En el confín del Universo
El capitán Jean Jacques Leroy se quitó el hermético casco del traje espacial y con cautela aspiró el aire diáfano y helado de la nave. Sintió cómo éste entraba en sus pulmones, comprobó que era más puro que aquel que tenía comprimido en el tanque de oxígeno y pensó que incluso era más exquisito.
Por fin el Atlantis le daba la bienvenida y encendía sus luces para mostrarle el maravilloso diseño que a pesar del tiempo terminó cautivando a los rescatistas que junto a él ingresaron a las entrañas de la nave.
Tal como lo describían sus planos y fotografías era un transporte espacial de lujo y mostraba el brillo de su relucientes paredes y pisos que asemejaban el mármol y la estructura dorada de sus antiguos aparatos de navegación y control que parecían estar hechos de oro.
Leroy encabezó el pequeño equipo conformado por cinco intrépidos y un funcionario del estado quienes expresaron sin temor su voluntad de acercarse al inmenso crucero espacial y entrar en él para revelar el misterio que durante cien años había rodeado su repentina desaparición.
Antes que la compuerta que llevaba al salón principal se abriera, el capitán Leroy hinchó el pecho y enderezó los hombros dándose ánimos para cuando llegara el momento de enfrentar la verdad que aguardaba tras esa gruesa placa de acero y silicio.
Tal vez encontraría a los tripulantes dormidos en sus respectivas cabinas de pervivencia o quizá encontraría los cadáveres congelados de todos quienes vivieron la tragedia de quedar varados en el último rincón del universo.
Jean Jacques caminó con paso seguro por los trescientos metros que separaban el área de descontaminación del primer ascensor que los llevaría hasta el segundo nivel donde los rescatistas suponían que se encontraban los pasajeros y la tripulación esperando despertar después de tanto tiempo.
Tras él, el mejor programador de IA y hombre de confianza, el teniente Michele Crispino, revisaba constantemente la lectura de los niveles de oxígeno y otros gases que podían contener los ambientes de la nave que se abrían en forma automática ante la presencia de los cinco hombres. La única dama de la misión, la cosmobióloga Sara Crispino, también observaba con mucha atención sus aparatos de telemetría mientras intentaba vincularlos con el mando central del crucero.
Del grueso cinturón que ajustaba el uniforme a su cuerpo, Jean Jacques sacó un pequeño dispositivo, delgado como una hoja de papel y lo desplegó sobre la palma de la mano. De inmediato los datos comenzaron a aparecer en su pantalla y una respuesta constante alteró sus latidos y su respiración.
“No existe fuentes de vida” decía el mensaje y desde ese momento Jean se preparó para ver cientos de cadáveres.
Con las manos frías a pesar de tenerlas aún dentro de los guantes del traje siguió digitando las órdenes en su Telmix. La placa de metal plegable le permitía verificar más de un millón de datos en tiempo real, segundo a segundo y le presentaba varias alternativas de solución a cualquier problema que Jean le planteara.
El capitán quería estar lejos de la escena, pues siempre le resultó difícil enfrentar a la muerte y, sin embargo, siguió caminando al encuentro con la verdad y la que pensaba él, sería calificada como una tragedia lamentable.
Con paso firme avanzó por el largo pasillo silencioso conteniendo las ganas de salir corriendo del lugar, con la esperanza de comprobar que su infalible aparato se había equivocado y con el nudo que taponaba su garganta para evitar que sus emociones salieran vencedoras y lo dejaran de rodillas frente a la mortaja que envolvía a los cuatrocientos veinte seres humanos que viajaron en el Atlantis.
Jean detuvo su andar cuando la puerta del sector B2 donde se encontraban las cámaras de pervivencia se deslizó de lado y por unos segundos contempló la fría sala que se iluminó ante su presencia. De inmediato cientos de cápsulas de conservación brillaron a ambos lados de la enorme plataforma, estaban repartidas en dos niveles y en ellas deberían estar durmiendo los cuerpos de hombres, mujeres y niños.
El capitán de la unidad forzó su voluntad y dio el primer paso dentro del recinto frío. Se acercó a las primeras cámaras y con gran desconcierto observó aquello que jamás había imaginado encontrar.
Estaban vacías.
De inmediato ordenó a sus subordinados que revisaran todas las áreas de la nave y reportaran si existía en una de ellas la presencia de algún ser vivo o muerto.
La respuesta fue la misma.
—No hay nadie aquí, capitán. —Michele terminó la inspección en el área de servicios médicos y con un grueso dispositivo con forma de revólver medía la cantidad de radiación que contenían las largas y estrechas cabinas.
—¿Lo escuchó comandante? Aquí no hay nadie. —Jean tenía abierto el canal de comunicación que se conectaba con la nave central en la que llegaron para rescatar a los pasajeros del crucero—. Vamos a subir al segundo nivel.
—Tengan cuidado pues si hubo un proceso de putrefacción de cuerpos es probable que muchos virus y bacterias hayan quedado adormecidos en los compartimentos superiores. —La recomendación que el comandante Celestino Cialdini daba a sus hombres estuvo acompañada de una orden para que volvieran a ponerse los cascos.
Jean fue el primero en atravesar la compuerta que los separaba del segundo de los cinco niveles que tenía la gran nave y de inmediato sus ojos repasaron la extensión del gran salón de fiesta sin detenerse en los detalles. Mientras subían por el ascensor se hacía a la idea de observar cientos de cuerpos secos por el frío ambiente que había envuelto el interior de Atlantis y también imaginó que vería esqueletos repartidos en distintas posiciones dentro de las cobijas de sus camas.
El capitán ingresó como siempre antes que sus hombres y tras dar una rápida mirada al iluminado lugar volvió a comunicarse con la nave central.
—Comandante tampoco hay cuerpos aquí. —A Jean no le gustaba la idea de seguir buscando los cadáveres, pues para ese instante él como sus hombres estaban convencidos que no existía vida en la nave.
—¿Y los niveles de contaminación? —Cialdini estaba muy preocupado por la unidad, esos eran sus mejores oficiales y ya tenía con ellos cuatro años de ininterrumpido trabajo de rescate en zonas lejas del universo. No podía perder a jóvenes expertos como ellos.
—Son los normales, comandante. No existe carga de contaminación viral, bacteriana o de radiación que pueda afectarnos. —Sara Crispino era la más joven de todo el equipo y eso no le restaba capacidad para asumir un lugar importante en las unidades de avanzada como la que lideraba el capitán Leroy.
Jean supo que debía repartir las tareas de búsqueda y para tal fin envió a cada uno de los oficiales a diferentes áreas de la nave y ordenó que ninguno se quitara los cascos ni el traje espacial.
—Miki sube al área del rotor central, Sara ve hacia el salón de recepción, comedor y cocina. —Jean los separó para que se concentraran mejor en su trabajo, había notado que desde hacía un tiempo los dos más brillantes miembros de su equipo tendían a pelear por cualquier motivo puesto que Michele siempre intentaba sobre proteger a Sara y ella ya estaba cansada de tanto control fraternal—. Connor a la sala de controles, Foreman da una rápida inspección en los dormitorios y Demushe te quiero en los salones de entretenimiento.
—¿Y usted, capitán? —Michele no podía evitar expresar su preocupación por quien consideraba un gran oficial y un buen amigo.
—Vuestro capitán irá al puente de mando como corresponde. —Tras un guiño y una sonrisa de triunfador, Jean se dirigió una vez más al ascensor y ajustando el contador de partículas de radiación ingresó al gran puente de observación, una especie de cubierta que permitía ver el universo a través de su gran cúpula transparente y que llevaba a la gran cabina donde el almirante de la nave y los pilotos tomaban las decisiones durante el viaje.
El rotor central central de la nave separaba la proa donde se encontraban los compartimentos de pasajeros y tripulación, de la popa donde los almacenes y motores antimateria impulsaban el bello crucero. Además generaba gravedad e impulsaba a la nave para dirigirse hacia adelante y atrás.
Cuando el Atlantis hizo su travesía inaugural, millones de personas auguraron poco éxito a la nave. Incluso algunos se atrevían a pronosticar que, al igual que el milenario Titanic, el Atlantis naufragaría en las regiones lejanas del universo.
Aún con tan malos presagios algo más de quinientos pasajeros, se atrevieron a cruzar el universo hasta la extensión más lejana que los telescopios habían captado y en el tiempo record de cinco años volvieron con las fotografías más espectaculares de galaxias desconocidas que no podían apreciarse desde ningún asentamiento del Sistema Solar.
Después del exitoso retorno, el Atlantis se convirtió en la nave más codiciada para abordar e ir a los lugares más lejanos del universo conocido. Quizá la nave y sus almirantes nunca se adentraron en los sectores más distantes del infinito, pero sí llegaron a galaxias muy lejanas que aún no habían sido bautizadas por los hombres y que mostraban belleza, misterio y nuevos conocimientos para sus pasajeros.
La gran mayoría de hombres y mujeres que viajaron en el Atlantis fueron siempre estudiosos que aprovechaban el lujo y confort del crucero para estudiar y formular cálculos, ampliar sus teorías o solo relajarse unos días para recargar ánimos antes de volver al laboratorio. Las lujosas habitaciones, los salones de reuniones, así como sus instalaciones con laboratorios y observatorios modernísimos permitían investigar en el mismo lugar los nuevos cuadrantes del espacio que llamaban la atención de los expertos.
Ese último viaje del Atlantis no fue la excepción. Ciento diez astrónomos, cuarenta biólogos, cien astrofísicos, setenta y dos matemáticos, cuarenta y cinco físicos y trece visionarios abordaron el crucero con la esperanza de obtener muestras, fotografías, filmaciones y lecturas del escáner de estrellas para seguir acumulando más conocimientos al gran archivo del centro de mando del Sistema.
De los cuarenta tripulantes solo cuatro eran jóvenes que vivirían su primera experiencia y el resto eran expertos ingenieros, mecánicos, pilotos y servidores que harían como siempre un excepcional trabajo para que los pasajeros disfrutaran del viaje.
Y así fue hasta que a los mil novecientos veinte días de travesía por el sector más iluminado del universo el Atlantis dejó de transmitir su señal y nunca más se volvieron a escuchar sus comunicaciones. Ni en el centro base de Venus, ni en la Tierra, ni Marte, ni en la última estación de Plutón pudieron oír una transmisión o un pedido de auxilio del gigantesco crucero espacial.
Noventa y nueve años después y cuando en la memoria de la humanidad el Atlantis solo era un triste recuerdo, una débil señal proveniente del sector beta, al oeste de la galaxia Andrómeda, conmocionó a las autoridades, a la comunidad científica y a los seres humanos comunes y corrientes que vivían en el subsuelo del desolado y desértico planeta Tierra, en las bases de la Luna, Marte, Urano y Plutón o en las residencias lujosas de Venus.
De inmediato la élite que gobernaba el Sistema Solar desde las prósperas comunidades de Venus promovieron el rescate del Atlantis. Invirtieron esfuerzo y grandes recursos para que la fuerza aeroespacial de la armada enviara en misión de rescate una gran nave oficial que trajera de vuelta al crucero.
Se preparó a la nave insignia de la fuerza aeroespacial el Rescate Comandante Amstrong para atravesar el universo y llegar a una distancia de cien años luz desde donde provenía la señal. Se convocó a los mejores pilotos y astronautas para que formaran parte de la tripulación y se despidió a los valientes rescatistas con un gran desfile por las calles de la ciudad Landis, capital de las colonias de la alta élite de Venus. Un lugar el cual jamás habitarían esos hombres y mujeres que abordaron la nave de rescate.
Un año más tarde cuando despertaron a tan solo cincuenta mil kilómetros de distancia del Atlantis, el comandante de la nave Celestino Cialdini no tuvo ninguna duda en elegir a los mejores miembros de los doscientos que viajaron con él para que fueran los primeros en establecer contacto con el crucero, exploraran todos sus compartimentos en busca de vida y prepararan sus instalaciones para que los pilotos más experimentados del sistema solar llevaran de vuelta a casa al magnífico crucero.
Y uno de ellos era el afamado capitán Jean Jacques Leroy. Un joven nacido en la base espacial que orbitaba la colonia minera de Marte cuando su padre un insigne militar estaba cumpliendo servicio de apoyo en el planeta rojo.
Jean ingresó a la sala de mando convencido que alguno de sus camaradas informaría de inmediato el hallazgo de cadáveres. Él también esperaba ver los restos de la tripulación oficial en el lugar.
Había imaginado presentar sus respetos durante un minuto y luego tendría que tomar los controles para establecer una buena comunicación entre ambas naves convirtiendo al Atlantis en la nave sumisa que tendría que ser remolcada por los mandos del rescate.
Esperaba no sentir demasiada presión en el pecho cuando observara los cadáveres y pedía al universo que solo le permitieran ver esqueletos. Nunca fue bueno para ver sangre ni heridas abiertas y por ese motivo no podía controlar el pequeño temblor en el párpado y la ansiedad que por momentos lo vencían.
La compuerta de la sala de mando se abrió y en ese instante el pequeño dispositivo que captaba frecuencia vital encendió su luz hasta llegar a los niveles más altos.
Incrédulo Jean Jacques lo apagó y volvió a encenderlo para verificar si no se había dañado, pero volvió a ver una vez más la misma lectura y escuchar en su casco la voz del programa que le confirmaba la presencia de vida en la sala.
Jean traspuso la puerta y caminó por la antesala buscando a la persona o personas cuyo latido de corazón captaba el aparato.
—Comandante estoy ingresando a la cabina del almirante, supongo que en pocas horas tendremos toda la información de la nave y sobre lo que sucedió en su último viaje. —Su agitación tan era notoria que podía escucharse en los cascos de sus compañeros y en la cabina de control de la nave insignia de rescate Amstrong.
Cialdini así como el resto de la tripulación se quedó en silencio procurando no interrumpir un momento tan importante y esperando que en pocos segundos Leroy informara cuántas personas había encontrado en la cabina de mando.
Jean ingresó al iluminado espacio y solo observó los complejos tableros de control, las pantallas gigantes de observación, el periscopio que mostraba otros ángulos del universo en trescientos sesenta grados, los sillones vacíos y la bitácora abierta sobre el panel de control general.
—No hay nadie aquí comandante. —Jean observaba con cautela cada rincón pensando que tal vez un animal o un ente extraño del espacio podría estar habitando el lugar.
—Pero tu sensor de vida dice lo contrario. —Cialdini no quería creer lo que su capitán le decía en ese instante.
Jean avanzó hasta un pequeño compartimento ubicado en el sector derecho de la cabina y que estaba casi a ras de piso. La brillante cúpula sobresalía y su casco transparente se mostraba cubierto de una patena de agua cristalizada que se asentó con el tiempo.
El capitán se puso de rodillas, con mucha prudencia acercó el lector de vida a la cabina de hibernación y con gran emoción observó que las luces llegaban hasta el máximo nivel donde todas adquirían un tono verde hoja.
Con cuidado pasó el grueso guante de algodón y neofreno sobre el casco de la cabina de hibernación limpiando la capa delgada de hielo que le impedía observar el interior. Estaba seguro que vería el rostro del jefe guía de la nave, el experimentado almirante Nikolai Plisetsky, un hombre que se convirtió en una gran leyenda porque fue el último y el más osado de los almirantes del crucero.
Cuando Jean terminó de limpiar la cubierta acercó su rostro para ver al anciano, pero no lo encontró. En su lugar un joven de unos veinte años dormía plácido, tal vez ajeno al drama que vivieron los demás pasajeros y a los afanes de los hombres de la unidad de rescate.
La dorada melena larga era el marco ideal para un rostro de finas expresiones y el cuerpo atlético del muchacho indicaba que el momento que entró en el compartimento gozaba de buena salud.
Jean lo observó durante un par de minutos, sin importarle que sus amigos, que el comandante Cialdini y que los altos mandos de la armada en Venus estuvieran esperando impacientes su reporte.
El capitán tuvo una extraña sensación de llenura en el corazón que le obligaba a sonreír mientras contemplaba el pálido y simétrico rostro del muchacho.
Ante el silencio prolongado de Jean Jacques, el comandante preguntó.
—Capitán Leroy ¿qué pasa?
—Confirmado comandante. Hasta ahora hay una persona con vida en la nave.
Mientras el comandante Cialdini daba sus primeras órdenes para movilizar a sus hombres con el objetivo de abordar el Atlantis en los siguientes minutos y acelerar su recuperación, Jean esperaba que sus compañeros también dieran alguna noticia positiva sobre el resto de pasajeros y tripulación.
Y mientras todos se ponían en movimiento, por solo unos minutos más, el capitán Leroy, decidió observar en silencio al joven que esperaba despertar desde hacía cien años.

Notas de Autor:
Este es el primer capítulo del primer fic que escribo este año y me siento muy emocionada.
Además escribir de nuevo un Pliroy es un placer, espero hacer justicia a la ship puesto que en el anterior fue muy trágico.
Por último quiero confesar que esta historia sí hará honor al orden como se escribe la pareja Pli – roy. Solo se los digo para que luego no se asombren.
Y gracias por vuestro apoyo.
Los próximos dos capítulos los subo mañana y pasado y luego actualizo semana a semana ya les informaré qué día.