Nunca le dije a Víctor la primera actitud que Sergey tuvo conmigo. No porque creyera su nueva faceta de buena persona, era sólo que parecía tenerle demasiada estimación, casi tanta como la que tenía hacia Yakov. Tampoco es que lo considerara una mala persona del todo, pensé que únicamente era de aquéllas que tienen una difícil actitud y que sólo con cierto tipo de gente pueden llevarse bien.
Lo que realmente no pude pasar por alto fue la razón por la que Sergey había viajado desde Rusia hasta Nueva York. No era una visita social: Víctor tenía un contrato firmado para un comercial con una empresa rusa de artículos deportivos, entre ellos patines. El problema era que, justamente el día que tomó un avión para venir a buscarme, comenzaban las grabaciones de dicho comercial. Obviamente no asistió a ellas y ni siquiera dio aviso de su ausencia con una razón de peso que lo justificara. Falló una grave estipulación del contrato y ahora debía de pagar una jugosa multa. La cantidad fue mencionada en rublos, pero tuve miedo de convertirla a una moneda que pudiera comprender.
Pese a mi evidente espanto y las reprimendas hacia Víctor por su irresponsabilidad (no todo debía de arreglarse con dinero), él le restó la importancia que tenía. Sergey se mostró molesto también, pues no había logrado convencer a la empresa de no anular el contrato y eso quedaría como una mancha negra que podría arruinarle a Víctor próximas oportunidades de contratos con otras empresas. Pese a que la conversación iba por completo dirigida a Víctor, en más de alguna ocasión de su discurso, sentí la mirada penetrante y fría de Sergey sobre mí, en especial cuando hablaba de todas las consecuencias que habría por seguir «impulsos tontos». No necesitaba ser un genio para comprender que me culpaba de todo eso. Y, en parte, me sentí así. Lo que menos deseaba era arruinar la carrera de Víctor, no era lo suficientemente egoísta para permitir eso con tal de tenerlo a mi lado.
Sergey se volvió, en ciertas temporadas, una presencia más que constante en nuestra vida de pareja. Se mudó a Nueva York un par de semanas, pues como Víctor se negaba a volver a Rusia aún, Sergey tuvo que explorar las calles de la Gran Manzana en busca de jugosos contratos estadounidenses para él. Eso tenía varias ventajas, al fin y cabo, los problemas con la empresa rusa de artículos deportivos todavía no llegaban de este lado del mundo. Fue sencillo para él conseguirle cosas nuevas, aunque era cierto también que la “marca» Víctor Nikiforov se vendía sola.
En ese tiempo, salimos a comer y beber los tres en muchas ocasiones. Víctor siempre quería incluirme en una conversación con quien consideraba un estimado amigo, aunque la realidad era que Sergey no parecía estar interesado en convivir conmigo; la plática siempre se volvía de dos y yo tenía que conformarme con hundir mi atención en los alimentos o bebidas que tenía frente a mí, en especial cuando el hombre comenzaba a hablar con un fluido ruso. Siempre me preguntaba en silencio cuándo sería el momento en que Sergey tuviera que irse, eso hasta que la voz de Víctor, retomando el idioma que los tres entendíamos, me extraía de mis pensamientos ante una nueva pregunta o comentario con el que pretendía incluirme. Él no notaba como Sergey se esforzaba por deshacer su camino hecho, excusándose, al parecer, con que el inglés no se le daba muy bien. A veces me daba la impresión de que él lo hablaba mejor que yo.
Por otra parte, fuera de esas reuniones que Víctor planificaba con demasiada regularidad, no llegué a ver a Sergey más que un par de veces en los set de grabación o de fotografía a los que Víctor me invitaba. Nunca estuvo presente en alguna competencia o presentación, por más mínima que ésta fuera. Llegué a pensar que, aunque Víctor lo consideraba un amigo, Sergey en realidad veía en él alguien que sólo existía cuando se había colgado una nueva medalla al cuello y tenía tiempo para ser explotado.
Después de un par de meses de recorridos burocráticos y un concierto, obtuve por fin mi título. Era libre de volver a casa o ir a donde quisiera. Era libre, cabe agregar, pero sin trabajo y sin una beca con la cual mantenerme. El paso siguiente era obvio: tenía que volver a casa y satisfacer mi hambre de recién graduado con clases de piano particulares hasta que tuviera un plan mejor.
La sorpresa que vino después del plan fue más grata: Víctor quiso ir a casa conmigo. Siempre creí que volvería a San Petersburgo cuando llegáramos a ese punto, en especial porque se aproximaban las nacionales y Yakov había entrado en una fase de pánico que lo hacía llamarle cada día para conseguir una fecha de regreso que, obviamente, nunca obtendría. Quizá creía que Víctor se estaba tomando la idea del “descanso” demasiado en serio; quizá temía que, cuando volviera, no se encontrara en forma para dar ese nivel de desempeño que todo el mundo esperaba. Víctor podía ser todo lo impulsivo que cualquiera pudiera calificarlo, pero era cierto también que cuando se trataba del patinaje, se tomaba las cosas demasiado en serio. En ese par de meses que vivió en Nueva York, no omitió casi ningún día de práctica. Había encontrado una pista de hielo cercana a nuestros departamentos, misma que pudo rentar un par de horas diarias para él solo, siempre durante las noches, cuando ésta había cerrado al público. Muchas veces, casi diario, yo lo acompañaba, privilegio que me permitió ser testigo de cómo, pedazo a pedazo, construyó desde cero las rutinas que después interpretaría en las próximas competencias. Las vi nacer desde que eran apenas atisbos de muchas ideas, pedazos de una lista larga de canciones de la cual él tenía que escoger sólo un par. Las vi desarrollarse y crecer, ser mutiladas de un día para otro porque Víctor había decidido que cierto movimiento o pirueta no era lo suficientemente espectacular para sorprender al público.
Yo siempre me imaginé que, aun empezando desde cero, la creación de una rutina partiría desde un punto vertiginoso, lleno de ideas explosivas y amontonadas que lo harían probar ciento y un saltos a la vez, miles de piruetas hasta tener la lista de las mejores; pero, durante varios días, disfruté de un nuevo Víctor, uno que sólo daba vueltas por la pista con los ojos cerrados y una canción diferente de fondo cada vez; uno que patinaba tan desenfadado y libre sobre el hielo, más como si se tratase de un hobbie que de una verdadera práctica; uno que construía las rutinas primero en su cabeza, que de seguro visualizaba cada de detalle de cada segundo hasta que estuviera completa, y que, de pronto, cuando menos me lo esperaba, llevaba a la realidad eso que de seguro pasó por su imaginación un millón de veces. Eso era lo mejor, verlo realizar saltos tan de pronto, tan salidos de la nada. Siempre me comía en la expectación de en qué momento Víctor haría algo más, en qué momento él me sorprendería con un giro perfecto, con un salto ejecutado que incluso parecía realizado en cámara lenta. Aprendí a amarlo de tantas formas en ese tiempo, no sólo en el sentido de los amantes que éramos, sino que renació en mí el fan que siempre fui con él y que se había empolvado un poco cuando conocí al Víctor humano e imperfecto. Con esas prácticas, la figura de perfección renació ante mí de nuevo, ese ser que me sabía un Dios… Y ambas formas me encantaban por igual, porque ambas formaban parte de él, ambas eran él.
Algunas noches comunes, después de que Víctor hiciera algún movimiento sorpresivo, se detenía y, con una penetrante mirada puesta sobre mí, me preguntaba qué pensaba sobre lo que acababa de realizar. Yo siempre le respondía que había sido maravilloso, no como una pretensión de quedar bien ante él, sino que mis palabras eran sinceras y Víctor lo sabía. Quizá era un halago para su ego, quizá siempre me preguntaba porque sabía qué le respondería; pero a cambio, casi siempre, patinaba hasta mí y me pedía que se lo repitiera una y otra vez hasta que el mismo halago perdía sentido e intensidad, hasta que toda nuestra atención se perdía en la razón de por qué el otro estaba tan cerca y de cómo nos quemaba esa invasión, de por qué el otro tenía un aliento tan dulce, unos ojos hermosos, una sonrisa tan encantadora que, ya fuera él o yo, no se resistía en besar por largos tramos de tiempo. A veces la práctica finalizaba con eso; en otras, el beso parecía ser un aire fresco que le brindaba a Víctor esa inspiración que creía perdida.
Algunas otras noches especiales, Víctor colocaba ante mí un par de patines de mi talla. Con la excusa de que necesitaba que lo observara de cerca para que le diera una crítica más detallada, me arrastraba hasta la pista y, en cuestión de minutos, los dos siempre terminábamos por patinar juntos. Él lo hacía más bien por mí, siempre procurando que fuera en lo menor posible mi esfuerzo. Hacía años que el asma estaba controlado, pero no me importaban los excesivos cuidados si eso implicaba un patinaje tan invasivo, tan compenetrante… Creo que, en ningún beso anterior, sentí el cuerpo de Víctor tan cerca del mío, con tanto detalle. Apenas fui consciente, en momentos así, de la diferencia de nuestras estaturas, de nuestras complexiones; pero, sobre todo, de lo cálido y suave que era, y de que, pese al sudor, olía de una forma extraordinaria. También su manera de mirarme al patinar me parecía tan diferente que en cualquier otra ocasión; había una intensidad inexplicable, como si aprovechara la casi invasión para descubrir detalles en mi rostro que desde una distancia mayor serían imperceptibles. Muchas veces me intimidaba su concentración en mí, pero en otras no podía más que quedarme prendado de esos ojos mientras trataba de comprender por qué me veía así, como si nunca quisiera dejar de hacerlo.
Después de un tiempo entendí que ese era su modo de cuidarme, de estar pendiente de mí por si en algún momento pudiera caer o me agitara de más. Me cuidaba y de esa forma me sentía entre sus brazos: tan libre como para poder volar sobre la pista, en especial cuando él me cargaba; pero tan seguro que, aún al caer, no volví a sentir un solo gramo de miedo. Él lograba, de maneras imposibles, siempre sostenerme para evitar que golpeara el hielo dolorosamente, ya fuera volteando nuestras posiciones, volviendo su mano o su brazo una almohadilla para mi cabeza, o estrechándome tan fuerte que sólo era capaz de sentir su cuerpo y sus brazos aun con el impacto, de adivinar su respiración entre una risa contenida y una explosión de “Te amo” que siempre se acallaba en nuestros labios.
Fueron un par de semanas agradables en casa. Mis padres y mi hermana estaban tan incrédulos de que, después de cinco años lejos, volviera con la leyenda del patinaje a mi lado, ese ídolo que fue mi inspiración y mi tortura durante casi toda la vida. Y más aún cuando tuve que presentarlo como algo más que un simple “buen amigo”. Todos parecían tan contentos por mí, que me sentí un verdadero tonto de haber temido por su aprobación. No hubo mayor novedad, todos estaban encantados con la compañía de todos; Víctor con la comida y la hospitalidad, mi familia con ese encanto natural suyo. Pero, como era inevitable, llegó finalmente una nueva dead line para nuestra relación. Víctor no podía dejar pasar más tiempo lejos de San Petersburgo, pues Yakov comenzó con las amenazas de venir por él y llevarlo de vuelta atrapado en una maleta si era necesario. Por supuesto, hacía tiempo que Sergey había dejado de existir en su agenda. En ningún momento de esas semanas supe que hablaran por teléfono alguna vez.
El día de la despedida fue más doloroso de lo que creí, no por las razones obvias, sino porque Víctor se despidió de mí con demasiada facilidad, incluso más en comparación a la tortura que fue hacerlo la primera vez. Parecía presuroso de hacerlo, ansioso por irse ya. Ni siquiera notó mi rostro hecho pedazos cuando lo último que recibí fue un beso corto y algo insípido. Quise creer que era porque había nacido en él la semilla de la responsabilidad y se sentía poco preparado para su próxima competencia. Aunque, ciertamente, esa parte tan insegura de mí me hizo llegar a una clara conclusión: tal vez se había cansado de mí.
Las noches después de eso me fue imposible dormir, siempre con el pensamiento constante que me lastimaba con la duda, con el dolor de que posiblemente algo había cambiado en los sentimientos de Víctor cuando los míos estaban más claros que nunca antes. En la ocasión anterior que nos separamos, Víctor y yo hablábamos de manera casi diaria. En esa nueva distancia, apenas lo hicimos un par de veces, y fueron más los mensajes estándares lo que hubo entre nosotros. Con cada día, la seguridad de que eso era el preámbulo del fin me era más certera… Y me lastimaba a niveles agonizantes.
Tres semanas después, al despertar de una de las pocas veces en que logré dormir, vi un mensaje suyo. No tuve muchas esperanzas, esperé encontrar el típico mensaje de “Buenos días”, tan hueco e inexpresivo; pero, en cambio, me encontré con un texto singular: «¿Qué te parece?», se encontraba escrito en él y, adjunto, estaba la fotografía de un departamento. No puse demasiada atención en los detalles, estaba más concentrado en intentar darle algo de sentido a esos dos elementos.
«Es bonito». No supe que más responder.
«Es nuestro departamento», fue su respuesta, misma que miré con una parecida incomprensión a la de antes, o incluso más, hasta que llegó un nuevo texto: «Perdona no habértelo dicho antes, quería que fuera sorpresa hasta que todo estuviera listo. Vas a vivir en San Petersburgo conmigo».
El proceso de asimilación fue lento, demasiado lento. Tardé tanto en enviar una respuesta, que Víctor, preocupado de que la idea no me hubiera gustado, me llamó. Y aprovechó mi mutismo para darme otra noticia: adivinando un poco el proceso de mis pensamientos, supo que la cuestión de tener un trabajo y poder compartir los gastos me preocuparía. Eso también, me informó, lo tenía cubierto: había conseguido un trabajo para mí, pero no cualquier trabajo, no en cualquier lugar, era como pianista suplente en la Orquesta Filarmónica de San Petersburgo. Víctor tuvo que decírmelo varias veces y, aun así, incluso cuando ya me encontraba a bordo del avión camino a Rusia, seguía sin poder procesarlo del todo. ¿En qué momento había pasado de creer que Víctor ya no me quería a mudarme con él a Rusia, a un departamento que sería por completo nuestro? Y, encima, con un trabajo tan perfecto que parecía una broma.
Cuando la sorpresa pasó un poco, tuve un choque de realidad al bajar del avión y darme cuenta que, efectivamente, estaba en Rusia, en San Petersburgo. Al Víctor correr hacía mí, estrecharme con esa añoranza que había esperado recibir en nuestra despedida, tuve la certeza de que me habían aceptado en la Orquesta por influencia de Víctor y, por supuesto, no me sentí bien con ello. No pude contener la sensación de reclamarle. Resulta que en realidad él me había mentido en parte: aún no formaba parte de la Filarmónica, sólo había logrado que aceptaran realizarme una entrevista y una audición después de presentarles un par de videos de recitales míos.
Aún tengo mis dudas al respecto, a veces la vida no puede ser tan maravillosa sólo por sí misma, las cosas no pueden salir tan bien, tan perfectas sino hay una mano oculta moviendo los hilos a conveniencia. Muchas veces se lo cuestioné a Víctor y él siempre negó haber hecho algo más que presentar mis videos. Pero, al final, fui oficialmente aceptado en la Orquesta.
Y mientras Víctor ganaba y subía peldaños de oro, primero en las nacionales y después a la final de la Grand Prix, no sólo yo había sido promovido de suplente a principal en muy poco tiempo, no sólo habían varias fechas en que la Orquesta se presentaría en varios países europeos, sino que yo también tenía invitaciones para participar en sinfónicas de otros países, o presentar recitales de manera individual o como acompañamiento de otros músicos.
Tuve que faltar a varias competencias de Víctor, de igual manera que él no pudo acompañarme en los pequeños viajes que realicé en ese tiempo. Ambos lo comprendíamos, estábamos lo bastante ocupados y concentrados en nuestros trabajos que no hubo tiempo de sentirse mal por las constantes separaciones. Lo que sí Víctor no me permitió hacer bajo ninguna justificación, fue faltar a la final de Grand Prix, a la que, por supuesto, había llegado en la primera posición de la tabla. Supuse que sólo se trataba de las razones obvias, después de todo era la final y Víctor se disputaba su sexta presea. Además, al igual que él, yo tampoco deseaba revivir lo sucedido un año antes, cuando yo me encontraba en Nueva York y me fue imposible asistir a la final anterior. Este año, estaba seguro, no iba a ocurrir lo mismo, aun cuando tuviera que mover el mundo entero para poder estar presente.
Como programa corto, Víctor había seleccionado una composición mía que creé en mis tiempos de juventud, justamente para el Víctor que yo miraba patinar cada temporada en televisión. Para el programa libre, la selección fue otra pieza mía, algo que también compuse para él, pero esta vez, para el Víctor de carne y hueso, el real que conocí y del cual me enamoré en ese tiempo en Nueva York.
Los resultaros fueron predecibles: Víctor se colgó al cuello una nueva presea de oro, la sexta en el Grand Prix. Sus interpretaciones habían sido divinas, “una majestuosa muestra de técnica y belleza conjugados en la dosis perfecta, producto no sólo de una madurez mental y física, sino emocional”, según comentaron algunos críticos de su presentación. Él había llegado a algo más que una técnica pulcra: Víctor había sido capaz de conmover al público hasta las lágrimas, incluyéndome… Pero nada de lo que vi esa noche se comparó a lo ocurrido un día después, en la gala.
Víctor me había mantenido en secreto que rutina interpretaría para el deleite de los presentes. Sin preocupaciones sobre puntajes ni el estrés por realizar una perfecta actuación, era curioso como las rutinas más interesantes y creativas solían nacer para ese evento, y estaba seguro de que la de Víctor no se quedaría atrás. Me imaginé que sería una de sus viejas y entrañables rutinas; incluso, de manera egoísta, creí que interpretaría la que era mi favorita, pues algún tiempo atrás me lo había preguntado.
Antes de salir a la pista, me pidió que lo acompañara y lo observara desde la zona más cercana al hielo, esa misma donde los demás patinadores y sus entrenadores esperaban su turno y descansaban después de él. Era obvio que para mí, un simple espectador, no me estaba permitido el acceso, pero Víctor había pedido un permiso «especial», sólo por esa ocasión, sólo durante su rutina… Él quería que estuviera lo más cerca posible.
—¿Por qué?
Víctor sonrió ante mi pregunta y, como una parte de la respuesta, colgó en mi cuello la nueva medalla de oro que había ganado el día anterior.
—Porque esto va dedicado para ti —completó, acompañado de un suave beso a mi frente.
Un escalofrío me recorrió por completo y, sin saber muy bien por qué, el corazón se me disparó en el pecho. Eso hubiera bastado para confirmar mi sospecha de qué interpretaría esa rutina que tanto me encantaba; pero, de la misma forma, supe que no sería así.
Cuando Víctor se colocó en medio de la pista y tomó posición, cuando la música comenzó a sonar y llenó cada rincón del recinto, no pude creerlo; reconocí la melodía en los primeros acordes: era aquella pieza que yo había compuesto para él cuando le confesé mi amor. Fue una sorpresa descubrir que se trataba de ella, pues ambos habíamos acordado que esa pieza sería especial y única para los dos. Pese a eso, no me sentí molesto, sino al contrario: ver cómo Víctor interpretaba mis sentimientos en su patinaje fue una de las mejores maravillas de mi vida; fue resentir todo aquella oleada que me golpeó al momento de componerla e interpretarla para él, pero mil veces mejor, mil veces más intenso, porque él había comprendido cada gramo de mis sentimientos a la perfección y me los hizo experimentar de nuevo, pero reinterpretados a su modo, con una gracia hermosa y perfecta, y exponiéndolos ante todos, ante mí: nuestra soledad unívoca y asfixiante que se iluminó con nuestra pertenencia, con yo convirtiéndome de él y él volviéndose completamente mío. Nos habíamos llenado tantos huecos… Y Víctor fue capaz de hacerle comprender al público eso: que sin importar lo hondo del vacío, éste siempre puede llenarse.
En algún momento a todos nos dejó de importar la técnica y los saltos, eran más sus gestos y sus expresiones, los movimientos sobre el hielo los que cobraban un matiz importante, los que se habían vuelto los narradores de nuestra historia. Fue como si a la melodía que yo compuse, Víctor le hubiera colocado una letra muy cercana a la poética pura. Ambos elementos se habían conjugado para crear la rutina más especial y emotiva de Víctor Nikiforov, la más íntima.
No pude evitarlo, lloré como la primera vez, incluso más, por completo conmovido y contagiado con un amor por Víctor que, si no expresaba de alguna forma, me estallaría en todo el cuerpo. Llegué al punto de adorarlo y amarlo en todos los sentidos existentes, llegué a romper el límite de ese amor e implantar uno nuevo hasta el infinito. No tuve pensamientos ni palabras claras para expresar todo eso que me golpeó y me hizo tiritar, que me hizo sostener contra mi pecho aquella medalla de oro que parecía arder entre mis dedos.
Víctor también lloró, justo en medio de la pista y con el movimiento final, cuando su brazo quedó suspendido hacia mí mientras la última nota se perdía en el aire. Supe que no fue casualidad que esos ojos azules, maremotos, me miraran con un aplastante brillo. Supe que no fue casualidad que se deslizara hacía mí apenas los aplausos retumbaron en el recinto; todo el público puesto de pie, en alabanza, misma que él pareció ignorar. Supe que no fue casualidad que uno de los ayudantes fuera a su encuentro para entregarle algo pequeño, imperceptible a mi vista. Y justo enfrente de mí, Víctor se hincó en una rodilla sobre el hielo, extendió sus brazos con aquello en una mano y la abrió: era una caja que contenía algo dorado y redondo… Sí, un anillo de compromiso.