El mundo entero festejaba la navidad con el fin de la Primera Guerra Mundial declarado en noviembre y la paz que comenzó a reinar en Europa.
Pero en Rusia las convulsionadas calles solo conocían el estruendo de los fusiles y los gritos de los opositores que eran ejecutados frente a los ojos de todos los ciudadanos. El régimen infundía el terror a través de masacres y juicios públicos.
Las fincas lejanas aún podían respirar sus últimas semanas de paz y en la casa Nikiforov se preparaba una fiesta porque el veinticinco de diciembre siempre fue un día especial. Víctor cumplía diez años y para sus padres era el momento más importante de sus vidas pues ese pequeño que nació con tres kilogramos de peso y con las pestañas color de la nieve significó el sello de su felicidad.
Cada año Víctor esperaba una fiesta llena de manjares y regalos; era feliz solo de ver el brillo del papel donde envolvían los presentes y abrirlos era todo un acontecimiento.
Ese año el pequeño Nikiforov sabía que no habría grandes sorpresas para él y que la cena sería sencilla porque el invierno crudo y el corte de los caminos con otras regiones los dejaron escasos de alimentos sofisticados.
Yakov le regaló un gran catalejo que Víctor apreció con entusiasmo, Lilia dos partituras originales de Franz Liszt, el tío Nikolai le regaló una hermosa pluma de oro, su prima Ivanna un camafeo donde guardó la foto de papá y mamá. Y sus amorosos padres le regalaron un medallón de oro de la orden de los Caballeros de San Pedro que él recibió con gran emoción pues su padre pertenecía a esa cofradía especial.
El almuerzo transcurrió con tranquilidad y después de la sobremesa a Víctor se le permitió salir a jugar con su querida mascota. Víctor corrió por el patio delantero de la casa jugando con la nieve y persiguiendo a Makkachin que ladraba muy contento.
Las damas se retiraron a sus habitaciones y los varones se sirvieron un buen jerez y se cerraron en el despacho de Miroslav para compartir un puro y hacer el cálculo exacto de sus planes mientras esperaban el retorno del señor Nazarov.
—Yo soy de la idea que adelantáramos el viaje Mirko —la experiencia que Nikolai había tenido en Moscú lo convertía en un hombre muy suspicaz—. No me gusta este cierre de caminos y mucho menos las marchas de los campesinos.
—Pero cómo hacemos con el señor Nazarov —Miroslav no quería hacerse ver en público y no podía arriesgarse a salir él mismo a comprar los pasajes para el barco—. Sabes bien que deberemos prescindir de nuestros servidores y con la compensación que ellos reciban podrán arreglar su futuro en cualquier lugar.
—Mirko sabes bien que casi nadie me conoce y bien puedo hacerme pasar por un simple trabajador como dice mis documentos —acotó Yakov. Él también quería dejar cuanto antes la mansión.
Siguieron hablando y quedaron en que ya no esperarían hasta el último día de enero y que el siguiente domingo de pascua de reyes sería la fecha que saldrían rumbo a Vladivóstok, con o sin pasajes en la mano.
Cuando acabó la charla, Nikolai se sintió algo aletargado y subió para tomar una ligera siesta; mientras que Miroslav le pidió a Yakov que se quedara para ajustar algunos cálculos en el presupuesto.
—Yakov, si llegara a pasarme algo ya sabes qué hacer amigo mío. —Miroslav depositaba toda su confianza en un hombre que se ganó a pulso su amistad desde que juntos compartieron estudios, viajes y hasta fiestas antes de sentar cabeza.
—No quiero imaginar que algo malo va a sucederte Mirko, pero si te sirve para tu tranquilidad diré que soy el orgulloso padre de Víctor y que él me ayudaba en la pequeña fundición donde trabajaba. —Un escalofrío recorrió el cuerpo entero del maestro y tuvo que sostener con fuerza el hombro de su amigo para hacerle entender que en él podía confiar.
Miroslav le sonrió y chocaron las copas para apresurar el último trago de jerez y seguir con sus planes.
Por la tarde por fin el pequeño Yuri cayó vencido por el sueño y mordiendo la punta de su zarapito colgó la cabecita sin darse cuenta que mamá lo dejaba sobre la cuna. Ivanna estaba cansada, no era fácil atender a un niño pequeño sin la ayuda de alguna nana, pero no quería tomar esa costumbre pues los días que le esperaban serían tan duros y apretados como los que vivieron en Moscú.
Sigilosamente la jovencita salió de su habitación y tocó la puerta del dormitorio de su prima. Necesitaba hablar con alguien sobre sus temores y buscó el consejo de una mujer con más experiencia y que, de alguna manera, le generaba mucha confianza.
—Soy Ivanna —dijo en voz baja—. ¿Puedo pasar?
La anfitriona le abrió la puerta y con cierta dificultad retornó a la cama.
—Perdona tía no sabía que estabas cansada —apuntó la jovencita.
—Ivanna no estoy cansada, estoy enferma. —La madre de Víctor era consciente que cada día se sentía mucho peor que el anterior y temía que en cualquier momento fuera a morir—. Si llego a la primavera será un milagro y solo me angustia pensar que ya no pueda continuar el viaje con mis facultades bien puestas. No quiero ser una carga para Mirko ni para Vitya.
—Yo también tengo miedo que algo salga mal y no me importa lo que me pase solo quiero que mi Yura esté bien. —Ivanna había visto los cuerpos de muchas mujeres nobles tirados en los caminos y el que más le impactó fue el de una jovencita que tenía el cráneo partido y aún sostenía a un bebé que lloraba en sus brazos sin que nadie se detuviera a ayudarlo.
—No temas Ivanna. Si tú y yo no lo logramos, aquí hay personas buenas dispuestas a ayudarnos. —Angélica confiaba mucho en Lilia y Yakov y sabía que tal como habían prometido cuidar de Víctor, también podrían hacerlo con el pequeño Yura. Tomó la mano de su sobrina y con los ojos brillantes por las lágrimas le pidió—. Si no llego a Vladivóstok por favor cuida de Vitenka y de Mirko, ellos te van a necesitar mucho.
Angélica se quitó el aro de matrimonio y lo puso sobre el aro que aún conservaba su sobrina. Ella negó asustada, pero ante la desesperada insistencia de su tía aceptó ser para Víctor una madre y para Miroslav, lo que él quisiera que fuera. Después de Yuri Gorchakov, Ivanna juró que no habría otro hombre en su vida; pero ante un futuro incierto y un padre que en cualquier momento podría morir, tuvo que pensar en la posibilidad de ser algún día la esposa —o fingir serlo— de Miroslav y así asegurar la vida y la educación del pequeño Yura.
Las dos se abrazaron y juraron ayudarse hasta donde la vida les pudiera permitir.
Cuando regresó a su dormitorio, Ivanna encontró a Yuri sentado sobre su cunita, sin llorar y al parecer jugando con algo. Caminó presurosa hasta tomarlo en brazos y cuando lo estrechó sintió un ligero aire frío que provenía de un lugar imposible, una pared. Entrecerró los ojos y pudo notar que una figurita de cabello oscuro salía a prisa de la habitación.
La jovencita se estremeció; pero cuando vio a su pequeño señalando hacia la puerta y balbuceando unas palabras poco entendibles pensó que algún ángel estaba cuidando a su bebé. Ivanna volvió a mirar la puerta de su habitación y susurró con una suave sonrisa.
—Gracias.
Yuuri sintió que Víctor se encontraba en el sótano, así que bajó saltando y cantando esa canción de cuna que había escuchado en la voz de su madre y que se la cantó a Yuri para que no llorara.
Todo el tiempo que Ivanna no estuvo en la habitación Yuuri había cuidado del pequeñito y cuando éste despertó y vio su gesto agrio a punto de estallar en llanto, volvió a hacer sus “caras bobas” y a mover esos juguetes colgados sobre la cuna y sin querer recordó la melodía y comenzó a cantar. Al parecer al gatito le había gustado y por eso siguió sus movimientos y se puso a jugar.
Cuando entró en la habitación encontró a Víctor que llevaba en la mano un gran espejo, se acercó despacito y sin mostrarse lo empujó hasta hacerlo saltar de la impresión.
—Fantasma —Yuuri señaló su cabeza y comenzó a reír.
—De verdad me asusté —replicó Víctor y también rio—. Yuuri estaba pensando que si no puedo controlar mis sueños y no puedo encontrar el camino tú podrías tal vez entrar en este espejo y yo te llevaría conmigo.
Yuuri miró el artefacto por todos sus costados. Un espejo del tamaño de un libro y con un grueso marco que parecía protegerlo por todos los costados. No era mala la idea; solo tenían que probar si podía funcionar.
Víctor sostuvo el espejo y Yuuri intentó meter la mano en él, no funcionó. De inmediato lo sostuvo y topó su frente, cerró los ojos y pensó que estaba entrando y tampoco funcionó. Finalmente se alejó y tomó carrera y se tiró contra el espejo, pero lo traspasó. Los dos pequeños se quedaron callados y con la cabeza gacha porque otro de sus menudos planes no funcionaba dejándolos frustrados.
—Seguiremos probando con los sueños Yuuri —Víctor dejó caer los hombros al mismo tiempo que guardaba el pequeño espejo que encontró en uno de los cajones del armario.
Lejos de la mansión Nikiforov, un asustado mayordomo salía de la oficina de una naviera que se especializaba en trasladar carga y pasajeros clandestinos, había comprado los boletos y dejó los datos de las familias que abordarían el barco.
Él y el propietario sabían bien que eran datos falsos; pero todo hombre calla esos detalles cuando son joyas muy valiosas las que compran su silencio. Esperaba recibir la otra mitad cuando esas familias abordasen una de sus embarcaciones. Sabía bien que eran ricos nobles similares a los que había transportado durante los últimos meses, temerosos y taciturnos, llenos de complejos y de inseguridades por la vida y el futuro.
El señor Nazarov salió del puerto y se dirigió hacia el camino donde un coche jalado por cuatro caballos recios lo esperaba. Abordó a prisa el tren y se dirigió hacia la ciudad cercana al llano donde estaba ubicada la mansión.
Al mismo tiempo, cuatro agentes de la nueva guardia que organizó la dictadura caminaron tras del mayordomo y decidieron seguir los pasos de ese hombre que parecía sospechoso por su manera de hablar, vestir y andar.
Esa noche Víctor volvió a ver a Yuuri en sus sueños y lo encontró cerca de la caseta. Se acercó a ella, la miro por todos sus costados y sintió un respingo en el pecho.
Intentó divisar el panorama entre las nubes y distinguir qué había más allá de la barda de piedra. Entrecerró los ojos y se aproximó al peligroso borde de esa valla.
Yuuri lo miraba con curiosidad, no podía entender sus movimientos ni sus sentimientos. Solo lo siguió de un lado a otro y cuando lo vio aproximarse al vacío lo sostuvo con fuerza.
—Te vas a caer —le dijo temeroso.
—Yuuri, no estoy muy seguro, pero creo que ya sé dónde estamos. —Víctor siguió mirando el horizonte oculto en la niebla y sintió una inmensa alegría en el corazón.
