Un teléfono celular vibra sobre la palma de Víctor y le anuncia una llamada entrante. Mira la pantalla, como la luz de notificación baila a la melodía de un tono abstracto que emula un soneto de Chopin. El número que se muestra no lo reconoce, aunque se esfuerza en hacer memoria, pues tiene la sensación de que debería recordarlo. Justo cuando decide que responderá de todos modos, aunque no sepa de quien se trata, el teléfono deja de sonar y se apaga. Entonces el número le vuelve a la memoria, en un flashazo que lo deja frío: esa llamada era de Yuuri.
Intenta muchas veces prender de nuevo el aparato para llamarle de vuelta, cada vez con más desesperación, con el presentimiento insano de que ha perdido una oportunidad demasiado importante de hablar con él; pero todo esfuerzo es infructífero, el celular no vuelve a ver la luz nunca más.
Tras darse por vencido y desecharlo a un costado, alza su rostro para encontrarse justo al borde de un abismo. Y enfrente, del otro lado que se sobrepone en el horizonte, como si de una montaña se tratara, logra distinguir apenas la figura de Yuuri. Debido a la enorme distancia que los separa, es incapaz de delimitar detalles que le permitan saber cómo se encuentra, cómo se siente. Intenta gritar, llamarlo en tantas ocasiones, pero el otro siquiera le dedica una mirada de vuelta: no puede escucharlo.
Víctor siente que se le desgarra la garganta con cada intento que no funciona, que la desesperación aumenta cada vez, con cada grito que se disipa a la distancia. Sin poder evitarlo, poco a poco pierde las fuerzas, su propia voz e ímpetu, y termina postrado sobre el suelo, observando como la figura de Yuuri se difumina más entre una neblina espesa, como si le fuera arrebatada de sus propios ojos.
Quiere llorar, pero incluso parece que se ha quedado sin lágrimas, solo se mantiene en sí un asfixiante deseo de arrojarse al fondo aun cuando sabe que también ha perdido la habilidad de volar; sin embargo, guarda todavía la esperanza que, dentro de la caída, puede tal vez atraer la atención de Yuuri, ver por última vez una sonrisa suya siéndole dedicada, unos ojos encendidos ante su encuentro.
Mas, cuando se pone de pie y está listo para arrojarse, sabe que todo será inútil: aunque lucha por mantener la esperanza y arriesgarse por una última posibilidad, por vaga que sea, esta se desquebraja y un trocito desaparece dentro suyo. No es capaz de arrojarse al abismo y cae de nuevo al suelo, de rodillas, antes de darse cuenta que no puede ver a Yuuri más.
Así, con ese sentimiento atorado en el pecho, es cómo Víctor siente sus mañanas al abrir los ojos y darse cuenta que se encuentra en su habitación. Basta un segundo para que note como las lágrimas que le fueron imposibles llorar en el sueño, se derramaron en la realidad. Muchas veces no las limpia de inmediato, permite que fluyan, como si con ellas tratara de borrar la realidad que le espera una vez se levante de la cama: el espacio vacío que hay justo a su suyo, esa parte del armario que no ha sido tocada por nadie desde hace semanas, el plato limpio que no va a ensuciarse con el desayuno o el café extra que se mantendrá en la cafetera sin que nadie llegue a beberlo.
Sin embargo, aun cuando el escenario frente suyo siempre le es desolador, trata de enfrentar cada día de la mejor forma que puede, a pesar de que su rutina se ha enfrascado en un itinerario inexacto de desvelo, insomnio, pesadillas, comidas sin terminar y entrenamiento. Patinar es quizá lo único que lo mantiene todavía de pie, que recoge sus piezas rotas para volvérselas a pegar una y otra vez. Es lo único capaz de distraerlo por completo, pese a que pasa horas enteras con la imagen de Yuuri bien adherida en su cabeza, nítida, musical, como si estuviera justamente en esa misma pista, interpretando en vivo esos sonetos que incluso Víctor ya se sabe de memoria.
Todos lo saben y lo han visto, Víctor ya no patina para impresionar, para ganar, para esforzarse y ser mejor de lo que era antes, ahora patina para sentir algo más que no sea vacío: quiere recordar lo que es volar para ir con Yuuri y traerlo de vuelta.
El teléfono al otro lado de la línea suena: una, cuatro, siete veces… Y nadie responde. La paciencia de Víctor se ha agotado desde hace mucho, pero sabe que no puede exigirles a los padres de Yuuri que respondan. Seguro están tan cansados y hastiados como él. Seguro ahora solo descansan y tratan de olvidar por unas horas cuál es la razón que los tiene varados en San Petersburgo, en esa ciudad extraña con personas extrañas, con calles laberínticas y un idioma que les cuesta comprender. Tal vez incluso están hartos de él, de sus llamadas constantes, de los cientos de preguntas con las cuales los bombardea cada vez, de sus miedos e inseguridades, de sus peticiones sobre dejar el celular a un lado de Yuuri y permitirle cinco minutos a solas para que pueda hablarle como hacía cuando estaba a su lado, para que sepa que sigue ahí, que no lo ha abandonado, que espera impaciente a que despierte pues no se ha rendido aún, como desea que él no lo haga.
Muchas veces, cuando los padres de Yuuri cumplen esa petición, Víctor realmente no dice nada, o dice tan poco, porque sus palabras se cortan en el aire, con un llanto contenido y la soledad que muchas veces lo asfixia. Sin embargo, resiste en casa lo mejor que puede, resiste la desesperación, la distancia, el peso de imaginarse que Yuuri se siente solo, abandonado por él. Resiste y lucha siempre, cada jodido minuto de su existencia, aunque muchas veces eso lo ha roto más que la propia situación.
Mas, cuando está a punto de ceder, de salir corriendo hacia el hospital en el que Yuuri se encuentra, recuerda las palabras de Sergey, esas mismas que lograron incrustársele en la cabeza como un cáncer y que lo convencieron de que lo mejor era hacerse a un lado. Yuuri fue cambiado de hospital a uno al otro lado de San Petersburgo, uno más privado, más lejano, uno que pudiera mantenerse fuera de los radares de la prensa mientras Víctor no se atreva a acercarse. Así no volverán a molestarlo, ni a él ni a los señores Katsuki.
Con el celular en la mano, la opción de remarcar con una sola presión en la pantalla tienta a Víctor, pero sabe que no debe molestar tanto a los padres de Yuuri si son ellos quienes ahora otorgan sus noches y sus días al hospital. Víctor los entiende, se encuentra igual, aunque él se las ha otorgado al insomnio y a los pensamientos que no terminan de formarse con coherencia, a su soledad, al dolor.
Al final hace el aparato a un lado y decide alejarse de la tentación. No es como si no tuviera otras cosas que hacer, aunque tampoco su deber actual le es más apetecible: una mudanza no suele serlo, por lo menos no por las razones que han orillado a Víctor a llevarla a cabo.
Sergey fue quien sugirió la idea: el coste de ese gran departamento se había vuelto innecesario, en especial ahora que Víctor no solo se hace cargo de los gastos de hospitalización, sino que ayuda a los padres de Yuuri con el costo de su residencia en la ciudad. Los trabajos extras que Sergey le ha conseguido no ayudan tanto para mantener un buen flujo de dinero como ambos esperaron. Muchos notan lo poco que Víctor se esfuerza por aparecer ante las cámaras y los promocionales con una sonrisa falsa que ya a nadie le convence. Ese excelente actor que siempre fue, que pudo ocultar durante años los destrozos en que se había convertido su vida, ahora es incapaz de mantener en el fondo el cansancio, el hastío, el poco valor de proseguir con esa farsa de que todo se encuentra perfecto. Toda su energía se mantiene en soportar su peso y el de Yuuri, Víctor ya no puede cargar con nada más, ni siquiera con el esfuerzo de ocultarle al mundo entero lo roto que se siente.
Tras un suspiro, mira a su alrededor y aprecia durante unos minutos cómo su departamento ha comenzado a llenarse de cajas: ahí, en los rincones donde antes había una mesa de café, una lámpara o un estante con libros, se encuentran ahora cajas amontonadas entre sí, algunas de ellas ya selladas, otras más en espera de ello.
Víctor, sin otra cosa más que continuar con su labor, enciende las bocinas y selecciona la canción que lo acompañara por el resto de la tarde. Procura subir el volumen al máximo, pese a que varios vecinos se han quejado ya del escándalo que eso ha provocado en el edificio los últimos días. A Víctor poco le importa y se los ha dicho cientos de veces; de todas formas, solo será un día más ahí y terminarán por liberarse de él y sus sonetos de piano a todo volumen. El Preludio en e menor de Chopin vibra desde las bocinas casi al instante, asciende hasta llenar la habitación con esa nostalgia y tristeza que se transmiten en cada nota. Víctor las experimenta en su propia piel mejor que nadie y ahora comprende por completo cuáles eran esos sentimientos que Yuuri intentaba transmitir, mismos que Víctor solía eclipsar con la admiración que el verle tocar le inspiraba.
Cierra los ojos, se deja invadir por la fantasía de que esa música no se contrae y expande desde unas bocinas, sino que provienen del mismo piano que justo ahora, inmóvil, insonoro, continúa llenándose de un polvo invisible que le genera tanto pesar como a él. Después de todo, lo que escucha son grabaciones que él mismo hizo cada vez que Yuuri tocaba.
Víctor lo revive a través de sus parpados como si de verdad se encontrara ahí: a ese Yuuri abnegado en sí mismo, olvidado del mundo a su alrededor, incluso de su propia presencia en él; a ese que se volvía uno con cada nota y que sonreía de la manera más sutil tras pasar con éxito un trozo de canción que le era complicado; a ese que contenía un brillo incendiario sin importar cuál era la pieza a ejecutar… el brillo de la pasión misma, de alguien quien ama y disfruta con el alma lo que hace.
Puede pasar la vida entera así, repitiendo una y otra vez cada una de las grabaciones que hizo, viviendo de la poca paz que sus recuerdos le proporcionan; pero le es imposible ignorar el gusto amargo que estas siempre dejan al final, cuando el llanto que se presenta enjuaga su rostro y lo hace reaccionar a la realidad.
Un suspiro más, como cientos que ha dejado ya entre esas paredes, y Víctor repite el mismo preludio una vez este finaliza. Entonces prosigue con el resto de pertenencias que aún faltan por empacar, dejando hasta el final aquellas que se encuentran en aquel espacio reservado en su habitación que le pertenece solo a Yuuri. Todo se mantiene intacto allí, tal como lo dejó desde la última mañana que él estuvo en casa.
Víctor siempre se negó a tocar cualquier pertenencia de su prometido, aun en ese punto le genera mucho pesar tener que hacerlo, como si sintiera que, al destruir el último instante en que Yuuri se encontró con bien, fuera a condenar las posibilidades de que todo vuelva a ser como antes. Aun así, tampoco planea abandonarlas en ese apartamento. No tiene opción. Cuando todo ha quedado listo y solo resta eso, toma las cajas que aún se mantienen vacías y entra a la habitación, esa misma que incluso le sabe más insípida y fría que en días anteriores.
Trata de empacar lo más rápido posible, tomar las cosas de los cajones sin detenerse a clasificar si son importantes o es solo basura. Deja la ropa hasta el último, con la cual sí se toma un poco más de tiempo, solo lo suficiente para asegurarse de guardarla con la misma pulcritud y orden con que Yuuri la mantenía en su armario, siendo todo perfecto, simétrico. Mas, cuando toma una camisa y la sacude para doblarla mejor en la caja, un sobre pequeño y amarillo cae de esta. El impacto contra el suelo lo hace abrirse y le muestra su contenido, mismo que no puede ignorar, aunque solo le da un pequeño vistazo: es un boleto de avión.
Víctor siente un sabor amargado quemándole en la garganta, ese mismo que suele degustar junto a unas lágrimas amontonándosele en los ojos. Cree que es un boleto que Yuuri guardaba para algún próximo viaje con la Sinfónica y le agoniza el corazón al imaginarse que es uno ya vencido, que no pudo realizar por culpa de lo que ocurrió. Cierra sus ojos, aprieta el boleto contra su pecho, pero como si la sensación del papel le hubiera transmitido algo, recuerda un detalle muy importante: Yuuri le había comentado que la temporada de conciertos con la Sinfónica había llegado a su fin por ese año con aquel último viaje a Múnich.
Todo se vuelve duda y confusión en él, y no resiste mirar el boleto con más detalle: era para un vuelo con destino a Japón, mismo que debió hacerse dos días después de que Yuuri volviera de Múnich.
Sabe que no suele tener buena memoria para detalles que le son insignificantes, pero está seguro que recordaría perfectamente si es que Yuuri le hubiera dicho que pensaba viajar a su país natal. ¿Por qué arrepentirse después de comprado el boleto?
Trata de hacer memoria mientras termina de empacar las últimas prendas que esperan en el armario; pero la duda, el presentimiento de que hay algo más sobre ese boleto que debe descubrir le hace reanudar su intento de comunicarse con los padres de Yuuri. Si acaso pensó viajar a Japón y al final no lo hizo, ellos tienen que saber algo al respecto.
Como momentos atrás, la llamada no es respondida al primer intento, pero Víctor la realiza en tres ocasiones más hasta que la voz de una mujer mayor, algo somnolienta y cansada, le responde:
—¿Víctor? —El aludido aprieta sus labios con algo de culpa porque, como sospechó, la señora Katsuki se encontraba durmiendo antes de ser interrumpida por su llamada—. Lo siento, no soy yo quien está en el hospital ahora. Mi esposo olvidó el celular aquí y…
—De verdad lamento molestarla, es solo que… necesito saber algo —Hay silencio del otro lado de la línea. Víctor no sabe si es porque solo espera a que continúe o ha sabido intuir la urgencia que el asunto le provoca—. En las semanas pasadas, antes de todo esto, ¿Yuuri le había comentado que planeaba viajar a Japón?
Un silencio más. Seguro Hiroko, entre la pesadez de haber sido despertada en medio de su sueño y la inusual razón de la llamada, intenta recordar.
—No, no lo hizo. Él suele contarme de todos los viajes que realiza. El último fue a… Múnich, creo. Después de eso, no comentó sobre alguno otro. Mucho menos para volver a casa. Dijo que me avisaría cuando hubieran decidido una fecha para la boda. ¿Por qué, Víctor? ¿Ocurre algo?
Víctor piensa en si contarle sobre el boleto o no, mientras sus manos tiemblan al sostenerlo y apretarlo un poco. Un bostezo que logra escuchar lo hace decidir de inmediato.
—No, no es nada en realidad. Gracias. Y de nuevo, una disculpa por haberla molestado.
Yuuri se encontraba en el suelo de su habitación, sentado a un lado de la cama. Sobre su mano sostenía un boleto de avión, mismo que debía tomar justamente esa noche. Se había cansado de observarlo con tanta duda y dolor, con todo dentro de sí desencajado y el apremiante regaño de sí mismo, por estarlo considerando nuevamente, cuando se había prometido ya que no lo haría, que no abandonaría a Víctor por eso ni por nada. Pero las dudas habían vuelto de todas formas: ¿de verdad hacía lo correcto al quedarse? ¿Qué tan egoísta estaba siendo en realidad? Cuando era más que obvio que su presencia arruinaba la carrera de Víctor… o por lo menos eso era lo que había escuchado por parte de otros labios.
No había nadie más que él en casa. Víctor entrenaba en ese momento, tras que se negara a acompañarlo, alegando que necesitaba desempacar la maleta que se mantenía intacta desde que llegó de Múnich dos días atrás. No había sido una mentira del todo, aunque procuró fervientemente negarse a sí mismo cuál era la verdadera razón de esa excusa: lo sabía muy bien, sabía que en cuanto comenzara a sacar su ropa y sus pertenencias de la maleta, encontraría ese boleto que anunciaba su viaje a Japón programado para esa noche. Sabía que una vez lo sostuviera entre sus manos, la duda volvería a corroerlo.
No quería huir… Incluso, sonrió un poco ante el pensamiento de que Víctor lo perseguiría en cuanto supiera de su desaparición, que iría tras él para detenerlo y traerlo de vuelta a su lado. Tendría que hacerle mucho daño para que Víctor lo dejara ir y, por supuesto, era algo que nunca haría. Primero que lo destrozaron a él mismo que siquiera provocar una mínima ruptura en el corazón de su prometido.
Al final, Yuuri terminó por desempacar y el boleto terminó oculto en una camisa en el armario. No sé iría… No por ahora, no debía permitir que las palabras de ese hombre le envenenaran la mente. Entendía sus intenciones, entendía que no era realmente por su bien ni por el de Víctor. Debía confiar en su amor, en el apoyo que se brindaban de manera mutua. Si habían logrado superar momentos tan oscuros como habían sido los meses pasados, desde la propuesta pública de matrimonio, podrían con lo que fuera. Ese anillo sobre su dedo así se lo decía, ese brillo que no había menguado ni una sola vez desde lo que portaba.
Se recostó en el sofá, agotado de los ir y venir de sus pensamientos. Encendió el televisor para distraerse, pero realmente no le puso entera atención, sino que terminó con su vista a un lado, esparcida en la nada.
Así fue como Víctor lo encontró, con una expresión que no supo adivinar si era cansancio, aburrimiento o tristeza… Se negó a creer que era la última opción.
—Yuuuuriiiii… ¿Por qué esa cara larga?
Víctor se dejó caer encima suyo, mientras el cuerpo de Yuuri se sobresaltó un poco y un jadeo de sorpresa terminó por sacarle todo el aliento junto al peso extra. Entre el sonido del televisor de fondo y el ruido del vacío que intentaba crear en su cabeza, no había notado el momento en que Víctor entró y se acercó hasta ese punto. Después de enredar sus brazos en él, para que pudiera acomodarse mejor, lo miró con una sonrisa agotada.
—No es nada. Solo es cansancio.
Víctor sostuvo su mirada en esa mueca extraña. Continuó negándose a creer que sobre esos labios había tristeza, duda.
—Ah, entonces es un mal momento para hablar de los preparativos.
—¿Preparativos?
Un puchero y Víctor se levantó un poco para que su rostro quedara justo frente al de Yuuri.
—¡Nuestra boda, Yuuri! ¿Tan pronto te has olvidado de eso? Sé que tuvimos que posponerlo un poco, pero me lástima que lo hayas olvidado.
—¡Ah! No, no, no, no es eso… Es solo que… he estado pensando…
Solo una palabra más y se lo diría, pero no la verdad, esa ya se le había incrustado en la garganta para nunca más salir. Era la mentira que ese hombre le había dicho que dijera, el propósito por el cual debía realizar aquel viaje a Japón para nunca más volver.
—¿Yuuri?
El silencio le borró el gesto a Víctor y, por primera vez, comenzó a sentirse inquieto, a visualizar que tal vez había algo que no estaba bien con Yuuri.
—¿Estás seguro que quieres hacerlo en Hasetsu?
Pero esa pregunta tan casual, tan sacada de la nada… Víctor sonrió.
—¡Ahh, pero si fuiste tú el que insistió en viajar ahí, Yuuri! Te dije que no había problema con los gastos para que tu familia y amigos vinieran, pero me reprendiste de que eso era innecesario… Además, después de lo que pasó, incluso yo creo que es mejor que no se haga aquí.
—Sí, tienes razón…
Yuuri se distrajo un ínfimo segundo para reacomodar sus pensamientos, mismo que Víctor aprovechó para obtener algo que había ansiado durante toda la tarde: un beso. Y no fue solo uno, por supuesto, hubiera sido tonto intentar contarlos todos más que sentirlos, más que dejarse embriagar por ese fuego que, si no estallaba, por lo menos se expandía con cada roce, hasta lo más profundo de sus alientos, la fibra más mínima de su piel.
Después de unos minutos, Víctor se había recostado una vez más sobre Yuuri, mientras este acariciaba su cabello, ese suave, platino, que brillaba incluso cuando se deslizaba entre sus dedos. Víctor quiso solo disfrutarlo, pero terminó por distraerse con el brillo de aquella argolla dorada que le hizo despertar una idea que lo motivó a sonreír.
—No sé si te lo he dicho, pero ese anillo te sienta de maravilla. ¿Pero sabes que se verá mejor?
—¿Qué?
Yuuri trataba de no sorprenderse, de que no se notara como su corazón se había agitado ante esas simples palabras. ¿Cómo podía abandonar al hombre que le inspiraba algo así con tan poco?
—Tu nombre con mi apellido adornándolo.
Yuuri rio.
—Víctor, las cosas no funcionan así.
—No me importa, nadie me va a quitar el gusto de llamarte Yuuri Katsuki de Nikiforov.
Víctor cierra la puerta del departamento donde comenzará a quedarse desde ese día. Es pequeño, incluso más del que solía tener antes de que Yuuri se mudará con él, pero en ese punto es lo que menos le molesta. Desde que encontró el boleto de avión, no ha dejado de pensar en eso, como si todos sus temores y preocupaciones por el estado de Yuuri se hubieran volcado en ese trozo de papel; como si creyera que, dentro de esas palabras y números, encontrará todas las respuestas que busca, todas las soluciones que más desea.
Justamente por esto se dirige al hospital donde Yuuri se encuentra.
Conoce muy bien el peligro, lo que ocurrirá si acaso alguien de los medios lo distingue y lo ve entrar en ese lugar, pero el tiempo de distancia, de separación con él, le fue suficiente para abrirle un extraño hueco en el pecho, uno que no se llenará hasta que pueda sostener la mano pálida de Yuuri de nuevo. Es como si estuviera yendo con él en busca de respuestas, aun cuando sabe que de esos labios no podrá extraer nada más que un leve aliento apenas perceptible. Pero necesita verlo, tocarlo, aunque sea ese Yuuri aprisionado a la camilla, entre tantos tubos, cables y medicamentos que intentan mantenerlo con vida.
Se detiene en una esquina, en espera de encontrar algún taxi que pueda llevarlo. Pero justo cuando a la distancia mira a uno acercarse, cuando está a punto de estirar el brazo para solicitar de su servicio, alguien jala de su saco al mismo tiempo que lo llama.
—¿Víctor Nikiforov?
Víctor mira detrás suyo. Un hombre alto y algo robusto, apenas mayor que él, lo observa con una expresión seria. No lo reconoce, no sabe quién es, pero algo en su mirada le hace sentir que tal vez debe saberlo.
—Tengo información sobre los atacantes de Yuuri Katsuki.
El celular de Víctor suena en ese instante, pero él no tiene tiempo para responder, pues todo se ha concentrado en las palabras dichas por aquel extraño… De haberlo hecho, se habría dado cuenta del número que marcaba la pantalla, pero, sobre todo, de la voz que escucharía al otro lado de la línea…
La de Yuuri.