Segundo nivel: Ramas


A veces Yuuri se pregunta qué hizo de bien en su vida para merecer a Víctor. Sobre todo en momentos así, cuando después de hacer el amor, queda una estela cálida entorno a sus cuerpos desnudos, una estela que siempre sabe a cariño y satisfacción. Entonces lo mira dormir, pues Víctor siempre es el primero en caer rendido bajo el peso de su propio cansancio, y Yuuri continúa preguntándose lo mismo una y otra vez hasta que termina por perderse en el largo de las pestañas de Víctor, en la sonrisa coqueta que él tiene curveada sobre sus labios, en los hoyuelos bajo sus ojos y en su respirar tan tranquilo, lleno de paz.

A veces Yuuri se pregunta en qué clase de sueño eterno se encuentra, pues la sensación de irrealidad es en ocasiones muy poderosa e incomprensible… ¿En qué momento podría creer que él, un simple Beta, terminaría amando y siendo amado por un Alfa como Víctor? Él, quien siempre se había abstenido de pensar en la idea de que podría tener en el mundo otra mitad, sobre todo porque los Betas no están acostumbrados a soñar con destinados como hacen los Omegas, sino con solo encontrar a otro de su mismo género con quien sentirse suficiente. Pero Yuuri ha llegado más allá, se ha hecho sobrepasar en esa sensación para ser el universo completo de alguien. Se podría decir en la cima, pero justo cuando se encuentra más arriba, es cuando la caída tiende a dar mucho más miedo.

Yuuri no deja de preguntarse en qué momento todo eso va a terminar, en qué momento despertará y caerá para quedar deshecho. Siempre se pregunta cuándo Víctor encontrará a su Omega destinado y cuánto tiempo le queda antes de verse abandonado por él.

A veces intenta tranquilizar su conciencia al pensar en todos esos casos donde un Omega o un Alfa nunca encontraron a su contraparte destinada, sino que terminaron por compartir su vida con alguien del género contrario más por convicción y por el deseo de no terminar solos. Pero, aun así, el miedo siempre emerge en Yuuri cuando hay silencio, cuando las ideas dan tantas vueltas en su cabeza que se transmutan en monstruos que lo arañan y lo hieren: «Él lo encontrará», «él será feliz con alguien más», «él va a dejarte tarde o temprano». Y las heridas entonces sangran, convulsionan dentro de sí y le hacen vomitar inseguridad y terror.

«Nada de esto puede ser real», e incluso comienza a creerse eso cuando recuerda la forma cómo conoció y se enamoró de Víctor, cuando este prácticamente cayó del cielo y lo hizo sobre él después de que intentara realizar un salto en una pista de hielo comunitaria. Víctor se confió por la casi nula afluencia de gente que había en ese momento, pues además de él, solo se encontraban otras dos personas incluyendo a Yuuri.

Y era curioso, pues ambos tenían una afición innata por el patinaje sobre hielo, ambos acostumbraban a acudir a esa pista cada noche, a la misma hora; tal vez incluso cruzaron miradas en más de alguna ocasión, pero porque uno era Alfa y el otro Beta, no se mostraron más interesados por el otro que por una pared. Yuuri podría jurarle al mundo entero que, sino hubiera sido por aquel accidente, Víctor nunca se hubiera mostrado interesado en él.

Debido a la caída, Yuuri terminó con un brazo roto y Víctor se sintió tan mal de ello, aunque ambos habían tenido la culpa de su distracción, que no solo corrió con los gastos médicos de Yuuri, sino que se encargó de su cuidado durante esas semanas. Cada mañana, tarde y noche le mandaba mensajes o lo llamaba para saber cómo se encontraba, si sentía dolor, si había tomado ya sus medicamentos o si podía hacerse cargo de sus cosas. Iba por él para llevarlo a clases y lo recogía en la salida. Más de alguna vez lo invitó a cenar, más de alguna vez fue a su casa a prepararle personalmente algo de comer. Contrató incluso una mujer Beta para que se hiciera cargo de la limpieza de su departamento y que lavara su ropa para que él tampoco tuviera que preocuparse por eso.

Cuando el yeso de Yuuri fue retirado, el lazo ya estaba creado: ambos eran muy buenos amigos, tanto que esa costumbre de llamadas, mensajes y salidas no terminó, sino que al contrario, comenzó a hacerse más habitual. Y los lugares por visitar se extendieron, los cuidados y las preocupaciones por el otro se volvieron mutuos. Después las pláticas extendidas hasta la madrugada, el recibir un mensaje y verse leyéndolo con una sonrisa tonta sobre los labios. Pensar en el otro en la más mínima distracción, y no solo pensarlo con una sonrisa en los labios y creer que es la persona más maravillosa del mundo, era hacerlo también en la intimidad, cuando se antojaba tanto el cuerpo y la carne, y aquello terminaba por desbordarse en sus propias manos. La cercanía volviéndose cada vez más invasiva, hasta rozar sus manos, hasta tomarlas, hasta entrelazar los dedos y que los abrazos dejaran de ser sorpresivos y se volvieron necesarios… Hasta el primer beso, que en ese mismo momento se volvieron cinco. Después la confusión, la duda, la sensación de que ambos no debían estar juntos por ser tan dispares: un Alfa y un Beta que no tendrían la forma de acoplarse como la naturaleza lo dictaba. Pero era diferente a lo que creyeron, se sentía diferente: sentían que encajaban tan bien, que eran el uno para el otro.

Nunca hubo una confesión como tal, no hasta que todo el mundo a su alrededor los comenzó a clasificar como «pareja». Su compañía mutua se había vuelto natural, porque nunca había sido necesario que se sentaran y hablaran sobre lo que eran, lo que sentían el uno por el otro, si era bastante obvio, para ellos más que para el mundo. Y contra todo pronóstico, fue Yuuri quien propuso el que vivieran juntos cuando encontró un buen trabajo en una empresa. Víctor creyó que era un paso obvio en su relación, pero para Yuuri fue más como la primera señal de la inseguridad que lo atormentaría por el resto de sus días.

Y ahí estaban, casi cinco años después, en una relación que, sin ser perfecta, podrían describirla como tal. Por eso el sabor de idílico, de irreal, por eso el esfuerzo de Yuuri por tratar de convertirse en el «Omega destinado» para Víctor, de tratar de torcer el destino y darle tanto amor que no necesite encontrarlo en alguien más… Por eso esa necesidad de ser perfecto y complacerlo, de recrear hasta en el más mínimo de los detalles esa vida que Víctor se había planteado junto a su Omega antes de conocerlo.

Por eso el miedo, por el terror a errar…


Son las diez de la noche. Yuuri cierra con llave la puerta de su cubículo y camina hacia el elevador mientras teclea presuroso en la pantalla del celular: escribe un mensaje a Víctor para avisarle que finalmente ha salido del trabajo y que se dirige a casa. Sonríe minutos más tarde, cuando justo fuera del edificio recibe una respuesta: «Por tu arduo trabajo tendrás como recompensa una deliciosa cena, cariño. Es sorpresa». Hay una trampa tras esa «sorpresa»: sabe que llegando a casa será recibido con el delicioso aroma y sabor de un tazón de cerdo. La idea amortigua un poco su cansancio y el estrés de fin de mes. Camina con un ánimo renovado, sonriente y distraído con los mensajes y las fotos que sigue recibiendo de Víctor, quien juega a darle pistas sobre la comida «sorpresa». Pese a que ya lo sabe, Yuuri le sigue el juego. 

Sin embargo, a pocos metros de llegar a su automóvil, aún distraído con lo que escribe y lee en su celular, algo cae contra su espalda e intenta sujetar su brazo. Yuuri se sobresalta, jadea y da varios pasos hacia atrás. La persona que ha intentado tomarse de él cae de rodillas al suelo y se curva sobre sí mismo, abrazando la zona de su estómago como si un terrible dolor lo aquejara. Yuuri lo mira asustado, sin comprender muy bien qué sucede y si debe alejarse o no. La persona que está frente a él no es un vagabundo, eso es fácil de notar a simple vista, así como es fácil darse cuenta que no se encuentra bien, que todo su cuerpo tirita y su respiración es agitada y dificultosa.

—Be… ta…

Yuuri cree escucharlo hablar, pero no comprende lo que intenta decir. Se acerca un paso… luego otro, pero se detiene helado al ver a aquella persona alzar finalmente su rostro para mirarlo: es un chico joven, posiblemente de su misma edad, con un cabello castaño y ojos azules que lucen algo opacos por una nube de excitación. No obstante, su apariencia no es lo que llama la atención de Yuuri: es la rojez de sus mejillas, el sudor abundante que cubre todo su rostro y empapa su ropa… Y el calor ardiente que se refleja en su mirada. Es un Omega en celo.

—Ayu… da… me… Por favor… —el chico solloza, intentando ponerse de pie para acercarse de nuevo a Yuuri. Al ver sus piernas fallar y caer otra vez, el desconocido solo atina en mirarlo y suplicar por su ayuda con una desesperación y dolor que sacude a Yuuri desde el alma.

Su boca se encuentra seca, pues le es bastante obvio lo que sucede: se encuentra frente a un Omega cuyo celo lo ha sorprendido en esas condiciones. Por el ataque atroz que sufre de calor y desesperación, supone también que no se encuentra bajo un tratamiento de supresores, por lo que está indefenso ante el instinto de cualquier Alfa que pudiera cruzarse en su camino. Tener que hacerse cargo de algo así es problemático, pero Yuuri siente un aguijón de culpa encajándosele en el pecho al pensar simplemente en abandonarlo e imaginarse que pudiera ser abusado por cualquiera en esa condición. Piensa en su hermana, piensa en Phichit, su mejor amigo, ambos Omegas muy cercanos y queridos por él. Se los imagina en un situación similar, se los imagina suplicando por ayuda y no recibiéndola. Se los imagina padeciendo las terribles consecuencias por ello y se imagina el horror que le encogería el pecho al enterarse.

No tiene opción.

—Oye, te ayudaré, pero ¿puedes decirme tu dirección? Te llevaré a tu casa.

Se acerca al chico e intenta sostenerlo y ayudarlo a levantarse para subirlo a su automóvil, pero apenas intenta tomarlo del brazo, el Omega se abraza a su cuerpo con fuerza, casi haciéndolo caer. 

—Ayuda… Due… le… Por… favor… —el chico jadea contra su oído en un aliento que casi parece quemar, y no duda en restregar su cuerpo contra el de Yuuri, quien es capaz de sentir como el Omega intenta tomar su mano y llevarla hasta su entrepierna dura. Por suerte para Yuuri, es fácil someterlo un poco, alejarse y dejar algo de espacio que le permita respirar. El desconocido solo se queda contra el suelo, de rodillas, abrazándose más a sí mientras que, con su poca cordura, evita llevar sus manos a su pelvis para no terminar masturbándose a media calle.

Yuuri continúa cuestionando su domicilio, un nombre siquiera con el que lo pueda identificar, pero el Omega no puede responder ni pensar con mucha coherencia, solo súplica por ayuda, solo se arrastra para intentar acercarse de nuevo. Yuuri opta entonces por buscar entre la ropa ajena un celular, una cartera, alguna identificación con la cual saber su domicilio, pero al sentir el cuerpo del chico agitarse contra el suyo ante la nueva cercanía y escucharlo soltar jadeos de desesperación, sabe que no es una buena idea y se detiene.

Durante unos segundos Yuuri se mantiene quieto, a unos pasos de distancia, mirando al chico agitarse sobre el suelo. ¿Acaso deberá llevarlo a su propia casa? Pero no puede, claro que no, le horroriza la sola idea de exponer a Víctor ante el celo de un Omega. No obstante, también ha decido que no lo puede abandonar. Si tan solo su amigo Phichit se encontrara en la ciudad, podría llevarlo con él: quien mejor que otro Omega para comprender y saber qué hacer en una situación como esa.

Mientras cavila sus demás opciones, Yuuri escucha unos pasos a la distancia y es invadido por un abrupto pánico: ¿y si es algún Alfa que ha percibido el aroma del celo y se dirige a ellos para reclamarlo? Yuuri es consciente de lo peligroso que puede ser el deseo de poseer de un Alfa cuyo instinto nace por el aroma del celo. En ese estado, el Alfa sería incluso capaz de lastimar a Yuuri si intentara interponerse y proteger al Omega.

No tiene opción, no cuando siente los pasos cada vez más cerca, cada vez más presurosos, y se da cuenta que no solo se trata de una sola persona. Sus movimientos se vuelven torpes por el temblor del pánico, su corazón retoma un ritmo violento y desgastante que casi lo hace gritar de la desesperación; apenas puede optar por jalar al chico de su camisa y prácticamente arrastrarlo hasta su automóvil. Abre el seguro y la puerta con torpeza, y a empujones lo logra subir en la parte posterior del vehículo. Justo cuando abre la puerta del piloto, Yuuri nota un par sombras girar por la esquina de la calle.

No ve más, no se queda a averiguar si realmente se dirigían a ellos: enciende y arranca el vehículo, y acelera hasta que logra perderse en las calles de la ciudad. Es hasta el primer alto en el que que toma un respiro largo y profundo, como si hasta ese momento hubiera sentido el aire colapsado en sus pulmones. Mientras espera el siga, escucha al Omega jadear en el asiento trasero y, a través del retrovisor, ve como este finalmente se ha abierto la bragueta del pantalón y comienza a acariciarse con una desesperación que no le es satisfactoria. Yuuri suspira, sabe que en ese punto solo tiene una opción: rebusca su celular en el bolsillo y hace una llamada. 

—Víctor, de verdad lo siento, pero necesito pedirte algo…

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