Lado A
(1850)
¿Cuánto tiempo, Yuuri? ¿Cuánto habrías de soportarlo? ¿Cuántas veces deseaste rasgarte la piel en lugar de mantenerte hundido en aquel ciclo que se repetía una y otra vez? Cuando hacías las maletas, cuando cruzabas el umbral a medianoche sin mirar atrás; pero siempre Víctor te esperaba afuera, con los brazos cruzados, con los labios juntos, aguantándose las ganas de llorar porque de nuevo querías huir de él. Es como si te leyera la mente, como si algo en su interior fuera un radar activo que reaccionaba cuando abrías los ojos y sentías que te asfixiabas. Pero la realidad es que eras tan transparente para él. Sabía cuando estabas al borde, apunto de lanzarte al vacío… Un vacío que nunca habría de llenarse de nuevo para traerte de vuelta. Por eso él estaba ahí, te esperaba, te abría los brazos para que cayeras y te desesperaras en ellos.
Tantas ganas tuviste de arrojar las maletas, de correr sin rumbo hasta que el aliento se apagara y desfallecieras, pero en sus brazos nunca habría muerte: borraba su significado, su búsqueda por ti. Víctor sabía tan bien que, aunque golpearas, aunque varios insultos se escaparan de tus labios, nunca tendrías la fuerza suficiente para al final no aferrarte a ellos.
Así siempre lograba guiarte de vuelta adentro, a tu habitación, donde el refugio de una puerta cerrada con llave les permitía a los labios moverse en sincronía… y que las prendan cayeran, desaparecieran en una oscuridad que también formaba parte de su amparo. Ahí adentro no importaba quiénes eran, qué historias se contaban detrás de sus miradas y sobre sus hombros caídos. Ahí podían quitarse el peso de lo que significaba su mentira, el peso de aguantarse tantas cosas para que nadie pudiera descubrirlos. El peso del miedo a la muerte era fatal, pero uno sabía sobrellevarlo mejor que el otro.
¿Cuánto tiempo, Yuuri? Cuánto sus labios habrían de hacerte llorar al tiempo que curaban cada una de tus lágrimas. Él era como un veneno dulce del cual te habías vuelto adicto. Te mataba un poco cada vez que se debían mantener lejos, te dejaba una agonía interior cuando debías sopesar tus propias ideas y miedos por tu cuenta, en la soledad de tus pensamientos; pero en el momento, cuando lo degustabas con lentitud, cuando era más tuyo que nunca antes y dejabas que su cuerpo se hundiera en ti, te sentías capaz de probarlo aunque eso te matara… Cada caricia suya arrancaba un trozo de ti, cada beso apresaba un suspiro que no podría volver nunca más. No dolía en esos instantes, y no existían ni las culpas ni los arrepentimientos del después, sino que ambos se volvían solo dos seres dispuestos a complacer eso que sus gargantas debían callar. Y, por un momento, todo te parecía posible y te hacía feliz, incluso el cómo sus mares brillaban bajo estrellas, como su boca surcaba por tu cuerpo y tus manos se aferraban a él, profundizaban en su piel y tus lágrimas convulsionaban al son de un orgasmo.
Eran tan suyos, tan del otro, se habían entregado tantas piezas en tantas noches, que por eso el vacío dolía más cuando debían separarse y volver a esa cotidianidad en donde los deseos no existían: cuando debías verlo del otro lado de la habitación tomando otra mano, abrazando otros hombros, besando otros labios… Y fingir que nada de eso te quemaba las entrañas, que no deseabas tanto correr hacia él y reclamarlo como tuyo, designarte como suyo.
Hace una hermosa pareja, ¿no crees?
“Perfecta”, responderías si no doliera. El rojo del cabello de ella, el azul de los ojos de él: combinaban, se complementaban de una forma que ni tú ni él podrían.
¿Bastaba con que solo ustedes lo supieran? En un principio creíste que lo hacía, aun cuando la culpa ya anudaba en tu pecho al sentirte el más bajo de los traicioneros: ella no se merecía eso, no se merecía ser engañada por, quizá, dos de los hombres que más apreciaba. ¿Pero qué más podían hacer? Hubo un tiempo en que sus cuerpos estallaron tanto en llamas que fue imposible para ambos seguir conteniéndose. Habían pasado ya demasiadas miradas, demasiadas formas de contacto, cada vez más invasivas e íntimas, que ya no les fue posible huir de su verdad. Tuvieron que aceptarlo, tuvieron que hacer caso a esa vocecilla en su cabeza que les rogaba la liberación. Pero nunca habían sido libres y nunca podrían serlo. Víctor anclado en un matrimonio para toda la vida, tú a una soledad que no te atreviste a romper: con Mila ya era suficiente daño.
¿Qué hemos hecho?
Se preguntaron cuando sus cuerpos yacieron desnudos en la misma cama por primera vez. Cuando había marcas del otro sobre su carne, cuando dolía tanto el cuerpo y alma, pero aun así, un sabor dulce les hacía imposible no sonreír tras haber descubierto que era realmente lo que les gustaba.
¿Qué somos?
Unos monstruos, unos desviados, unos adefesios que demostraban las horribles formas en que la naturaleza podía equivocarse.
Por eso lloraste cuando Víctor te abrazó, cuando en cabeza de ambos retumbó ese destino que ahora se les estrellaba de frente. Y aun así, aunque le hiciste jurar que eso nunca iba repetirse, noche tras noches, cuando había la posibilidad, terminaron de la misma forma… Como esa, como miles, con Víctor encerrandote en brazos y piernas para que no intentaras escapar de él otra vez.
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A veces te preguntabas qué clase de pensamientos invadían a Víctor cada vez que se perdía en el sonido de su violín. Era quien mejor sabía mantener la compostura, quien mejor sabía mentirse a sí mismo frente a los demás para parecer lo que todos creían qué era: un hombre heterosexual de treinta años, perdidamente enamorado de su esposa Mila Babicheva, y un violinista reconocido en las altas esferas de la aristocracia rusa, sobre todo para el zar de ese entonces, no solo por su inigualable talento, sino por mantener una actitud intachable como la de ninguno.
Por supuesto, nadie podría sospechar la clase de cosas que se reservaba para sí cada vez que le sonreía a otros, cada vez que sus brazos debían aferrarse a Mila y la obligación le hacía mostrar cariños que, según él, solo deseaba hacer contigo. Nunca viste su sonrisa titubear en ningún momento, nunca notaste ni un solo atisbo de duda o incomodidad cuando debía besarla, cuando debía expresar ante otros la belleza y el gozo de tenerla a su lado. Por eso tantas veces te cuestionaste qué tan ciertas eran las cosas que en privado solo tú podías escuchar de él. Aquello fue lo primero que te hizo tambalear y caer en pánico, que te hizo cuestionarte qué clase de cosas hacían y si el riesgo de verdad valía la pena… Si ese amor lo valía.
Pero la duda siempre era efímera cuando te la cuestionabas sobre la sinceridad de su mirada; ese cariño puesto en sus ojos cielo, ese amor impregnado en cada uno de sus besos no podían ser mentira. No podías sentirla como tal. Y lo conocías tan bien, desde que tenías cinco años, que de alguna forma habías aprendido a adivinar sus pensamientos, sus ideas y cada uno de sus gestos al fingir.
Sin embargo, a veces fallabas y te era imposible leerlo, como en esas ocasiones, cuando ambos se encerraban en el salón para ensayar el dúo a piano y violín que debían presentar la próxima semana. La semi intimidad de ese sitio le permitía a Víctor perderse en sus pensamientos, mismos que se aderezaban con una melodía agrietada de quien toma un suspiro antes de la siguiente nota porque le pesa, porque le duele. Cuando se salía de los movimientos preestablecidos y comenzaba a improvisar, detenías el movimiento de tus dedos sobre las teclas del piano y lo observabas tocar en silencio, perderse en una canción nueva que era compuesta al aire con verdades y deseos. Las cuerdas del violín vibraban junto contigo, junto con tu corazón al encogerse y comprender ese sentimiento impregnado en ella. Algo que solo ustedes dos eran capaces de percibir. De alguna forma sabías que todo eso era para ti, al mismo tiempo que para él mismo, y que en notas de violín narraba su historia de amor, un amor que debía permanecer secreto, distante, en complicidad de solo ustedes dos.
Casi siempre terminaba por darte la espalda, como si se supiera observado y no quisiera que te dieras cuenta que él, de vez en cuando, también tambaleaba y deseaba no tener ese sentimiento sangrándole el corazón. Que algunos días también deseaba arrancarlo, que algunas horas quisiera amarla realmente a ella y no a ti.
Sin embargo, siempre fue incapaz de ocultarse por completo de tu mirada. Lograbas desmembrar su semblante de lado, lograbas percibir el brillo húmedo de sus ojos bajo un tenue claro de luna… Y como todo se atoraba en una sensación nostálgica y triste, como de quien añora una realidad nunca será existente.
Cuántas veces quisiste levantarte y estrecharlo por detrás. Decirle que todo estaría bien, que lo amabas, que no volverías a huir de él porque tu necesidad y deseo eran los mismos a los suyos. Tanto deseabas apagar la tristeza en su mirada, como si eso pudiera apaciguar las llamas dentro de ti…
Esa noche te levantaste del banquillo con las intenciones de llegar hasta él. ¿Qué daño podía haber si nadie estaba presente y nadie los veía? Qué daño… si era lo que tu corazón más anhelaba en ese momento.
—¿No es encantador?
Te sobresaltaste al escuchar la suave voz de Mila detrás tuyo. No la habías notado entrar. Por un segundo el pánico de que ella hubiera sido capaz de percibir tus intenciones se te atraganta en la garganta, pero bastó una mirada de reojo hacia ella para darte cuenta que no había sido así: su mirada brillaba en dirección a Víctor, quien, concentrado en sí mismo y su dolor, los ignoraba a ambos. Era imposible dudar de la fascinación que Mila tenía hacia él. Lo adoraba, siempre lo había hecho, desde que los tres eran tan solo unos niños, y eso no hacía más que todo fuera mayormente punzante, que la culpa te cerrara el pecho con violencia y te impidiera respirar.
Mila entonces se giró para mirarte y sonreír en espera de una respuesta. Sin embargo, aunque hubieras sido capaz de hablar, nunca podrías responder a esa pregunta: el “sí, lo es” se atoró en tu pecho, junto a todos esos “Te amo” que nunca fuiste capaz de decir.