Los dedos de Víctor jugaban sobre la harina formando pequeños montoncitos en el mesón de la cocina y sus ojos miraban sin interés los afanes que la señorita Mila hacía para preparar el pan.
—Georgi dijo que hay fantasmas en el sótano. —Víctor le pasó el rodillo y ella agradeció con una sonrisa—. ¿Has visto o escuchado alguno?
El verdadero interés que Víctor mostró cuando decidió ver cómo se hacía el pan, no era la masa y los estrictos métodos que Mila seguía para hacer esos deliciosos biscochos con los que acompañaban el desayuno.
No le fue muy molesto levantarse casi de madrugada y acompañar a la muchacha en su primera labor del día con tal de sacar algo de información que ni sus padres ni sus maestros le quisieron dar.
—No señorito y usted tampoco debería estar preguntando por los fantasmas de la casa. —Mila comenzó a estirar la masa.
—Entonces estás diciendo que sí hay fantasmas. —Víctor sonrió con menuda malicia.
—De haber fantasmas los hay; pero lo mejor es no molestarlos pues podrían enojarse y no nos dejarían en paz —dijo la muchacha y dio la primera vuelta a la masa
—Pero si ese fantasma es un niño como yo, ¿podría hacer algo malo?
—No lo sé señorito y por favor no hable más de ese tema que me da miedo y si la maestra Lilia nos escucha ella sí que se va a enfadar.
—Solo una pregunta más. —suplicó Víctor poniendo ojos tristes y la muchacha no pudo negarse ante esa mirada que la conmovía—. Si tú tuvieras que atrapar un fantasma, ¿cómo lo harías?
Mila pensó un momento su respuesta y cuando la tuvo hundió su mano en la harina y, sobre la parte limpia del mesón, fue dejando la impresión de sus dedos como si fueran pequeñísimas huellas de diminutos pies.
Víctor comprendió muy bien el mensaje y por fin la dejó en paz.
Esa noche cuando todos hacían la sobremesa, él pidió permiso para subir a acompañar a su mamá; pero antes de subir a las habitaciones pasó por la cocina y tomó una buena porción de harina que Mila siempre guardaba en un tazón.
Subió a su habitación esparció el cereal sobre el piso del cuarto de juegos, dejó la puerta a medio abrir y fue a la recámara de su madre para acompañarla un rato leyendo poemas, contándole sobre los temas que aprendió con Yakov y rezando.
Se despidió de todos y como cada noche luego de apagar las luces no se cubrió los hombros con las mantas para que el frío que siempre sentía lo permitiera despertar.
Cerca de la media noche Víctor abrió los ojos y sintió que la silla se movía en la habitación de juegos. Se acurrucó en sus mantas y una vez más venció el miedo que sentía, acomodó las almohadas y las cobijas de tal forma que le permitían ver la puerta de la habitación. Se quedó quieto y callado, escuchando su respiración agitada, el pálpito de su corazón y el sonido que ese niño fantasma hacía con los juguetes.
Después de un tiempo que Víctor no pudo calcular el sonido cesó y la clavija de la habitación sonó. El chiquillo se puso en pie de un salto y tomó una vela que guardó en el cajón de su mesa de noche, la encendió y apuntó su luz hacia el suelo.
Sonrió.
Víctor salió de su habitación y con calma siguió las huellas que el pequeño dejó en el corredor, en las escaleras, en el salón de recepción, en el comedor de diario y en el oscuro pasillo que se dirigía hacia el sótano.
Armado de curiosidad más que de valor, Víctor encendió el lamparín que el joven Georgi utilizaba para bajar y siguió las huellas que todavía mostraban ciertos rasgos de los dedos del pie y del menudo talón, huellas que lo llevaron hasta la puerta del lado derecho.
Temeroso Víctor bajo la manija de la cerradura y abrió la puerta con mucho cuidado. Las bisagras chirriaron un poco y cuando iluminó el lugar se encontró con una habitación llena de muebles muy antiguos, estatuas rotas, lámparas, cajones de madera y otros enceres a los que nadie daba ya valor.
Caminó en medio de todos esos objetos perdiendo y encontrando huellas hasta que llegó al final de la larga habitación y en ella descubrió un enorme armario que se alzaba imponente y cubría con sus tres gigantescos cuerpos todo el ancho de la pared.
De sencillo decorado superior donde se podía apreciar las figuras de unos caballos y mostrando en la puerta central un enorme espejo. El ropero parecía que reinaba en medio de esos muebles añejos y a la vez parecía que era un gigante con los brazos abiertos.
Víctor sintió que los pequeños mechoncitos de la nuca se le erizaban y sin saber cómo vencer ese gran temor retrocedió unos pasos decidido a regresar al día siguiente. Pensó en pedirle a Georgi que lo acompañara para explorar lo que había dentro del armario, estaba dando la vuelta lentamente cuando observó de reojo la sombra del niño entrando en el enorme mueble.
«No has venido hasta aquí con el pecho levantado para luego irte con las manos temblando», se dijo y tomando aliento se dirigió hacia el closet e intentó abrir la puerta, pero ésta no cedió. Alguien le había echado llave.
Sacudió un poco las tres puertas y no se abrieron. Ese pequeño y trivial acto le confirmó que era imposible que un niño de verdad hubiera entrado en el armario. Ese niño que lo espiaba por las tardes, que desordenaba los juguetes de la habitación y que buscaba algo especial en el andamio grande era un fantasma.
Víctor miró su reflejo en el espejo y sintiendo que el temor comenzaba a crecer en su pecho tomó el candil del suelo y decidió regresar. Elevó la luz y para sorpresa suya el pequeño niño estaba frente a él, mirándolo con sus ojos bien abiertos y un claro gesto de temor.
El espejo reflejaba al pequeño.
Víctor pensó que el pequeño estaba tras de él o a un lado, solo así podría explicarse su reflejo, volteó la vista atrás decidido a verlo y no encontró a nadie. Con sorpresa se frotó los ojos y volvió a posar la vista en el lugar; pero por más que hurgó con la mirada ese rincón donde debería estar parado el pequeño, no lo encontró.
El niño estaba dentro del espejo.
Los claros ojos de Víctor volvieron a posarse sobre los ojos chocolate del niño en el espejo y sintió que su corazón saltó dentro del pecho mientras sus mejillas comenzaron a quemar.
Ese niño lo miraba fijamente desde el espejo y las lágrimas que daban vueltas en sus ojos parecían que en cualquier momento se irían a desbordar. Ambos se quedaron muy quietos y el temor inicial que Víctor sentía al no poder explicarse la presencia de un niño tan pequeño y tan triste dentro de un espejo desapareció cuando vio la primera lágrima correr por la abultada mejilla blanca.
—¿Q-q-quién… eres? —a pesar del temor Víctor no dudó en preguntar.
Pero el pequeño dio unos pasos atrás y desapareció en medio de una extraña nube que se formó en el vidrio, muy parecida al humo que salía de la pipa que fumaba su padre.
—¡Espera! —Víctor corrió hacia el espejo. Este recobró el brillo de siempre y volvió a reflejar su grueso sweater verde, sus negros pantalones cortos, su rostro encendido y las oscuras sombras de los muebles guardados en esa habitación.
Cuando las manos de Víctor toparon el espejo, sintió que estaba demasiado frío y recordó la experiencia de la noche anterior, esa que él pensó era solo un sueño.
De pronto la luz del candil parpadeó y Víctor escuchó el crujido de la puerta del depósito. Apretó la agarradera del candil y corrió sin parar hasta llegar a su habitación. Ahora sí no había duda que el niño era un fantasma y que cualquiera con sentido común trataría de evitarlo, pero cuanto más escuchaba los latidos de su corazón retumbar en la cabeza Víctor sintió que su deseo por volver a ver a ese pequeño niño crecía en su corazón.
Muchas preguntas bullían en su cabeza ¿quién era?, ¿cómo se llamaba?, ¿era un espíritu como esos que su abuela había invocado en el pasado cuando se juntaba con sus amigos?, ¿sería bueno o malo?, ¿por qué quería llorar?, ¿cómo era posible que viviera en ese espejo?, ¿y con quién vivía? ¿sería que había más fantasmas con él?
Durante el desayuno Víctor permaneció muy callado pensando y pensando. No sabía si compartir la experiencia con sus padres y maestros, tal vez ellos se burlarían de él o no lo dejarían entrar al cuarto de juegos. Eso sería malo porque no podría divertirse con todos esos juguetes tan bonitos y no podría volver a ver a ese niño. Así que en medio de su silencio se armó de valor y juró que ningún sonido lo haría temblar de nuevo y que podría resolver un misterio si se ponía a explorar.
La siguiente noche Víctor no durmió pensando que el niño del espejo volvería a salir; pero por más que esperó y esperó, no lo pudo ver de nuevo. Las siguientes tres noches tampoco lo vio y por las tardes cuando se encerraba en el cuarto de juegos se quedaba mirando la puerta, pero el niño no se presentó.
Y no apareció hasta esa tarde especial.
Víctor permanecía sentado sobre una silla observando los dibujos de pájaros en un libro que hablaba sobre naturaleza, sus delgadas piernas colgaban y se balanceaban sin rozar el suelo, sus pupilas repasaban cada detalle de las figuras y con cierta dificultad intentaba entender el nombre científico de cada ave. Se hallaba tan absorto en esa agradable tarea que no había notado el frío que comenzó a reinar en el ambiente. Seguía mirando la imagen de un tordo y leyendo la descripción cuando sintió un suave estremecimiento y vio de nuevo el vapor que salía de su boca.
Víctor apretó la dura tapa del libro y de inmediato sus ojos se posaron fijamente sobre la puerta. Con suma claridad vio que el niño de negro y corto cabello lo miraba asomando por la apertura su pequeña cabecita.
Víctor quiso gritar, quiso correr hacia la puerta y llamar a mamá o papá; mas, a pesar que su respiración se cortaba se quedó quieto al ver que esos ojos ligeramente rasgados lo miraban con profunda tristeza. Víctor se puso en pie lentamente y dejó el libro sobre el sillón, caminó un par de pasos y vio desaparecer al pequeño.
—¡Oye! —gritó y corrió tras de él sin parar—. ¡No te vayas! ¡Dime quién eres! ¡Qué haces allí adentro!
Corrió hasta que llegó a la puerta del depósito con un candil que tomó de cocina. Ingresó mirando de un lado a otro, se detuvo frente al gigantesco armario, repasó su mano sobre el pulimento frío del espejo y acarició los bordes del marco con sus dedos.
—Yo me llamo Víctor —dijo posando las manos sobre el frío vidrio—. ¿Cómo te llamas?, ¿puedes entenderme?, ¿me oyes?, ¿dónde está tu papá?, ¿tienes una mamá?, ¿estás perdido?, ¿por qué quieres llorar?
Demasiadas preguntas para un pequeño que permanecía oculto tras el extraño vapor que ocupaba todo el reflejo del espejo y parecía danzar con extrañas formas que corrían de arriba hacia abajo.
Víctor se sentó sobre un almohadón que sacó de uno de los muebles viejo y se ubicó frente al espejo, pensando que, si se quedaba con la mirada fija, en algún momento ese pequeño niño se daría por vencido y saldría de su escondite. El aire frío se disipó y la luz del candil comenzó a disminuir.
Víctor sentía que sus delgadas piernas se adormecían, así que se sentó de costado tomando con los brazos las rodillas, esperando el momento de ver nuevamente la presencia fantasmal. Extrañamente no sentía miedo, ahora sentía mucha curiosidad y es que había creído ver la imagen de un pequeño que tenía tanto o más miedo que él y que esas lágrimas retenidas lo mostraban como un ser muy indefenso.
Cuando las sombras se apropiaron de la habitación, Víctor escuchó la voz de Georgi que abría la puerta del sótano y lo llamaba en voz baja y con cierta resignación y modorra se puso en pie. Sabía que debía salir del depósito antes que su padre lo buscara, pero se paró mirando el espejo por un instante más hasta que Georgi lo llamó por segunda vez y tuvo que abrir la puerta para ir a cenar. Estaba a punto de cruzar el umbral cuando una delgada vocecilla sonó desde el fondo de la habitación.
—Soy Yuuri. —A penas perceptible la voz del niño sonó en el silente cuarto—. Estoy solito.
Víctor sintió que su corazón se estremecía por el sonido tierno de esa aguda voz y por la confesión sincera de un ángel que parecía esconderse en el espejo. Desde ese momento el temor que todavía sentía por la presencia espectral del niño desapareció y cuando posó la mirada sobre el reflejo del pequeño, éste dejó su aire pálido y fantasmal y se mostró como si fuera un niño de verdad.
Se quedaron mirando por unos segundos hasta que la voz del profesor Feltsman sonó en las escaleras. Víctor cerró la puerta del depósito, fingió que ayudaba a Georgi con los vinos y soportó el regaño de su maestro quien, con el ceño muy junto, lo conminó a salir de ese lugar.
Dejando el temor de un regaño mayor, Víctor caminó a prisa con una gran sonrisa en los labios rosa y, frunciendo su puntiaguda nariz, repitió en voz baja el nombre tal y como lo escuchó.
—Yuuri…
