar.

Miroslav Nikiforov descendió del coche y amable saludó a los trabajadores de la finca mientras su esposa Angélica permanecía en el carro y el pequeño Víctor le sujetaba de la mano. Ella no se había sentido bien desde hacía dos años atrás, sus pulmones no le dejaban respirar adecuadamente y su corazón necesitaba calma. El marqué Nikiforov esperaba que en esa propiedad lejana ella lograra recuperar la salud perdida y alejara de su mente la angustia que le causaba las últimas noticias de su país.

Quien no esperó ni un segundo más para descender de la carreta donde transportaron sus objetos personales más valiosos fue el inquieto Makkachin, un alegre caniche de dos años que se había convertido en el inseparable amigo de Víctor. Fiel a su voz, compañero de paseos vespertinos, juguetón y travieso, niño como su amo y compinche en alguna que otra travesura; Makkachin sacudió el cuerpo entero y comenzó a ladrar buscando el olor de su amo entre todos los nuevos aromas que la propiedad le ofrecía a su delicado hocico.

Víctor bajó del carruaje y muy feliz llamó al cachorro. Este se le lanzó encima mostrando la enorme alegría que sentía por volverlo a ver. Los dos rieron y corrieron un poco alrededor de un centenario árbol de roble que solitario daba sombra a un columpio de madera que colgaba de sus gruesas ramas.

Cuando Miroslav Nikiforov terminó de saludar y conocer a los servidores de la casa, se apresuró en ayudar a su esposa a salir del carruaje y, llevándola del brazo, se aproximó al segundo coche donde dos personas muy importantes en sus vidas aún contemplaban con asombro la fina arquitectura de la propiedad.

—Profesor Feltsman ¿no piensan ingresar? —La sonrisa de Miroslav fue la mejor invitación que dio a la pareja.

—Perdón Miroslav —afirmó el maestro e intelectual mientras sujetaba su sombrero de copa y bajaba del coche—. Había olvidado lo hermosa que era esta casa. Han sido muchos años de ausencia y casi no recordaba sus magníficos detalles.

—Pues ahora será un gran refugio querido amigo. —Miroslav palmeó la espalda del maestro un par de veces y, pensando que haberse alejado de las reyertas que sacudían su país era la mejor solución, comenzó a subir las anchas escaleras que llevaban al interior.

El maestro Feltsman estiró el brazo y con mucha delicadeza tomó la mano de su esposa Lilia, quien ataviada con un traje azul y un gran abrigo de piel bajó del coche y dirigió su mirada a los enormes pilares que sostenían la construcción y les daban la bienvenida con su abrillantado esmalte.

Víctor corrió tras sus padres dando saltos de felicidad y, con la lengua colgada a un costado, el alegre Makkachin también corrió, pero una voz ronca y severa les llamó la atención.

—¡Víctor! —el profesor Feltsman se paró en la puerta de la mansión impidiendo el paso de los amigos—. Ese can no puede entrar en la casa. Pide al señor Nazarov que le asigne un lugar en los establos.

Entristecido Víctor tomó del collar a su peludo amigo y con los labios fruncidos por la frustración se acercó al mayordomo para pedirle que le diera el mejor lugar que pudiera encontrar para su amigo. De inmediato el hombre ordenó a Georgi, el joven encargado de la caballeriza que cumpliera con la tarea y Víctor lo siguió para cerciorarse que su fiel mascota dormiría abrigado y cómodo. Y solo dejó el pequeño espacio que asignaron al peludo en el fondo del establo cuando vio que sobre el heno que le serviría de cama, pusieron dos cobijas suaves y que sus platillos estaban llenos de comida y agua.

—Más tarde vendré para jugar Makka —prometió Víctor acariciando la cabeza del caniche y con pasos lentos lo dejó comiendo una gran escudilla de menudencias.

Cuando Víctor ingresó a la habitación que su padre había designado para él, la encontró sencilla en comparación con la habitación de la casona que ocupaban en San Petersburgo. A decir, tenía una cama con tules, algunos sillones grandes con brazos torneados, una mesa auxiliar de bronce, un gran ropero de cedro, una cómoda llena de monerías propias para un niño de su edad, dos alfombras a cada lado de la cama y dos enormes ventanas por donde se podía ver el camino que conducía a la propiedad.

Su padre lo miró esperando su aprobación, pero el pequeño Víctor solo se entusiasmó mirando el exterior. Entonces el hombre se acercó a él, sonrió formando un gran corazón con su boca y tomándolo por los hombros lo condujo hacia una puerta que conectaba con otra habitación.

—Este era mi lugar favorito de la casa —bajó la clavija dorada de la cerradura y con gran lentitud empujó—. Espero que te guste tanto como a mí.

Cuando la hoja de la puerta cedió, ante los ojos azules de Víctor apareció el lugar más maravilloso que pudiera haber visto antes. Era un cuarto grande lleno de estantes donde los más coloridos juguetes esperaban que las manos de un niño volvieran a acariciarlos para crear mundos imaginarios junto a ellos.

Pequeños soldados hechos de plomo se enfilaban en una de las repisas del gabinete más pequeño, con sus uniformes brillantes y sus menudos cañones de acero. Ubicados en estricto orden Víctor vio carruajes tirados por caballos de madera, varios animales de granja hechos de cerámica, espadas y escudos adecuados para manos pequeñas.

Un tren de metal circulaba sobre los rieles armadas en una amplia mesa central, un gran caballo de madera que se balanceaba de adelante hacia atrás esperaba junto a una de las ventanas y en el muro más amplio del lugar se acomodaban numerosos libros de historias de piratas o de caballeros, historias de reyes y hechiceros, libros sobre viajes y libros con dibujos de animales y vegetación.

Era una habitación donde había mucho que explorar y los ojos de Víctor repasaron a velocidad los primeros juguetes que encontró en su camino. No se detuvo a contemplar ninguno en particular y solo miró aquellos que eran los más grandes y llamativos.

Pero lo que capturó la completa atención de Víctor fue un estante de madera que cubría la pared lateral de la habitación y donde aguardaban los juguetes más antiguos que los Nikiforov habían coleccionado desde que la familia compró la mansión.

Hecho con gruesos tableros de abedul finamente pulido, mostraba sobre su color amarillento las finas vetas que la naturaleza había dejado en los troncos que fueron utilizados para su confección.

Sobre sus estantes dormían antiguos juguetes que databan de doscientos años atrás. Finas muñecas de porcelana, matrioskas (*) talladas en madera, pequeños coches de bronce, soldados con armaduras de hierro, cajas musicales adornadas con nácar, juegos de mesa, rompecabezas de piezas grandes y pequeñas, trompos, casitas de muñecas hechas de madera, cobertizos de caballos hechos de papiro y, presidiendo esa colección de piezas extraordinarias con las que jugaron tatarabuelos de Víctor. Y en la parte más alta del enorme estante, se hallaba un pequeño caniche hecho de felpa de color marrón claro, al que le faltaba una pata delantera.

Víctor abrió los ojos de par en par, la visión de ese estante y del perrito en particular, le produjo un suave escalofrío que no supo interpretar y que pasó de inmediato cuando su padre abrió algunas puertas y cajones donde descubrió trajes muy antiguos, combas, rompecabezas, trompos, canicas y hasta algunas bolsitas de tul conteniendo matatenas (**) que su padre, tías y tíos había usado siendo niños.

—Papá, ¿puedo tener una cama aquí adentro? —Víctor se aventuró a preguntar.

—No querido Vitenka. —Miroslav negó dos veces con la cabeza y se inclinó hasta que sus ojos se encontraron al mismo nivel que los de Víctor—. Este salón se abrirá cuando tú cumplas con todos los deberes que el profesor Feltsman y su esposa te hayan asignado.

Miroslav amaba mucho a Víctor y al ver sus ojos entristecidos entendió la frustración que le causaba que no le cumplieran un pedido; pero como todo buen padre, tenía que enseñar disciplina a su amado hijo único y esa era una forma de hacerlo. No darle todo lo que él pedía, aunque pudiera haberlo hecho.

—No te enojes ni te apenes —le dijo y poniéndose en pie acarició la larga y suave cabellera plateada que caía sobre los hombros de Víctor—. Piensa que, si tú te aplicas bien, este cuarto de juegos será tu recompensa.

Pellizcó ligeramente la punta de la nariz de Víctor y éste volvió a regalarle esa sonrisa tierna y esa mirada azul tan semejantes a las que él tenía. Y lo dejó solo en la habitación para que terminase de explorar, mientras él bajó al salón de estudio para ocuparse de un asunto importante.

El padre de Víctor se sentó frente al gran escritorio de fino nogal, tomó un papel, tinta y pluma y comenzó a escribir una carta a un par de amigos que vivían en Moscú. Necesitaba ubicar con mucha urgencia a unos parientes cercanos de su esposa, la única familia que les quedaba en Rusia.

Víctor pasó el resto del día contemplando los juguetes y los libros, incluso se olvidó de jugar con su caniche y de comer la merienda de la tarde. Tomó entre sus delgados dedos una muestra de cada juguete, los revisó de arriba hacia abajo, jugó un poco con ellos y los volvió a poner en la posición y lugar donde los había encontrado.

Tras la cena y luego de elevar las oraciones nocturnas junto a su madre, Víctor se acostó en la gran cama llena de pesados cobertores y cubierta con tul de suave tono azul que caía por los costados y recibió el cálido beso en la frente que su maestra de piano, madame Lilia, solía darle para despedir el día.

—Mañana haremos un horario para que puedas cumplir con tus estudios —le dijo mientras acomodaba las mantas sobre los delgados hombros.

—¿Y habrá tiempo para jugar con Makkachin? —preguntó Víctor que había extrañado al peludo durante la cena. La dama asintió—. ¿Y habrá tiempo para jugar en ese cuarto? —Señaló la puerta sacando su tibia mano.

—Si lo habrá —La dama sonrió y alejándose hacia la puerta prometió—. Incluso habrá tiempo para que puedas salir a cabalgar y si seguimos aquí en el invierno habrá tiempo para ir a patinar.

Víctor sonrió y, pensando en las largas horas de estudio y los momentos alegres que pasaría jugando y explorando la finca del abuelo, se fue quedando dormido.

Soñó con Makkachin y con el lago y, tal vez hubiera seguido durmiendo hasta la mañana, si una intensa sensación de frío no le hubiera despertado a media noche atravesándole la espalda.

Notas:

*Matrioska: Es un conjunto de muñecas tradicionales rusas creadas en 1890. Su originalidad consiste en que se encuentran huecas y en su interior albergan una nueva muñeca, y esta a su vez a otra, en un número variable que puede ir desde cinco hasta el número que se desee, siempre y cuando sea un número impar.

**Matatena: El juego de matatenas o jacks, que tiene otros nombres en Latinoamérica, como payaya en Chile , yaces en Perú, es un juego en el que principalmente influye la destreza de los participantes. Los elementos necesarios son un conjunto de matatenas y una pelota pequeña que rebote.

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Publicado por Marymarce Galindo

Hola soy una ficker que escribe para el fandom del anime "Yuri on Ice" y me uní al blog de escritoras "Alianza Yuri on Ice" para poder leer los fics de mis autoras favoritas y escribir los míos con entera libertad.

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