Víctor despertó y lo primero que sintió fue el estruendoso sonido del silencio.
Ni una sola voz, ni pasos en el corredor, ni el trinar de las aves, solo la mansedumbre de la paz cantando en sus oídos. Una paz que lo invitaba a seguir durmiendo y cayendo en ese sueño profundo del cual parecía que jamás iba a despertar.
El ensueño le permitía flotar y arrullarse en ese extraño calorcillo que creaba la manta con la que seguía cubierto y la luz de un lamparín. Poco a poco su consciencia fue despertando en cada célula, en cada órgano y en cada pedazo de su ser. Y ese despertar de sus sentidos lo obligó a abrir los párpados y dejar que la luz penetrara en sus pupilas.
Víctor no sabía dónde se encontraba y cómo es que había llegado a ese lugar. Su memoria adormecida impedía las acciones de su voluntad. Se quedó estático durante largos minutos contemplando el resplandor de la delgada lengua de fuego intentado conectar su cuerpo al pensamiento.
Un suspiro profundo lo sacó de ese pesado letargo y por fin pudo mover un dedo de la mano. Movió otro dedo y otro más hasta que, con un pequeño salto de cuerpo, las imágenes, los sonidos y hasta los aromas de la noche anterior corrieron como un torrente de recuerdos que lo confundieron y angustiaron.
El frío de la noche, la nieve sonando bajo sus pies, los gritos, el estruendo de los disparos, las súplicas, los gemidos de dolor, el viento golpeando sus oídos, el corazón retumbando en su cabeza y el dolor de sus huesos cuando por fin entró en el refugio que la vida le ofreció.
El refugio donde el bebé dormía y Yuuri cuidaba de los dos.
Víctor intentó escuchar el suave sonido de la respiración infantil y quiso sentir la tierna tranquilidad que su pequeño amigo transmitía a su corazón; pero no las encontró. Movió la cabeza para ver si también los dos estaban durmiendo y solo vio el desnudo piso de calicanto de ese estrecho lugar.
Se puso en pie con gran lentitud procurando no moverse demasiado para evitar que la sangre de la herida siguiera saliendo y los nervios no enviaran esas dolorosísimas señales a su cerebro. Con temor se descubrió la herida y vio que ésta había dejado de sangrar y que una fina capa gelatinosa se había formado sobre la carne viva.
Decenas de preguntas llegaron a su cabeza. ¿Qué pasó con Yuuri y el bebé? ¿Por qué seguía él en esa oscura habitación? ¿Quién lo había dejado allí? ¿Alguien lo curó? ¿Quién abrió la portezuela? ¿Por qué dejaron un lamparín?
Víctor se paró frente al espejo y con la voz cortada por el temor llamó a Yuuri; él no respondió. Volvió a llamarlo varias veces; pero el resultado fue el mismo. El espejo siguió reflejando esa vacía y oscura habitación y la bruma que se formaba cuando Yuuri se asomaba tampoco apareció en su interior.
Víctor tomó la lámpara e iluminó sus pasos hasta salir del sótano. Cuando subió por las escaleras y abrió la delgada puerta de acceso la luz de la mañana se precipitó sobre sus ojos cegándolo por unos segundos y dejándolo quietecito al borde del último escalón.
Sus pupilas se fueron acostumbrando al brillo intenso del sol y cuando miró por la ventana comprobó que la escasa nieve que cubría el patio brillaba con la intensidad de millones de diamantes.
Volteó la vista hacia la cocina y extrañamente no vio nada. Los utensilios habían desaparecido, la mesas y los fogones también. Ni vajilla, ni cuencos, ni mucho menos las alacenas donde se guardaban los alimentos. Sobre el piso de loza solo podía ver una delgada capa de polvo y la huella que el desliz de los muebles había dejado.
«¿Cuánto tiempo he dormido?», se preguntó y caminó hacia el comedor de diario.
También lo encontró vacío y solo algunos papeles sueltos yacían en el suelo. Víctor comenzó a sentir ese pequeño agujero que el temor fija entre el pecho y estómago. Su temor le obligó a caminar con mucha lentitud pues no quería descubrir lo que parecía evidente: lo habían dejado a su suerte.
Víctor comprendió que si estaba solo era porque sus padres murieron en la noche; pero ¿y dónde estaban los demás?, ¿dónde el bebé?, ¿dónde Yakov y Lilia?
Con cada paso que daba por los ambientes de la mansión Víctor sentía crecer y crecer ese temor que quería adueñarse de su cuerpo y dejarlo paralizado en medio de una casa vacía y sin vida.
«¿Cómo pudieron olvidarme?», se preguntó. «¿También les pasó algo malo?».
Los peores pensamientos llegaron a su corazón y mientras avanzaba por la sala de descanso, por el salón de reuniones, por el comedor, por la biblioteca y por la salita de recepción, Víctor quedaba convencido que estaba solo en el mundo.
Subió las escaleras pensando en encontrar a alguien en las habitaciones, pero el vacío y la soledad seguían mostrándose con cada mirada y cada abrir de puertas. Cuando entró en su habitación no halló sus cosas. Alguien se había llevado hasta sus pantuflas de cama y solo vio las huellas que los retratos dejaron en la pared.
Abrió la puerta del cuarto de juegos y encontró algunos juguetes tirados y destruidos, en especial sus castillos de cartón. No estaban puestos los anaqueles y ordenados por tamaños como él lo había hecho. El gran tren con sus vías de acero había desaparecido, las carretas con caballos y sus juegos de mesa también. Lo único que no pudieron sacar del lugar fue el gigantesco estante que permanecía intacto; pero con la huella de muchos rasguños.
Caminó con cuidado sobre los restos de lo que fueron sus días de alegría y diversión cuando junto con Yuuri construía mundos nuevos, donde las hadas existían, donde la comida abundaba, donde no había sufrimiento, ni hambre, ni pobres, ni ricos. Mundos donde solo existían aventureros y exploradores y donde, con solo pensarlo, todo se hacía realidad.
El miedo y la pena apretujaron el corazón de Víctor y lo obligaron a correr hacia el frontis de la casa. Allá afuera nada había cambiado, el árbol seguía con su manto blanco, el columpio colgaba de su más gruesa rama y los leones esculpidos en piedra seguían resguardando la mansión.
Elevó la vista hacia el camino y no vio a nadie, ni siquiera un simple animalillo del bosque se apareció en él. Víctor se sintió seguro y sabiendo que los soldados rojos no estaban cerca se aventuró a correr hacia el lago, pensando que allí encontraría alguna respuesta.
No la encontró.
Todo estaba cubierto por la nieve, ésta no tenía la misma altura que presentaba el día anterior; pero seguía siendo un manto que cubría la hierba, los arbustos y los árboles del boque. Víctor caminó rodeando el lugar donde por la noche habían herido a su madre y su padre luchaba con ese soldado que le disparó.
Se acercó temeroso de encontrar los rastros de sangre y tal vez algún cuerpo y no los halló. Todo estaba cubierto de fresca nieve que había caído la noche anterior. Víctor tomó valor y con sus manos desnudas quitó las rumas nevadas buscando un indicio o una huella de lucha, un casquillo de bala o una prenda.
Nada, no había absolutamente nada.
Caminó hasta llegar a la orilla del lago y se detuvo mirando la gruesa capa de hielo que sellaba las aguas. Asomó su cabeza fijando la vista en el oscuro interior y sintió que el cuerpo se le estremecía, como si esas aguas profundas y heladas estuvieran diciéndole algo que no podía entender con su mente; pero sí con su corazón.
En el bosque la búsqueda quedó en lo mismo, no halló ni una sola huella y solo se encontró con una triste lechuza que se acurrucaba bajo una rama helada y muerta.
Víctor volvió sus pasos y decidió regresar a la casa para seguir buscando, tal vez en algún lugar dejaron una nota o alguna señal que por su apuro no vio. Volvió a ver el lago y nuevamente ese dolor mudo y vacío se presentó en su estómago.
Con largos pasos se alejó y en medio de su camino recordó el lugar donde vio por última vez el cuerpecito de su querido caniche. Fue ese el momento que la pena abrazó por completo el cuerpo y el alma del chiquillo y una solitaria lágrima gruesa se descolgó de sus largas pestañas.
Su mundo había desaparecido en unas horas. No. Su mundo había desaparecido mucho antes, cuando sus padres decidieron viajar a esa mansión para evitar los riesgos que los tumultos y las revueltas ocasionaban a los hombres y mujeres que hasta esos días condujeron los destinos millones de personas y los sumieron en la guerra, el hambre y la miseria.
Víctor caminó con el torso casi encorvado, se acercó a la mansión sintiendo que sus fuerzas lo abandonaban y cuando traspuso la reja de ingreso arrastró los pies hasta llegar al columpio del árbol. Sacudió la nieve que se había acumulado en él, se sentó y se fue meciendo con gran lentitud, mirando la sombra que sus pies creaban en el suelo, sujetando las frías cuerdas que lo sostenían y recordando los rostros queridos que no volvería a ver.
Se sumergió en su pesar y con la vista fija en el suelo se preguntó: «¿Ahora qué voy a hacer?».
Sin dinero, sin papeles, sin comida, sin agua, sin ropa de muda, sin un mapa que marcara su destino y sin una mano amiga, Víctor sintió por primera vez lo que significaba ser huérfano. Y en su cabecita se preguntaba una y otra vez ¿por qué lo habían dejado solo?, ¿por qué no lo llevaron?, ¿será que todos murieron?… ¿por qué los soldados no lo mataron?
Víctor agachó la cabeza y las lágrimas se precipitaron uniéndose a la nieve dormía que bajo sus fríos pies. Cesó su lento balanceo, cerró los ojos y lo único que pudo sentir fue su llanto. Un llanto frío lleno de dolor, rencor, pena y temor.
Y cuando más sumergido en su tristeza se sentía, unas pequeñas manos se posaron sobre su espalda y lo empujaron hacia adelante. Víctor volteó la cabeza y se encontró con la mirada y la sonrisa de su pequeño amigo que, vestido con ese traje antiguo de tono azul cielo, volvía a darle un ligero empujón.
—¡¿Yuuri dónde estabas?! —Víctor saltó del columpio y tomó por los hombros al pequeño.
—Estaba dormido en el espejo —dijo el niño frotando sus ojitos—. Te escuché llorar y subí.
—¿Dónde están todos? —Víctor quería saber qué les sucedió, aunque temía la respuesta pues pensaba que le diría lo peor—. ¿Dónde está Yakov, Lilia y el bebé?
—No sé, yo también me dormí y cuando desperté ya no estaba el bebé. —Yuuri alzó los hombros y arrugo la frente mientras explicaba la situación.
—¿Por qué no me despertaron? —Víctor quería entender por qué lo habían dejado en la mansión—. ¿Por qué no escuché que se llevaban todo?
—Víctor… sígueme. —Yuuri le dio la mano y cuando su querido amigo la tomó haló de ella sin más explicación.
Juntos entraron en la mansión y bajaron por las amplias escaleras. Víctor miraba la casa vacía y sentía que esa nada entraba en su corazón. Yuuri lo halaba y no soltaba su mano, quería mostrarle que sí había esperanza y que nada de lo ocurrido podía seguir dañándolo.
Volvieron a entrar al depósito de muebles y se pararon juntos frente al espejo. Víctor vestía el pantalón de fieltro marrón y las botas de invierno, una camisa beige, un chaleco abrigador de lana de oveja, un saco que le hacía juego y un grueso abrigo negro. Sobre el pecho aún podía verse la huella que la bala dejó sobre las telas y todavía persistía la herida que palpitaba por debajo del hombro derecho. Víctor la tocó y sintió que aún le dolía el pecho y el dolor radiaba hasta la espalda así que haciendo una mueca la dejó.
Yuuri seguía usando ese trajecito azul con mangas amplias bordadas, el pantalón ancho negro y los pequeños botines negros y el cinturón que los sujetaba. Su cabeza apenas llegaba a la altura del pecho de su amigo y su cuerpo rechoncho mostraba que había sido un niño comilón.
Sonrieron al ver sus cuerpos reflejados y observaron con calma que la niebla dentro del espejo volvía formar volutas extrañas, trazos largos que atravesaban la anchura, trazos curvos que se perdían en la nada. Y, mientras veían la mágica danza de la niebla que cubría el espejo, una tibia sensación de calma envolvió el cuerpo de Víctor y lo regocijó.
Todo el dolor y el temor que había sentido durante las horas que dio vueltas por la mansión desapareció. Yuuri no lo había dejado y se quedaría por siempre con él en esa vacía casa. Víctor pensó en usar la vajilla rota que había quedado tirada en la cocina, juntar leña y encender la chimenea y salir a cazar algún conejo o ave para comer. Se tocó el estómago y no sintió hambre, tampoco tenía sed. Solo sentía unas inmensas ganas de abrazar a Yuuri, jugar con él y sonreír.
Pero Yuuri frenó su deseo, entró en el espejo y se quedó mirando el lejano horizonte oscuro que jamás pudo atravesar.
—¡Yuuri! —asombrado, Víctor lo llamó—. ¿Dónde vas?
Yuuri dio media vuelta y lo miró de pies a cabeza, se frotó el cabello y suspiró. Sacó la pequeña y abultada manito y la estiró.
—No te vayas. —Temeroso, Víctor reclamó—. ¡No quiero estar solo!
El chiquillo haló a Yuuri para que saliera del espejo, pero Yuuri lo sujetó con ambas manos y empleando todas sus fuerzas lo atrajo hacia el espejo. Víctor sabía que todo ese esfuerzo terminaría cuando su mano chocara contra el vidrio y forcejeó un rato para que Yuuri lo soltara; pero el empeño del pequeño era superior a la voluntad del mayor.
Víctor dejó que Yuuri ganara ese juego y le permitió halarlo hacia el espejo, vio las manos de su amigo entrar en ese mundo nuboso, sintió la fría superficie del vidrio sobre su mano y miró estupefacto que su mano siguió entrando.
