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El gran General Imperial Otabek Altin se encuentra justo ahora buscando entre la multitud a Yuri Plisetsky, el Príncipe de Oro.
Desde el día anterior ha intentado entablar alguna conversación con él, pero Yuri es Yuri, y es orgulloso.
Por la mañana, Otabek había visitado los aposentos en la residencia temporal del joven Ejecutor en los Jardines Acuáticos, y lo había visto maquillándose partes del rostro con polvo dorado, tal y como es la costumbre en el Festival de la Cosecha.
En ese momento, con solo verlo, Otabek pudo saber que Yuri no estaba totalmente consciente, ya que sus movimientos eran inusualmente lentos y torpes, acompañados de risitas divertidas.
Luego, al observar los ojos verdes de Yuri, Otabek notó que poseían cierto delatador contorno rojizo, prueba de que se había pasado la noche llorando.
Otabek, entonces, se vio en la imperiosa necesidad de detener a Yuri y someterlo a un interrogatorio. Estaba preocupado por él, y la sola idea de que Yuri hubiera llorado por culpa suya, le hacía querer darse de golpes contra el muro.
Pero Yuri se le escurrió como agua de entre los dedos, y se pasó toda la mañana paseándose de aquí para allá, bailando y bebiendo, riendo, cantando y brindando. Completamente ebrio y drogado.
Era tentador acercarse a él en ese estado, y, quizá, atreverse a aprovechar a la multitud festiva e ignorante para poder colocar sus manos en la cintura del Príncipe y apartarlo de caricias accidentales. Otabek casi podía imaginarse llevándoselo a algún lugar en el que no esté absolutamente nadie y tenerlo solo para sí mismo.
Lo cierto es que quería exigirle una explicación de lo sucedido la noche anterior. Quería que Yuri pronunciara en palabras lo que sea que había intentado hacer, y quería que sus palabras tuvieran significado, un cómo y un por qué.
Estaba confundido, lo admitía.
Yuri siempre tenía la extraña habilidad de marearlo y desconcentrarlo.
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«Hubiera posado mis ojos en los tuyos».
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Pensaba Otabek, rememorando la cercanía de Yuri y sus labios sonrosados acercándose a su boca.
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«Hubiera tomado tu rostro entre mis manos».
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Se decía, casi saboreando el momento, como si en verdad hubiera ocurrido así.
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«Te hubiera atraído hacia mí».
«Hubiera tomado tus labios».
«Te hubiera entregado los míos para siempre».
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Eran muchos «hubiera».
Muchas posibilidades imaginarias y muchas hipótesis truncadas por su estúpida cobardía y sus estúpidas manos empujando a Yuri.
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«¿En qué estabas pensando para empujarlo?».
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Se preguntaba a sí mismo, y su mente le decía que probablemente en el pequeño Liova durmiendo apaciblemente junto a ellos. Probablemente en lo irreal que parecía la escena, y probablemente en las palabras de Yuri, palabras incomprensibles.
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«Maté a un bebé por ti».
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Le había dicho.
Y con solo recordarlo, Otabek quería aún más explicaciones.
—¿Beka?
La dulce voz de Yuri, semejante a música celestial, se deja escuchar de pronto muy cerca de él.
—Alteza… —dice Otabek, girándose y haciéndole una corta reverencia, encontrándose con el rostro de su precioso cuñado.
—Beka, yo… —le dice Yuri, y Otabek nota de inmediato la persistencia de su embriagado estado—. General, ¿Podemos hablar?
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«Por supuesto que sí».
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Piensa Otabek.
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«He intentado hacerlo desde ayer».
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Piensa, pero no dice nada, tan solo coloca suavemente su brazo tras la cintura de Yuri y lo guía hacia una de las salidas.
Yuri tiembla ante su toque cálido.
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«¿Por qué?».
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Quiere preguntarle Otabek, pero no se atreve.
Yuri había intentado besarle ayer, ¿Verdad?
O eso había parecido.
El corazón de Otabek aún se saltaba latidos ante el solo recuerdo, y eso solo ocasionaba más y más preguntas.
Así, al final, Yuri y él se sentaron sobre el filo de una fuente. Alejados del gentío y alejados de la fiesta.
Yuri brillaba. Literalmente.
Al fondo, en el horizonte, el sol encendido en oro bañaba el paisaje. Ese oro era como el cabello de Yuri, como sus labios pintados de dorado en la mascarada y cuyo brillo, ahora, había sido reemplazado por el color del vino.
Aquel oro del atardecer frente a ellos era como los pómulos de Yuri, iluminados con polvo escarchado y brillante. Como sus uñas barnizadas en destellos resplandecientes. Yuri era oro y esmeraldas, así de lujoso e inalcanzable. Era sol y selva, virgen y fértil.
—Victor volvió… —le dice Yuri, y Otabek asiente como idiota sin dejar de verlo—. No alargaré esto, no es mi estilo. Él desea hablar con Yuuri, ¿Es posible?
—Por supuesto que no.
—Entiendo. Lamento haberle quitado tiempo, General.
Yuri intenta ponerse de pie para irse, pero Otabek sujeta suavemente su muñeca, deteniéndolo.
—Yuri… hablemos, ¿Podemos?
—No, lo siento.
—Sobre anoche…
—Ya me disculpé, ¿O no? —le dice Yuri, girándose a verlo—. Lamento haber… bueno… sea lo que sea que me haya pasado y sea lo que sea que haya intentado hacer, lo lamento, ¿Está bien? Le ordeno que olvide lo sucedido.
—No lo haré.
Yuri entorna los ojos.
Odia a Otabek.
Lo odia con ganas.
Es todo lo que él no será jamás.
Otabek es un hombre fuerte de cuerpo preciosamente desarrollado, como una representación de Dios.
En cambio, Yuri…
Yuri había sido apresado al negarse a servir al Sacro Emperador cuando tenía once años. Las pesadas cadenas habían enloquecido su mente, y la falta de alimento había hecho que su piel se pegara a sus huesos, convirtiéndolo en un niño huesudo y débil.
Había durado así varias semanas, de pie, encerrado en una pequeña gruta, con el cuello, las muñecas y los tobillos esposados a la roca. Imposibilitado de sentarse o moverse, rodeado de una oscuridad inmensa y aterradora.
En su sangre dorada corría la luz brillante de las Estrellas, el sol danzaba entre sus venas; estar así, apresado en la oscuridad, sin poder ver a dios, hacía que su cuerpo y su mente enloquecieran y enfermaran, incapaz de morir gracias a las migajas que los soldados le brindaban para mantenerlo con vida.
Llegado el momento, sus lamentos invocaron de regreso al Emperador, quien volvió a ofrecerle ser uno más de los que se arrodillaban ante él y lo adoraban.
Yuri dijo «Lo haré» a gritos, con la voz raspada y quebrada, con los ojos llenos de lágrimas.
Seguía llorando hasta que los brazos de Otabek Altin, el General Imperial, lo envolvieron en su propia capa, cubriendo su desnudez y su tristeza, abrigándolo y arrullándolo suavemente.
Fue así como lo había conocido.
Desnudo, sollozante y enloquecido, suplicando por un poco de agua y totalmente adolorido.
Otabek había sido el encargado de cuidarlo y sanarlo. Se había encargado de secar sus lágrimas y darle abrazos cuando despertaba llorando.
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«Lo peor no fue la inmovilidad».
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Decía Yuri al recuperarse.
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«Lo peor fue saber que si no hubiera sido un niño tonto y lento, hubiera podido correr hacia el acantilado y terminar como mi dulce madre. Libre y a salvo al fin».
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Otabek tomaba su rostro y buscaba sus ojos tristes con los suyos. Cuando la mirada de Yuri lo enfocaba bien, Otabek le pedía que jamás dijera una cosa así. Le daba esperanza y le hacía sonreír.
Le hacía jurar que se cuidaría y que cuidaría su salud y su vida; y luego, le juraba, una vez más, que era la criatura más bonita y fuerte que jamás había visto en toda su vida, y que si alguna vez creía que no le importaba a nadie, pensara en él.
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«Porque yo te admiro».
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Le decía Otabek, y Yuri lloraba entre sus brazos.
Así, pasado un tiempo, Yuri dejó las pesadillas y volvió a vivir libremente al tener el honor de ser la persona favorita del poderoso Otabek Altin, gran General del Imperio Invicto.
Poco a poco, al crecer, sus deberes y derechos se incrustaron bien en la mente de Yuri. Habiendo probado el sabor del látigo y el peso de una prisión, supo agradecer los lujos que se le brindaban.
A los quince años fue nombrado Ejecutor Invicto del Emperador, y Otabek le regaló un gran ramo de rosas mientras le daba un fuerte abrazo y le susurraba un «Ahora eres más libre que ayer».
Quizá en eso se basaba la vida de los Inmortales. En la constante búsqueda personal de libertad y placer.
Ahora, en cambio, Yuri ya no se sentía libre.
Era esclavo de algo, aunque no sabía decir bien de qué, si del Sacro Emperador, o del magnífico Otabek Altin.
—Quiero creer que mis suposiciones son correctas… —le dice Otabek, de pronto—. Pero temo estar adelantándome a los hechos reales y sobrestimar lo que ocurrió.
—¿Y qué ocurrió exactamente? —le pregunta Yuri.
—Bueno, tú… —le dice el General, dudando y sin saber cómo iniciar—. Yuri…
El dorado Ejecutor tiembla al escuchar su nombre.
Otabek es maravilloso ante sus ojos.
Intentó hacerse el desentendido, pero, sencillamente, ante él, es imposible mentir o fingir.
—Intenté besarte… —le dice Yuri al fin, sin mirarlo—. No sé por qué, y al mismo tiempo, sé la razón exacta. No me pidas que la pronuncie o que siquiera rememore lo que ocurrió, y es que… siento que mi corazón podría salirse por mi boca y podría atragantarme, ¿Eso es normal?
—No lo sé… —le susurra Otabek—. ¿Es normal que también yo sienta el pecho agitado y el corazón agonizante?
—No lo creo… —le dice Yuri, poniéndose de pie—. Debo irme, Lev me espera.
—Yuri, por favor.
—¿Qué ocurre?
—Hablemos.
—Ya hablamos.
—Si aquello fue un intento de beso… entonces…
—Detente, Otabek, te lo suplico… —le dice Yuri, mirándolo fijamente—. Cometí un error, déjame olvidarlo y deja que me vaya.
—Yo no puedo… —le dice Otabek acercándose a él—. Intenté olvidarlo y terminé imaginando… cosas indecentes.
Yuri no sabe qué contestar.
—Situaciones impuras… y terriblemente indecentes… —susurra Otabek.
—Está sobrepasándose, General Altin.
—Lo sé, y lo siento, Alteza. Si debes culpar a alguien, culpa a Yuri Plisetsky, fue él quien intentó besarme, y con ese intento instaló estos pensamientos en mi cabeza.
—Pero lo empujaste… —le afirma Yuri.
—¿Acaso había otra opción? Tienes un hijo y tienes una esposa. Lev estaba justo allí, durmiendo a salvo, sabiendo que yo estoy para protegerte, no para mancillarte.
Yuri asiente al escucharlo. Se da cuenta de que Otabek está prohibido para su corazón. El Sacro Emperador los mataría si supiera todo esto.
—Lamento haber hecho lo que hice… —le dice Yuri—. Tienes tanta razón. Lev no me perdonaría si por culpa mía su tío favorito fuera mancillado. Lo siento, General Altin, lo siento mucho. No volverá a ocurrir, lo juro.
Otabek no sabe qué decir ante ese juramento, y Yuri ya no desea seguir a su lado, así que le dice que se irá a descansar, que ya fue mucha fiesta por hoy.
—Iré contigo… —le afirma Otabek, empezando a seguirlo.
—No, hoy no. Victor dormirá con nosotros… —le dice Yuri—. No creo conveniente que te vea allí sin motivo alguno. Eres el General Imperial, cuidar de mi familia no es tu deber.
—Si yo… —le dice Otabek, como quien no quiere la cosa—. Es decir, si yo reconsiderara la petición que me hiciste, y permitiera que Victor y Yuuri se vean… yo tendría que estar presente.
—Victor insiste en que debe ser a solas… —le dice Yuri—. No le he dado esperanzas, así que si no es posible… está bien.
—La situación de Yuuri es delicada. Ya que no mejoraba ni empeoraba, creímos que era estable, pero al ver a Victor tuvo una reacción que jamás le vi tener en toda su vida, ¿Por qué él quiere hablar con Yuuri?
—No lo sé.
—¿Confías en él?
—Claro que sí… —le dice Yuri, sin dudarlo—. No lo he visto por muchos años, pero es el pariente más cercano que tengo, es el hijo de la hermana de mi querida madre. Además, sé que él respeta a Yuuri. Lo respetó antes de irse y aún lo respeta.
—Tú confías en él, pero él en ti no… —le dice Otabek—. De lo contrario, te habría dicho por qué quiere verlo a solas.
—Creo que quiere despedirse de él… —le dice Yuri—. Victor me ha dicho cosas realmente inquietantes, el Emperador aún no lo sabe, pero lo hará pronto.
Otabek lo observa en silencio, esperando a que continúe.
Yuri duda un segundo antes de seguir.
—Victor asegura que hay Nigromantes al norte, al otro lado de la frontera. Dice que atacarán la Capital… —le dice Yuri, esperando alguna reacción de su parte, pero al no obtener nada, prosigue—. Se lo dirá al Sacro Emperador cuando regrese.
—También he escuchado rumores… —confiesa Otabek, y Yuri le mira incrédulo.
—¿Lo sabías? ¿Y no me has dicho nada?
—Mis hombres no encontraron pruebas concretas, solo susurros de campesinos Mortales, susurros y presagios de gente que vive en la superstición. Sin pruebas no hay verdades.
—¿Por qué no me lo dijiste? —le pregunta Yuri, visiblemente molesto—. General Imperial, una cosa es molestar al Emperador con suposiciones, y otra muy distinta es comentarle de tus preocupaciones al Ejecutor Imperial, a mí.
—No necesitas preocuparte, me encargaré de ese asunto personalmente.
—No envíes escuadrones de reconocimiento, Victor dijo que los que él envió murieron.
—Enviaré a Jean Leroy con cien Inmortales, y el ejército del norte se quedará en su puesto en la Muralla de Toshiya hasta que Jean los llame o yo lo ordene… —le dice Otabek—. Lo más importante ahora es saber qué está pasando allá, y si en verdad hay nigromantes, me temo que su oscuridad avanzará aquí. Tu luz enfermará, y la de Lev también. Si se confirma, y si ni Jean ni Victor logran detenerlos, debes partir.
—No.
—No sea terco, su Alteza.
—Lev no puede salir de Invicto, lo sabes bien… —le dice Yuri, casi susurrando—. Los Príncipes que salen de Invicto pierden el derecho a la Corona Imperial.
—¿Qué es más importante? —le pregunta Otabek, con expresión firme y casi molesta—. La vida de mi sobrino o su estúpido derecho a la Corona.
—Por supuesto que ambos, General Altin… —le asegura Yuri—. Cuando un Príncipe es ungido y Coronado, todos sus hermanos y descendientes varones de estos son ejecutados, es la ley. Sé que Seung mataría a mi Lev sin dudarlo.
—No lo permitiré, Lev es tan mío como tuyo, lleva mi sangre en las venas.
Yuri se aterra ante eso.
Sabe a lo que Otabek se refiere.
—Si Lev no hereda la Corona, yo dimitiré… —le dice Otabek—. Entonces, al llevar la sangre de los Altin y ser el hijo primogénito de mi generación, su derecho será ejercer como General Imperial.
—¡No te atrevas! —le dice Yuri, empujándolo y apartándole de él—. ¡¿Enloqueciste?! ¡Mi hijo no besará los pies de Seung!
—Será el hombre más poderoso de todo el Imperio.
—¡Después de Seung! —le dice Yuri, perdiendo la paciencia por completo—. ¡No lo permitiré! ¡Si es necesario mataré a ese idiota frívolo y cruel con mis propias manos!
Antes de que termine de decirlo, Otabek toma su cintura con uno de sus brazos y cubre sus labios con su otra mano, luego observa a su alrededor para cerciorarse de que nadie lo haya escuchado.
—Sabes lo que les pasa a los que derraman Sangre Imperial, Yuri, reciben una maldición hasta el día en que mueren… —le asegura Otabek—. No quiero volver a oír una locura como esa jamás, ¿Está claro?
Yuri se aparta de él como puede y se arregla la ropa antes de empezar a marcharse de allí.
—Tú no me das órdenes, ya no soy un niño, General. Yo decidiré cuándo, cómo y qué hacer… —le afirma Yuri—. La Corona es de Lev por derecho, es varón y es el hijo primogénito de la generación de los hijos de Toshiya Katsuki. Además, Lev es mi bebé, si tengo que matar por él, lo haré, ¿Me oyes? Lo haré mil veces y otras mil más, todas las que sean necesarias y a todos los que sean necesarios.
—Un ascenso con sangre, ¿Acaso crees que mi sobrino querría ponerse una Corona así?
—Cuando la tenga sobre la cabeza, ya no podrá rechazarla… —le dice Yuri, y Otabek se queda ahí parado, observando cómo se aleja.
Podría decir lo que quisiera, a Yuri no le importaba, y es que su prioridad era que su hijo tuviera todo lo que él no tuvo. Libertad, y muchísimo poder.
Estaba seguro de que con la Corona Invicta sobre su cabeza, Lev no le debería absolutamente nada a absolutamente nadie. Sería feliz y estaría siempre a salvo, y solo eso importaba.
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