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«No se puede morir de amor».
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Pensé eso en algún momento de mi vida.
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«El amor no mata».
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Pensé, cuando era un niño centrado, simple y bueno.
Era inocente en ese momento.
Cuando las horas pasaban y los minutos corrían, yo siempre pensé que todo marchaba correctamente. Ése fue mi error la primera vez.
Ilusamente creí que todo estaba bien, que todo era perfecto y que todo era tal como debía ser.
Y no.
De un solo tirón fui expulsado de mi cielo y fui alejado de mi paraíso terrenal. Toqué el infierno de pronto y fui dejado allí para siempre, incapaz de alejarme del dolor, del temor y de la desesperación.
Entonces entendí que fui yo el del error.
Yo el que había confiado en quien no debía confiar, yo el estúpido, yo el problema, yo el idiota que creyó que su simpleza común era inmune a la tragedia.
Entendí por fin que nunca nada estuvo bien y que nunca nada había sido perfecto, y al entenderlo, supe que todo había cambiado para mí y para mi forma de entender el mundo que me rodeaba.
Recuerdo que antes, cuando la idea del Jū-Shō vino a mí por primera vez, pensé en el juego como un pasatiempo cualquiera, algo muy ordinario y sencillo, y nunca le temí ni pensé en el de forma seria.
En cambio, actualmente, analizar el Jū-Shō con detenimiento, hasta el punto de convertirlo en una obsesión que merodea mi cabeza y se abraza a todos y cada uno de mis pensamientos, me ayuda.
Me relaja.
Me funciona.
Y, sobre todo, obsesionarme con un juego es mucho mejor que decirles a mis padres que estoy muriendo, que fui destrozado, y que necesito ayuda.
Porque no existe la ayuda, y no la necesito.
Solo necesito al Jū-Shō.
Lo necesito mucho.
Y, en teoría, ya estoy en el juego.
Hoy compré las cien velas azules mientras le escribía mensajes a mis únicos dos mejores amigos de toda la vida, Phichit y Guang.
Guang es inocente, le tiene miedo a la noche y a éstas cosas. Phichit, en cambio, es el mejor de los tres. Es el más sociable, el más atento y el más inteligente. Evidentemente, él no cree en esto.
Al hablarles de las velas, ambos dijeron «Sí» solo porque se supone que yo soy el más sensato, el más obediente y el que siempre sigue las reglas. El que nunca se arriesga.
El aburrido.
Ése soy yo.
Les dije que estaba cansado, muy estresado, y que deberíamos aprovechar el verano para hacer algo divertido, y más aún, aprovechar el O-Bon, la fecha en la que recordamos y honramos a los espíritus de nuestros antepasados, para jugar un poco.
Era un viernes por la noche cuando empezamos.
Sus novias estaban allí. Éramos cinco en total y cada uno debía apagar veinte velas. Ellas se divertían, Phichit estaba preocupado por mí, por lo que hacía en la vida, por haber sugerido algo como esto, y por el lugar en el que estábamos.
Había unos edificios departamentales en el bosque, con dos piscinas y dos sótanos destinados a garajes, todo había funcionado bien en algún momento, hasta que la empresa que los administraba cayó en la bancarrota con el último terremoto y no pudieron restaurar los edificios afectados. Mantuvieron el área tal como quedó, y es que era demasiado grande para ser demolido y demasiado grande para ser reconstruido. Quedó en ruinas en medio del bosque y a nadie le importaba lo que ocurriera con eso porque sencillamente a nadie le afectaba.
Allí estábamos los cinco, en uno de los edificios, en una habitación del octavo piso, sentados alrededor en medio de la total oscuridad, y alejados los unos de los otros.
El reloj en el celular marcaba las dos de la mañana y el silencio sepulcral en el lugar era apenas opacado por la suave voz de la novia de Guang que nos narraba la historia de una mujer que una madrugada cualquiera había derramado accidentalmente el agua que utilizaría para cocinar el almuerzo que su esposo se llevaría aquel día al trabajo.
Al ir a toda prisa a por más agua hacia el manantial del bosque, ella se había encontrado consigo misma, o al menos, con una mujer idéntica a ella, una que la pasó de largo mientras se burlaba de su lentitud.
Según la historia, aquella desdichada mujer había regresado a casa y había intentado despertar a su esposo, quien había bebido mucho la noche anterior.
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«Me vi a mí misma».
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Le decía la mujer.
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«Ayúdame».
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Le pedía, pues no podía ni mantenerse en pie y decía sentirse mareada, adolorida, asustada y con náuseas.
Horas después, casi al amanecer, su esposo despertó al fin dispuesto a irse a trabajar, pero al asomarse a la cocina la encontró tirada sobre el piso. Había espuma en la boca de su esposa, una expresión deforme se había apoderado de su rostro y sus ojos aterrados estaban muy abiertos e inmóviles, mientras su piel estaba fría, casi azul y muy dura.
Estaba muerta.
El hombre había llamado a sus vecinos angustiado. Al preguntarle qué recordaba, él les contó que ella no dejaba de decir aquello.
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«Me vi a mí misma».
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Le repetía, una y otra vez, mientras él la creyó loca y le dijo que le dejara dormir.
Todos le dijeron que debió ayudarla, debió darle de beber algo fuerte y prender incienso en la casa, pues seguramente algún ente maligno había querido jugar con ella y había terminado matándola.
A Guang le daba escalofríos escuchar nuestras historias, se le notaba cuando, al llegar su turno, la voz le temblaba y parecía solo susurrar con miedo y con frío.
Yo me veía a mí mismo en él, en su voz temblorosa y en sus palabras entrecortadas.
Fue así como el reloj marcó las tres y cinco de la mañana, y la oscuridad que nos envolvía y el silencio tortuoso nos hacían querer acabar pronto.
Era mi turno otra vez.
Había contado muchas historias muchas veces, pero nunca aquella, porque aquella me causaba conflictos.
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«Me enamoré una vez».
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Les dije, y a pesar de la oscuridad inmensa, casi pude sentir las miradas de todos allí.
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«No se puede morir de amor».
«Ilusamente pensé eso en algún momento de mi vida».
«El amor no mata».
«Pensé, cuando era un niño centrado, simple y bueno».
«Era inocente en ese momento».
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Les dije.
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«La persona que amé me traicionó».
«Engañó a mi amor».
«Lo arrojó a un tacho de basura».
«Yo me sobrevaloré demasiado».
«Creí que mi amor lo era todo para él de la misma forma en la que el suyo, que era débil y falso, lo era todo para mí».
«Yo hubiera dado todo por él».
«Lo amé tanto».
«Tanto».
«Tanto».
«Tanto que dejé que acabara conmigo».
«Dejé que pudriera mi corazón y que enfermara mis sentidos».
«Dejé que sus manos me tocaran y dejé que sus amigos me besaran».
«Dejé que violaran todo de mí».
«Mi cuerpo, mi inocencia y mi alma».
«¿Por qué?».
«Porque lo amaba».
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Susurré.
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«Creí que el juego era contar acerca de historias de miedo».
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Dijo la novia de Guang, con una voz muy suavecita que apenas pude escuchar.
Yo le sonreí a la oscura esquina en la que ella se había sentado.
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«Ésta es una historia de miedo inmenso y de pútrido amor».
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Le dije.
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«Pronto».
«Muy pronto».
«Cuando alguien les haga preguntas molestas».
«¿Por qué Yuuri Katsuki no está?».
«¿Por qué Yuuri Katsuki desapareció?».
«¿A dónde se fue?».
«¿Quién se lo llevó?».
«Seguramente ustedes responderán muchas cosas».
«Muchos y temblorosos “No sé”».
«Entonces me sentirán junto a sus cuellos descubiertos».
«Susurraré en sus oídos».
«Diles la verdad».
«Diles que fui engañado y que fui roto».
«Diles que mis pies muertos rondan por el bosque y se arrastran pesados como rocas».
«Diles que mis uñas rotas se caen a pedazos».
«Que araño los árboles y que mi voz lastimera llora».
«Diles que no duermes porque me temes».
«Diles que “Yuuri” hablaba de desaparecer, de morir y de amar».
«Diles que estoy esperando en la oscuridad de los árboles a cualquier incauto que se atreva a ir por allí».
«Diles en qué me convertí».
«Y sí algún día me ves… diles que te busqué».
«Que piel podrida y fría rozó tus pies una noche».
«Que desde entonces le temes a las esquinas de tu habitación y a éste bosque».
«Porque en sus rincones oscuros y en su silencio horrible sabes que está el pobre y estúpido Yuuri Katsuki».
«Y sabes que no está bien».
«Que no está feliz».
«Y que nunca está en paz».
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Mi cuento finaliza y me pongo de pie con cuidado.
La habitación está completamente a oscuras, al igual que los pasillos y todo el edificio, es difícil moverse por ahí, pero lentamente mis pasos resuenan y al llegar a la puerta, la abro, salgo y la cierro tras de mí.
Así, sigo caminando lentamente, guiándome con una mano puesta en la pared cuya pintura se deshace al tacto. El silencio allí es realmente terrible hasta que el silbido del viento colándose por alguna ventana rota me hace pegar un brinco.
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«El viento susurra cosas».
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Contaba mi abuelo cuando yo era pequeño.
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«El viento te observa».
«Dice tu nombre y dice mentiras».
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Quiero creerle cuando escucho mis pasos seguidos por un eco ajeno, uno que se hace rápido de pronto y me obliga a girar.
Es imposible ver algo allí, todo está demasiado oscuro y demasiado frío. Sigo caminando y paso junto a una habitación abierta. Me parece que el viento respira y duerme allí.
Al pasarla de largo y llegar por fin a la habitación indicada, abro la puerta y puedo ver la vela azul, la última de las cien, parpadeando. Se ha consumido bastante, y me alegro de haber comprado las grandes velas gruesas y no las simples.
Me acerco hasta ella y la puerta se balancea tras de mí, entonces regreso y la cierro.
Al volver a la vela noto que su forma de arder es demasiado suave, como si quisiera apagarse por sí sola. No la dejo hacerlo.
Tomo el espejo circular junto a ella y observo con éste lo que hay tras de mí. Allí solo encuentro mi sombra mezclándose con la oscuridad de la noche.
Oigo un golpe en la habitación contigua, uno tan rápido que no puedo descifrar si en verdad lo he escuchado o solo ha sido el crujir de mi ropa y mis zapatos.
No lo pienso más, aún viendo a través del espejo lo que hay tras de mí, apago la vela y me quedo allí, solo, a oscuras y con frío.
Entonces siento aquello.
El frío inmenso que se duplica en la abandonada y vieja habitación.
Quiero ponerme de pie y regresar junto a los otros, pero no puedo moverme. Es el polvo y la tierra que se han acumulado en el piso los que se mueven y se arrastran suavemente en lugar mío.
Deseo por un instante quedarme allí para siempre, y convertirme en parte de aquellas ruinas y de aquel frío, pero el pensamiento se esfuma y con el cuerpo pesado me muevo al fin y me dirijo de vuelta a la salida.
Al abrir la puerta para salir puedo escuchar pasos en las escaleras que llevan al piso siguiente. Pasos lejanos que corren y suben, o quizá bajan hacia mí.
Respiro hondo y me arrepiento de inmediato de haberlo hecho, y es que el aroma del polvo revuelto por el viento se me atora y me obliga a toser. Así, mientras trato de regular mi respiración, intento seguir avanzando, ésta vez sin la ayuda de la pared del pasillo.
Tan solo camino y camino, paso junto a la puerta cerrada del departamento contiguo y me pregunto si antes estaba abierta o cerrada, pero la dejo tal cual, y al final del pasillo por fin llego junto a los otros.
Intento abrir la puerta pero ésta está asegurada.
Intento otra vez y no cede, así que toco tres veces.
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«¿Yuuri?».
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La voz de Phichit alivia todo mi cuerpo, y solo cuando la escucho puedo darme cuenta de lo asustado que estoy y de lo débil que me siento, de lo temblorosas que están mis rodillas y de lo adolorida que está mi espalda.
No puedo ver a mi amigo, tan solo escucho sus pasos y escucho la puerta abriéndose para dejarme entrar.
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«¿Por qué tocaste?».
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Me pregunta, pero no le respondo.
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«Ve a tu lugar».
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Le digo, y él me detiene.
Su tacto frío me hace alejarlo de inmediato.
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«Estás helado, Yuuri, por dios. Ya para esto. Regresemos. Salgamos de aquí, vamos a casa. Ya detente, nos estás asustando».
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Me dice, pero no le respondo.
Lo aparto de mi lado y lo pongo en un dilema al preguntarle si en serio es o no es mi mejor amigo.
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«Solo estamos jugando un juego, Phichit».
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Le digo, y luego le repito que vaya a su lugar.
Él deja la puerta abierta, tal como tiene que ser, y yo solo avanzo hasta llegar a mi esquina.
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«¿A qué hora nos vamos?».
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Pregunta Guang, su voz suena más tranquila que hasta hace unos minutos y eso me da a entender que su novia debe haberse acercado a él y estar abrazándolo.
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«Cuando amanezca podremos irnos. No hablen y duerman».
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Les digo, y me acurruco en mi lugar.
Así, mientras me acomodo, los dedos fríos de Phichit rozan la mano que yo tengo sobre el piso empolvado. Trato de alejarme pero se pega más, casi apoyándose en mí, así que me quedo quieto y me apoyo en él.
La puerta cruje de vez en cuando y en algún momento escuchamos un silbido en algún lugar, una de las chicas grita y Phichit le dice que se calme, que ha sido el viento.
Solo entonces sé que Phichit está al otro lado de la habitación, con su novia.
Llamo a cada uno por su nombre, todos contestan, están en parejas, apoyados en esquinas distintas a la mía.
Yo estoy solo, junto a esos dedos fríos que queman y duelen. Quiero ponerme de pie, pero tira de mi ropa y me obliga a quedarme sentado a su lado.
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«Abrázame».
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Le pido, apenas en un susurro, y siento su aliento extraño sobre mi cuello susurrando con mi voz.
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«Abrázame».
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Me dice.
Recuerdo bien aquel poema.
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«Abrázame».
«Cuando las luces se apaguen».
«Cuando las ventanas se nublen».
«Cuando los cielos grises griten».
«Abrázame por siempre».
«Cuando tus cabellos estén bajo tierra».
«Nunca me dejes».
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Al final, dormí allí sin siquiera darme cuenta, quizá imaginando unos dedos fríos junto a los míos y un susurro sollozante en mi oído.
Estaba cansado, estaba triste, estaba roto, adolorido y agobiado.
Un par de horas después, al salir el sol, respiré profundo y analicé a mis amigos dormidos uno junto al otro en parejas y en esquinas contrarias. Envidié tanto su amor tan correspondido.
Me puse de pie y observé el lugar en el que me había sentado. Inconscientemente mis pies borraron a toda prisa toda huella del polvo antes de que mi mente débil memorizara aquellas marcas extrañas. Aquellos dedos arañando el piso, aquellos pies rondando y aquellas letras formando aquel nombre.
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«Yuuri».
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Había escuchado tanto ese nombre a lo largo de toda mi vida, pero nunca tantas veces como aquella noche.
Eso no me asustaba, de hecho, no me hacía sentir nada. Quizá era por el sol y sus propiedades anestésicas. Sus suaves rayos acariciando e iluminando poco a poco el pasillo y la habitación a través de la puerta abierta me hacían sentir a salvo, casi valiente.
La noche había finalizado y el amanecer había arribado. El segundo juego había concluido, y con ésta, tenía dos victorias de diez.
Quedaban ocho.
Ocho que parecían mil.
Mi único consuelo, quizá, era que a partir de ahora ya no expondría a nadie más excepto a mí. Iría yo solo desde aquí.
No soy una persona oscura, querido diario y querido lector inocente, debes saber eso.
Y no soy una persona mala.
Si quieres conocer a «Yuuri Katsuki» pregunta a sus amigos, a su familia y a sus maestros.
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«Buen amigo».
«Buen hijo».
«Buen hermano».
«Y buen estudiante».
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No hay nada malvado en ninguna de las descripciones, sencillamente porque no hay nada malvado en «Yuuri».
«Yuuri Katsuki» es simple, sencillo y bueno.
Solo es tonto, lento e iluso.
«Yuuri Katsuki» no sabe cuándo empezó éste gusto suyo por la noche, y éste extraño placer por lo oscuro. Quizá, en el pasado, más que una obsesión sin frenos era tan solo un interés meramente académico y superficial.
«Yuuri Katsuki» es el nombre que le dieron a mi cuerpo al nacer.
Si lees esto, seas quien seas, sabrás que no soy malvado. No soy cruel, no soy frío, y no soy noche.
Soy solo un chico cualquiera, de un lugar cualquiera, en un momento cualquiera.
Sabrás que el único problema conmigo es que, al igual que una muñeca tonta de porcelana débil, me dejaron caer al piso frío y mi rostro se astilló y mis brazos y mis piernas se rompieron en pedazos.
Si tenía corazón, debes saber que ahora «Yuuri» se ha abierto el pecho y se lo ha arrancado de un solo tajo, lo ha envuelto en vendas tibias lavadas en llanto. Lo guarda encerrado en una pequeña cajita azul oculta bajo la mesita de noche junto a la cama.
Ahí están su corazón roto y su vida rota, ambos aferrándose el uno al otro con apenas un desgastado y viejo hilo, pendiendo de éste y balanceándose sobre un abismo.
Los guarda.
Quizá.
Con la tonta esperanza de no perderlos nunca.
Sin importar lo que pase.
Y sin importar lo que opinen.
El mundo.
El tiempo.
Y la muerte.
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