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—Entonces, Victor… hoy nos contarás sobre los dos objetos que justo ahora están causando controversia en el mundo artístico, ¿Verdad? —pregunta la entrevistadora, una hermosa pelinegra de ojos café oscuro y un corto vestido carmesí.
—Bueno, siempre he sido muy reservado en cuanto a los medios por los cuales obtengo inspiración… pero sí, hoy hablaré sobre eso, sí… —le responde el joven ídolo musical.
—Bien, estoy muy emocionada por lo que vayas a contarnos. Además, tengo entendido que… las trajiste, ¿Verdad?
—Sí, las traigo conmigo. De hecho, siempre las llevo a cualquier lugar, puede sonar excéntrico, pero son como un fetiche para mí.
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El punzante y molesto sonido de las patrullas acercándose hace que su corazón se detenga, pero sus pies se apresuran aún más y avanzan por la silenciosa calle.
El viento frío de finales de otoño remueve la basura amontonada, las bolsas de plástico y las hojas de viejos periódicos gastados y sucios vuelan y caen. Justo como él, igual de sucios, igual de gastados y usados, noticia vieja… eso es lo que es…
Su viejo abrigo negro lo cubre, e intenta protegerlo del frío y el viento que arremolina su largo cabello, pero no puede, y es que hay un frío aún más profundo dentro de él. Uno que viene de la herida sangrante y dolorosa debajo de sus costillas. Uno que le cala hasta los huesos, que atraviesa su carne y nubla sus pensamientos. Uno que le llena de sentimientos retorcidos, confusos y desesperados.
Las patrullas se estacionan justo detrás de él, a unos tres o cuatro metros prudentes, y él oye cómo las portezuelas de los autos se abren y se cierran.
—¡Es la policía! ¡Baje el arma! —dice uno de los hombres tras él, y él suspira y cierra los ojos. Deja resbalar el arma ensangrentada de sus delgados dedos temblorosos y fríos, no porque se lo hayan dicho, sino más bien porque ese maldito cuchillo pesa más que mil infiernos juntos—. ¡Dé la vuelta! Con calma…
Pero él no lo hace. No se gira. Tan solo sigue yendo hacia su víctima que avanza a gatas por el pavimento sucio, manchando los codos de su polera roja y sus pantalones negros, dejando un hilo goteante que es como el camino que guía a su victimario hacia él.
Ése camino goteante es lo que impulsa al victimario con un embrujo poderoso y efectivo.
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«Sígueme».
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Parece decirle la sangre sobre el pavimento frío, y él lo hace, aún sin arma alguna entre sus manos, lo hace.
—¡Alto! ¡Deténgase! —grita otro de los policías tras él, y él nota que se han ido acercando de a pocos, quizá temerosos de que tenga alguna otra arma escondida dentro de su abrigo.
Su andar es deprimentemente lento, igual que el de su angustiada y confundida víctima, la cual parece incluso ajena a la presencia policial y solo consciente de que el hombre tras él ha jurado destruirlo para siempre.
De pronto, él siente el abrazo rudo y violento de dos policías que lo detienen y lo empujan, aplastándolo contra el piso frío.
Sus ojos desorbitados empiezan a humedecerse de desesperación.
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«¡Éste no es el fin!».
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En un intento torpe y mal calculado hace un esfuerzo sobrehumano para quitarse de encima al policía que tiene puesta su rodilla sobre su espalda, pero ése mismo policía empuja su rostro contra el pavimento, raspando por completo la suave piel de su mejilla, creando magulladuras que demostrarán lo difícil de su captura.
Los policías no se andan con rodeos, lo esposan sin importar lastimarlo, o quizá incluso queriendo hacerlo, y luego lo alzan de un tirón.
Hay un golpe ahí, un golpe duro que parece hecho de acero y diamantes, como los ojos de su víctima.
Ése golpe directo al estómago le hace contraerse sobre sí mismo, casi enrollándose en el piso, pero al cabo de unos segundos, su rostro se alza para poder seguir teniendo sus ojos clavados en aquel al que siempre han seguido. Aquel que ahora se apoya en una de las paredes de la calle, con sus manos intentando detener el líquido caliente y rojizo que escurre de una de sus piernas.
El victimario se excita de nuevo, intenta removerse de entre el agarre firme de los dos policías, intenta aún acabar con su presa a toda costa.
La víctima llora, confundida, dolida, aterrada y al mismo tiempo reconfortada de ver y sentir el abrazo cálido y protector de otro de los policías que le dice que ya todo está bien, que ya nada puede herirlo.
Si las miradas mataran… el victimario lograría sin más demoras ni contratiempos su cometido.
La víctima busca con insistencia los ojos que quieren matarlo, quizá para asegurarse de que no pueden tocarlo, los encuentra y se queda hipnotizada por aquella mirada desesperada y delirante que muere, de verdad muere, por ver su cuello entre sus manos y estrujarlo hasta que la vida se le vaya en un último aliento débil que se exhale ante su violencia.
Hubo una época en la que el victimario le regaló besos que hicieron a la víctima de oro y fama.
Pero ya no más.
—¡Te encontraré! —le grita de pronto el victimario a su víctima, sin dejar de mirarla, sin dejar que se le escape de la vista—. ¡Siempre voy a estar justo detrás de ti! ¡Siempre! —le amenaza, y los policías lo meten con violencia dentro de una de las patrullas—. ¡Nunca me voy a ir! ¡¿Escuchaste?! ¡Jamás!
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«Si quieres que te escuche, solo susurra».
«Si quieres que corra, solo camina».
«Envolviendo tu nombre en encaje y cuero».
«Yo puedo escucharte, tú no necesitas hablar».
«Cometamos mil errores».
«Porque nunca aprenderemos».
[Cinema bizarre – My obsession]
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