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Nikoláyeskv


Se habían enamorado antes, hace casi un siglo. Quizás no lo recuerden, pero en ese momento uno de ellos era un soldado y el otro era un hombre tímido…

El pueblo de Nikoláyevsk es crudo y frío, como uno esperaría estar en un rincón de la Siberia congelada. Víctor Nikiforov odia el lugar, así como odia ser un soldado ruso.  Piensa que está encerrado en una jaula en mente y alma; vive en una era donde la oscuridad, la guerra y la sangre son palabras sagradas para los hombres; vive en una era donde la muerte y el miedo son pan de cada día.. Finalmente, cuando ve la sonrisa de ese chico  japonés… se siente amado.


Marzo, 1918.

El terreno es inestable por la nieve y el muchacho corre desesperado para que no lo maten. Solloza cuando sus piernas comienzan a perder las fuerzas —Quizás por el frío, piensa Víctor—y mira a todos los lados, lleno de pánico. Realmente la juventud te hace cometer acciones estúpidas, acciones impulsivas que terminan sentenciándote a una vida completamente diferente a la que el destino te había encomendado. ¿Un ejemplo? Este niño que huye despavorido; su ignorancia y altanería lo llevaron a la vida de soldado, rechazando el estudio y entregándose al olor de sangre fresca y cadáver. Desafortunadamente no todos soportan esta vida y acaban así: desertando, huyendo como conejitos cobardes. Algo imperdonable para el Ejército Blanco.

Víctor Nikiforov ve como la cabecita rubia se aleja, cada vez más despacio por la inminente fatiga que provoca la Siberia congelada. Aprieta la mandíbula y siente las miradas de sus compañeros en su espalda, esperando.

Víctor Nikiforov también es un hombre cobarde, porque le tiemblan las manos mientras alza el Remington M91 para apuntar a la cabeza y vacila. No quiere matar a este niño, pero debe hacerlo. El disparo hace eco y se pierde en el amplio terreno sórdido; el cuerpo cae y a lo lejos se ve la mancha roja mezclándose con la nieve.

Uno de muchos, piensa.

Baja el arma y los demás soldados continúan su camino hacia el pueblo de Nikoláyeskv. Escucha las maldiciones de algunos por el retraso que provocó ese niño miedoso, otros guardan silencio por el fallecido y Víctor sólo mira la figura tirada a lo lejos para volver su vista hacia aquellos hombres apestosos de sangre, sudor, orín y cadáver.

Resulta nefasto pensar que esa multitud solía ser un ejército intimidante, destinado a la protección del zar, a la conservación del orden… Ahora es un grupo de bestias sin misericordia.

Víctor nunca deseó pertenecer a este Ejército, pero no tuvo más remedio… Debía pagar su pecado. El pecado de haber deseado a un hombre en cuerpo y alma. Su familia quiso asesinarlo, Yakov le ofreció un escape: ingresar al ejército. Y ahí, Víctor descubrió que era un hombre idiota y cobarde.

Ahora se ha convertido en otra bestia infernal, una que sigue deseando a hombres y que mata a niños por ser tan cobardes como él.

—Ya llegamos—escucha como el comandante detiene su caballo para señalar a la lejanía la mancha que simula ser el pueblo costero. —. Ahí está Nikoláyeskv.

Nikiforov piensa que está encerrado en una jaula, en cuerpo y alma. No puede decir las cosas que piensa, no puede decir que este país no es más que un nido de demonios devorándose entre sí, que no hay nación, ni gloria, ni paz. No puede decir que se ha escondido para llorar por la muerte de ese niño; no puede decir que cada día, la sobrevivencia es una tarea maldita. Lo único que puede decir es «gracias» mientras acepta la comida que le han entregado en ese pueblo tan sórdido.

Nikoláyeskv apenas subsiste. Resulta extraño que tal territorio ruso sea habitado por personas japonesas cuyas casas se pierden entre la nieve y la neblina gélida. Víctor envidia la ignorancia de los habitantes, no saben que hubo una Guerra Civil, que el Imperio Zarista cayó y que un Ejército Rojo está cazando a todos que se interpongan en sus ideas comunistas.

Víctor está sentado, comiendo pan rancio y frunciendo el ceño al percatarse que el aguanieve se filtra en su bota. Tiene que conseguir nuevas; sabe perfectamente que un pie mojado equivale a infecciones, así le pasó a Yakov… Pie de trinchera, le llaman. Chasquea la lengua y se levanta. No es sencillo integrarse con los hombres de este lugar, muy pocos hablan ruso y la lengua que hablan es tan extraña que le causa pavor. Exactamente no sabe a dónde dirigirse, lleva aproximadamente siete horas en este pueblo y apenas conoce el camino del cuartel a la bodega. Decide ir ahí primero.

Frunce más el ceño al sentir la humedad filtrarse en su piel, el frío le recorre el cuerpo y avanza más rápido para saber si alguien puede darle unas botas. La bodega no es más que una casa cualquiera, la diferencia es que hay municiones, comida y otros artefactos que pueden ser útiles. A lo lejos ve a dos sujetos hablando entre sí, se detiene un segundo al percatarse que uno de ellos ha golpeado al más pequeño en la cabeza, seguido de otro puñetazo en el rostro. Cuando el soldado llega, el hombre violento se ha ido y el más pequeño está frotándose la mejilla.

Cuando el muchacho lo mira, retrocede desconfiado. Víctor se da cuenta que es otro japonés, pequeño, con ojos minúsculos y de rostro redondo. Hay una mancha roja en su mejilla, el abrigo tiene parches por doquier con olor a sudor y humedad.

No sabe el por qué, pero no puede dejar de mirarlo.

Sobre todo cuando el chico se lleva una mano al pecho, estrujando su abrigo en busca de consuelo y muerde sus labios, dudoso.

No sabe el por qué, pero Víctor lo admira con ternura.

El muchacho parece estar incomodo porque comienza hablar en esa lengua tan extraña… El soldado alza las manos, en rendición—algo inaceptable para los rusos—mientras señala con sus índices sus pies.

Botas—alza un pie, mostrando la grieta que hay en el talón. El muchacho mira por un segundo la abertura y alza la mirada, más confundido que antes. Víctor mira a los lados en busca de auxilio divino, después de unos segundos, suspira resignado y baja el pie. —. ¿Te duele?—pregunta inconscientemente, mientras saca un retazo de tela para entregársela y que limpie la sangre que hay en sus labios. El japonés mira la tela y la toma, despacio, casi temeroso. Eso lo enternece aún más y no puede evitar sonreír. Entonces, Víctor alza una mano para intentar tocar la mejilla del chico, ignorando por un segundo que esas mismas manos jalaron el gatillo para arrebatar la vida de otro muchacho. Vaya hipocresía.

El japonés frunce el ceño y retrocede un paso, luego dos, luego tres y finalmente, corre.

Nikiforov se pregunta esa noche, mientras trata de robar las botas de su compañero, si ese muchacho de rostro adorable pudo curar su mejilla herida, ¿se le habrá pasado el dolor? ¿Qué habrá hecho para haber sufrido semejante golpe? ¿Por qué aferrarse al recuerdo de ese hombre? Mira sus manos y resopla.

No hay duda, Víctor Nikiforov es un hombre cobarde, idiota e hipócrita.

La segunda vez que ve al muchacho japonés son cuatro días después. Víctor tiene el rostro hinchado debido a la pelea que tuvo con su compañero al descubrir el robo de las botas. Ahora no tiene nada, el otro soldado se llevó ambos pares como venganza y ahora los pies de Víctor están envueltos en retazos de abrigo y cuero que encontró por ahí. Se sienta en un tronco congelado y tirita de dolor ante las punzadas que hay en la planta de sus pies. Su mirar se pasea por las calles de nieve y tensa la mandíbula al percatarse de la distancia que le falta para llegar al cuartel. Gracias a su falta, lo rebajaron a ser el chico de los mandados, es una burla. Al parecer es deleitable verlo sufrir ante su falta de calzado y que le ordenen dejar recados en los diferentes cuarteles que hay en el pueblo.

Escucha unas pisadas apresuradas y gira su rostro, se sorprende al verlo de nuevo. El japonés frunce el ceño cuando mira los hematomas en su rostro. Balbucea algo—Víctor no sabe qué carajos dice—y hace una extraña reverencia mientras le entrega el pedazo de pañuelo que Nikiforov le entregó hace unos días. Apenas el soldado va aceptarlo cuando escucha el jadeo del chico, el japonés alza la vista, ahora alarmado y volviendo a exclamar palabras extrañas mientras señala los pies del ruso. Víctor quiere sonreír ante tal reacción, sin embargo su rostro se desfigura cuando el japonés se descalza y sin preguntar, le quita los envueltos congelados. Las botas son a su medida, basta con una mirada para saber que esas botas eran extremadamente grandes para el muchacho asiático, ¿cómo podía caminar con ellas?

Basta—angustiado, trata de quitarse las botas cuando ve los pies pequeñitos cambiar de color debido al hielo, sin embargo el japonés lo detiene. El muchacho toma los envueltos y se los pone sin más; antes de que Víctor pueda decir otra palabra el otro sale corriendo, perdiéndose entre las calles pobladas de nieve.

Esa noche, Nikiforov abraza las botas. Una parte de él dice que es para protegerlas de los demás soldados, la otra es más sincera: quiere atesorarlas. Todavía puede recordar el rostro de ese adorable chico cuando descubrió sus pies llenos de llagas, preocupándose sin razón por él, por un extraño, por un soldado ruso. Víctor repasa su uña mugrienta por el cuero de la bota, se pregunta si este japonés tiene otro par, desea con todo su ser que sí.

Esto es peligroso, piensa. Conoce estas sensaciones, sensaciones ya olvidadas por cuestiones de guerra y sangre. Un hombre no puede desear a otro hombreUn hombre no puede amar a otro hombre. Víctor jadea ante tal verbo ¿amar? Mira las botas viejas, recuerda el rostro del japonés, la preocupación de su mirada y suspira.

La tercera vez es cuando compra algunos suministros en la bodega. Resulta extraño encontrarlo ahí, normalmente es Nishigori quien lo atiende—un japonés cuyo ruso es bastante deficiente—. El muchacho se sonroja en cuanto lo ve, Víctor no sabe si ilusionarse ante tal sonrojo. Decide alegrarse y mostrar una suave sonrisa, el otro baja la mirada y sigue acomodando botellas vacías.

Gracias—comienza el soldado. El muchacho alza la vista y entrecierra aún más los ojos, buscando el significado de esa palabra tan extraña—. Gracias—repite, señalando sus botas. El japonés eleva los hombros y esconde su cuello, tímido. El adorable sonrojo avanza hasta las orejas y Víctor sólo desea seguir mirando ese rostro hasta el amanecer. No va a mentir: no ha dejado de pensar en este chico y verlo hacer tales expresiones lo enloquece.

Ya no lo niega: desea a ese hombre. Ha soñado con ese hombre y quiere amar a ese hombre.

El japonés balbucea y gira su cuerpo para seguir trabajando. Víctor mira con atención como las manos del muchacho tiemblan levemente, escucha cómo el joven trata de calentarlas con su aliento y sin pensarlo dos veces le entrega sus guantes.

Son guantes de cuero, muy grades a decir verdad pero sí útiles para mantener el calor. La reacción del asiático es encantadora: se sonroja, mira los guantes, mira a Víctor, jala despacito un dedo de ese guante, mira a Víctor de nuevo, mira la entrada como si alguien los estuviera espiando y finalmente, los acepta.

Como agradecimiento de las botas. No son nuevos, pero te ayudaran. No son muy importantes—miente. La verdad es que esos guantes era especiales: uno de los recuerdos que Yakov le dejó, pero no importa mucho ahora, no cuando ese adorable japonés lo mira agradecido.

El silencio reina por algunos segundos y el soldado se remueve nervioso. Obviamente la barrera del idioma es un gran problema, su superior le ha dicho que si Nishigori no está no debe quedarse ahí. Sin saber cómo continuar, Víctor sonríe a modo de despedida y se dirige a la puerta, un poco esperanzado de que quizá más tarde pueda verlo de nuevo.

Yuuri—Víctor voltea rápidamente ante el sonido. Traga duro cuando el japonés se señala así mismo, los guantes son gigantes en sus pequeñas manos—. Yuuri—repite, más nervioso que antes. Hay un suspiro que suelta Nikiforov. Yuuri. Así es su nombre: Yuuri.

Víctor—contesta, muy emocionado como para disimularlo y se señala así mismo. Es radiante la sonrisa que Yuuri le brinda, es pequeña, tímida pero tan hermosa. Con esa sonrisa es suficiente para que Víctor olvide que es un soldado y sin poder evitarlo, suspira, completamente enternecido.

Víctor—repite el chico y Nikiforov asiente, feliz.

Sí, Víctor—su dedo índice toca su pecho—, Yuuri—lo señala. El japonés asiente, confiado y revela una adorable sonrisa.

Nikiforov promete sin darse cuenta que mataría por conservar esa sonrisa.


Marzo, 1919

Tiembla al sentir la resequedad de unos labios besar su mandíbula, jadea y tensa su cuerpo para aferrarse a las dos palabras que ha descubierto con el japonés: amor y vida. Palabras que él creyó extintas hace mucho tiempo en los caminos de sangre y muerte. Se pierde ante las sensaciones, se hunde en la carne, se devoran, se destrozan y se vuelven a juntar. No sabe dónde empieza ni donde termina, no sabe quién es el que da o quién es el que recibe, no importa. Se abrazan, lo araña, lo muerde, lo alaba, lo lame, lo besa, lo ama hasta sentir sus piernas temblar, hasta que cada gota de su ser se acabe, hasta que cada pedazo de él grite que es suyo. Y después… después llega la templanza, el cosquilleo del orgasmo le recorre todo el cuerpo y se estremece; sonríe, cansado y débil. El otro boquea cual infante busca aire después de una tarde de juegos, ambos se miran y resoplan incrédulos. Un año, sí, un año de estar juntos y de amarse a escondidas.

—¿Te veré mañana?—pregunta Yuuri, tanteando la cama para encontrar la ropa ante el frío que comienza a sentirse. Víctor se enrolla entre las telas mugrientas y desgastadas para atraer al más joven a su pecho.

—Me quedaré aquí hoy y mañana—promete y se enternece al ver la expresión radiante de Yuuri. Víctor fue diligente para aprender japonés, así como lo fue Yuuri para aprender ruso, escuchar a su amado hablando su lengua materna resulta ser muy estimulante en las noches. No puede evitarlo, se acerca y besa su frente, el otro lo abraza y ambos respingan ante el cuerpo pegajoso del otro.

Víctor ama a Yuuri, eso es una obviedad. No le ha importado mancharse las manos de sangre al desaparecer a uno que otro soldado que ha descubierto la relación de ambos; Yuuri lo sabe y no lo rechaza ante eso. Ambos entienden que se requieren sacrificios para amar, amos saben que son egoístas y no se arrepienten.

En el lugar donde están es su escondite: un cuarto pequeño escondido en la bodega, la entrada está muy bien disimulada por la putrefacción de las paredes y del suelo. Con parsimonia, Yuuri traza patrones abstractos en la piel del otro y Víctor suspira, enamorado.

—Nishigori fue bueno al dejarme este lugar—susurra el japonés y el soldado ruso asiente. El hombre falleció el invierno pasado debido a la fiebre, añorando ver de nuevo a su familia en el más allá, dejó todas su preocupaciones terrenales y en un acto de buena fe le entregó a Yuuri la bodega. Los encuentros con Víctor fueron más seguros desde entonces.

—Yuuri—musita y el otro responde con un suave tarareo. —. Yuuri—repite, más emocionado al percatarse que gracias a este hombre tuvo algo a lo que puede asemejarse a una vida. —. Yuuri—se pierde en los fonemas, deleitándose cuando los vellos del japonés se elevan por el inesperado escalofrío. Víctor es iluso, así que se imagina una vida sin guerra ni peligro, se imagina una casa cálida, una cama más suave y quizás, un perro en los pies de ambos. Se entrega al sueño y con cuidado entrelaza sus dedos con los del japonés. Dedos anchos y chuecos por el frío y las armas, unidos a dedos largos y delgados con callos por el peso de cargar botellas y víveres. —. Yuu-

—Te amo, Víctor—El soldado se congela ante tal declaración. Ninguno de los dos ha pronunciado tales palabras por el peso y la sentencia que hay en ellas. Sin dudar envuelve sus brazos en el cuerpo masculino, protegiéndolo de la temperatura que cada vez desciende más—… ¿Podrías resguardarme del frío, siempre?—Nikiforov se queda sin aliento y parpadea muchas veces, quizás para apartar un escozor en sus ojos.

—Suena como una propuesta de matrimonio. —Contesta, emocionado. Yuuri alza sus hombros, fijando sus ojos en las manos unidas.

—Lo es.

Víctor no contesta, sólo besa despacio la clavícula del otro y el japonés le acaricia la mejilla.


Marzo, 1920

Son conejitos cobardes.

Corren, Víctor voltea a todos lados, paranoico y vulnerable al no cargar su Remington M91. Tuvo que abandonarla al saber que no podía cargar el peso extra de los víveres y guiar a Yuuri en los terrenos de Siberia, no había otra opción. Aprieta la mano helada del japonés y castañean sus dientes sin saber si es por el frío, la adrenalina o el miedo. Escucha jadear a su amado, suplicando un descanso, algo inaudito a estas alturas. Es cuestión de minutos—¿segundos, quizás?—que los encuentren y los aniquilen.

Este año ha sido un año de mierda.

Todo inicio en enero, Yákov Tryapitsyn llegó a Nikoláyeskv liderando el Ejército Rojo. Las bestias sedientas de sangre no quisieron causar alboroto en un pueblo tan mísero y propusieron una tregua: siempre y cuando los japoneses no se interpusieran en los asuntos de Tryapitsyn, tendrían misericordia. Fue una corrupción: saqueo de comida, armas, alcohol… Recursos vitales para la población japonesa. Y luego siguió la caza; poco a poco eran exterminados los soldados del Ejército Blanco, incapaces de resistirse ante el poder de la caballería roja. Uno a uno fue sentenciado a muerte y los japoneses respetaron la tregua. Menos Yuuri.

Cuando el primer soldado blanco cayó en las garras de las bestias rojas, Yuuri encerró a Víctor en aquel cuarto podrido de la bodega. Nadie sabía dónde estaba Nikiforov, muchos creyeron que ya había perecido aunque la verdad estuvo en cautiverio por mes y medio en una habitación con su persona amada. Ambos eran egoístas y cobardes. Desgraciadamente creyeron que podían vivir así, escondidos… Fatal error. Poco después los japoneses planearon una emboscada contra Tryapitsyn, resultó estúpido no avisarle a la población japonesa. Cuando todo estalló, los amantes apenas tuvieron tiempo de tomar lo único que quedaba en la bodega y huir, ¿a dónde? No tenían idea.

Tal vez, sólo tal vez si llegaban a una cueva que solía usarse para el resguardo de las armas del Ejército Blanco, estarían a salvo. Víctor quiere aferrarse a eso, cada paso que da—ya más despacio que antes—es una oración. Sigue apretando la mano de Yuuri y lo jala, el otro avanza, torpe y desorientado.

Mientras suben la cuesta, ven pedazos de tela negra, ¿un estandarte? Los ojos del ruso lagrimean, dichosos.

—¡Es ahí, Yuuri! ¡Llegamos!—Le sonríe. La mirada que le da el japonés es suficiente para hacerle recobrar las fuerzas. —. Nos quedaremos ahí—sentencia, avanzando más rápido con la esperanza de resguardase del frío. Su cuerpo se eriza al sentir un apretón de vuelta, Yuuri está sonriendo ahora, esperanzado. Nikiforov a veces piensa que en momentos como este es donde puede estar en equilibrio: la vida y el amor alejan la muerte y el miedo. Hay un punto donde no teme y se atreve a ser valiente.

—¿Y luego nos iremos?

—A donde sea—jadea, emocionado. Poco a poco se hace más notable la tela negra, recuerda que solía ser una de las banderas del Ejército Blanco. —. Sólo quédate cerca de mí, ¿sí?

—Y tú nunca te vayas—El japonés besa su mano, los labios resecos chocan con la piel fría pero sonríen. Víctor lo mira glorioso y asiente.

Cuando voltea, su felicidad termina.

Hay personas emergiendo de ese lugar, cuatro… ¿Cinco? ¿Seis?… ¿Siete? Las manos de los amantes tiemblan ante los soldados del Ejército Rojo. ¡Qué estúpido fue! Era obvio que los soldados de Tryapitsyn buscarían cualquier escondite del enemigo, ¡Cómo pudo ser tan idiota en creer que tendrían una oportunidad! Cuando los hombres lo miran con burla, saben que todo ha terminado. Al instante coloca a Yuuri detrás de él, en un acto de valentía. Reza a un Dios ya olvidado: Por favor, protege a Yuuri y llévame a mí.

El Escudo del Gobierno blanco de Kolchak en su abrigo lo delata. No puede con ellos. Apenas golpea a dos y siente que sus dedos se quiebran por el frío en sus extremidades, escucha los gritos de Yuuri, voltea y ve como las bestias lo golpean. El japonés hace lo que puede, pero son dos contra siete. Víctor había sido tan ingenuo… ¿Cómo pudo pensar que este lugar estaba salvado de las garras de la caballería roja? Se abalanza sobre Yuuri y trata de cubrirlo con su cuerpo para protegerlo, los golpes con las armas y las patadas le quiebran las costillas y vomita sangre, escucha los alaridos de su amado a lo lejos, seguido de un agudo zumbido en su oído. Parpadea, desorientado. Su cuerpo fue alejado de Yuuri, el otro patalea y da puñetazos.

Escucha insultos crueles. Señalan su amor como una aberración de la naturaleza, que merecen morir.

Mátame, pero no castigues a Yuuri, quiere decir. En verdad, pero las palabras se atoran en la garganta junto con la bilis.

Lo dejan tirado en la nieve, poco a poco Víctor se da cuenta que la blancura de ésta se tiñe de rosa debido a su sangre. Al parecer todo el daño lo sufre Nikiforov, cinco hombres se encargan de golpearlo, ¿lo matarán así? Su rostro ya desfigurado se voltea levemente hacia Yuuri, el otro se arrastra en la nieve con la nariz rota, tratando de acercarse, sus miradas se encuentran y el odio surge en las pupilas castañas.

Yuuri nunca deja de sorprenderlo.

Con la fuerza que le queda, el japonés se levanta y golpea a uno de los hombres con tal avidez que logra arrebatarle un cuchillo de caza y lo asesina. Víctor intenta moverse, realmente lo intenta, quiere decirle que no, que huya, que no luche por él. Dios, protégelo.

Antes de avanzar para atacar al segundo soldado, la bala de un Remington M91 le atraviesa el pecho.

Los labios del asiático se tiñen de sangre y cae de rodillas. No hay ninguna palabra para Víctor, ni un suspiro, ni una mirada… Yuuri ya está muerto cuando su cuerpo choca contra la nieve.

Hay un grito agudo, parecido al de un animal agónico, destrozado. Los soldados se miran entre ellos, alarmados ante tal sonido, cuando bajan su mirada encuentran a un hombre ensangrentado, arrastrándose, emanando ese desgarrador aullido. Trata de alcanzar a Yuuri, trata y está tan lejos.

Los hombres miran, curiosos. Permiten divertirse un rato, ven como Víctor se arrastra, gritando, llorando, clamando el nombre de Yuuri. Los dedos se clavan en la nieve y la jala para impulsarse, su cuerpo tiembla por los sollozos, deja un rastro carmín…

Dios lo odia. Siempre lo ha odiado, ¿no es verdad? Le pidió sólo una cosa, una cosa y Dios le escupió en la cara.

¿Es su castigo por haber asesinado a ese niño desertor años atrás?

¿Por qué no pudo hacer nada para impedirlo? ¿Por ser un cobarde? ¿Lo odia por amar a un hombre?

Sus dedos apenas rozan la mano del cuerpo cuando los otros deciden que ya es suficiente de juegos y lo jalan de sus pies. Víctor ya no pelea, sólo grita. Lo llevan arrastrando cuesta abajo, alejándolo cada vez más del cuerpo de Yuuri.

—¡NO! ¡NO! ¡Déjenme ahí! ¡Mátenme ahí!—Se atraganta con la nieve debido a sus gritos, sabe a fierro. Manotea, estirando cada músculo de sus brazos para alcanzar a Yuuri y no puede. Lo prometió, lo prometió… Prometió que nunca se iba a ir, debía estar con él. —. Por favor, por favor… ¡YUURI!

Un golpe con la culata del Remignton M91 lo noquea.

Todo se paga. Nada es gratuito en esta vida. A veces el ser humano tiene la mala costumbre de tomar todo lo que se le ofrece y olvidar el pago. Víctor aprendió eso cuando asesinó al primer hombre en el Ejército, tener poder implicar sacrificar parte de tu humanidad… Yuuri le entregó todo sin pedir nada… Yuuri, Yuuri, ¿Dónde está Yuuri? El ruso abre los ojos y se llenan de lágrimas ante el recuerdo, comienza a llorar y busca desesperado. Lo que está ante él son ruinas, ruinas de un pueblo llamado Nikoláyeskv. Hay cadáveres y sangre por todos lados.

Víctor sólo quiere regresar, Yuuri tendrá frío, prometió resguardarlo del frío siempre, siempre…

No puede quebrantar sus votos matrimoniales.

Lo zarandean. Desorientado identifica al hombre que le arrebató su amor y su vida. Lo maldice pero su fuerza es tan nula que sólo solloza. Lo arrastran hasta botarlo frente a otro puñado de hombres, soldados del Ejército Blanco que también fueron escondidos por los japoneses. No reconoce caras, tiembla y busca a Yuuri entre ellos.

No presta atención, ignora cómo cada soldado es acribillado por bayonetas; cuando las municiones se terminan, comienzan a utilizar cuchillos, pedazos de madera, vidrio… Todo para agujerear un cuerpo. Los colegas de Víctor mueren de esa forma tan grotesca para después ser arrojados en el río Amur.

Víctor pierde un poco de cordura mientras escucha la máquina disparar los proyectiles contra sus antiguos compañeros de guerra. Ni siquiera escucha los gritos, tampoco quiere hacer caso a eso; su atención está enfocada en examinar cada uno de los rostros de los demás, esperando que sean Yuuri. No quiere aceptar que está muerto, no acepta que ese bello cuerpo esté en la nieve, quizás ya siendo devorado por los animales de ese lugar. Se aferra a otras fantasías, ¿estará en ese cuartito putrefacto de la bodega? ¿Habrá preparado la cena? ¿Estará esperándolo?

—Yuuri—susurra con lágrimas en los ojos, temblando; su pupila se desvía una y otra vez en los rostros de los cautivos, buscando la cara adorable de su esposo. Sí, esposo, porque se casaron ¿verdad? Aun si un hombre no era testigo, aun si un Dios no bendecía su unión… Eran esposos, esa noche, esa propuesta fue su boda, ¿verdad?—. Yuuri…—Sus manos se entrelazan, ve sus uñas de rojo y niega rápido, subiendo la mirada para ignorar ese color. —No. No. Rojo, no. Yuuri le gusta el azul. A Yuuri le gusta el cielo y el color de mis ojos. Es azul. Azul. A…

Soldados del Ejército rojo lo colocan enfrente de la bayoneta, cuando escucha el arma sonar, ni dolor siente. Pedazos de su vida antes y después de conocer a su amado lo atormentan mientras su cuerpo es arrastrado hasta el río, lo avientan sin delicadeza, ni siquiera Víctor siente dolor cuando su mano izquierda se impacta con una de las rocas, n siquiera se da cuenta que sus dedos están fracturados… Sólo se hunde y los recuerdos llegan: lágrimas, sangre, rencor, botas rotas, pies fríos, guantes grandes, sonrisas, primeras palabras, besos robados, besos apasionados, risas, gemidos, orgasmos, promesas…

Dios debe odiarlo mucho para que siga vivo a pesar de todo este sufrimiento. Los latidos de su corazón retumban en sus tímpanos, más lentos, más y más lentos…

Los cuerpos de los otros soldados flotan alrededor, Víctor los ignora.

Yuuri mencionó una vez los dioses de Japón… ¿Será uno capaz de escuchar su petición? ¿Habrá uno donde pueda apiadarse? Yuuri nunca perdió la esperanza, era amor, era vida… Decía que siempre había alguien misericordioso escuchando, que siempre alguien podía liberarlos de su jaula…

Si en verdad eres misericordioso, permíteme ser feliz con él en otra vida.

No hay dolor, solo sueño. Sus ojos se nublan y el latido es más pausado. Recuerda el rostro adorable de Yuuri, aquel cuando tenía la mejilla enrojecida por el golpe, su rostro preocupado al ver sus pies, un rostro hermoso de ojos brillantes cuando lo beso por primera vez, el gemido de sus labios, las palabras de amor… Y hay una imagen que llega, casi nebuloso, como si fuera otra vida: cuchillas sobre hielo, una iglesia hermosa, luces de colores, cantos celestiales, medallas y anillos de oro.

La visión de otra vida, una más amable.

Tal vez si hay un Dios.

Yuuri, Yuuri, piensa, mientras la sangre se mezcla con el agua y su respiración se detiene. El cuerpo del ruso se hunde, pequeñas burbujas apenas salen de su boca, seguido del ultimo palpitar de su corazón, ¿cómo deberé llamarte la próxima vez?


Notas de autor: Hace mucho tiempo esta idea surgió a mi mente cuando escuché la canción de Peter Gabriel llamada “My body is a cage”, la recomiendo para la lectura de este fic. Sé que es triste el fic, pero sólo este capítulo, prometo algo hermoso. De verdad.

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Publicado por fireefloweer

Mi nombre es Firee, veintitrés años. Mi vocabulario a veces tiende a ser de marinero, escribo bajo presión, me gusta el whisky, ron y las papas. Soy ficker y traductora empedernida. Tengo una adicción por aprender idiomas, además de un amor incondicional a la Lingüística y la Literatura comparada. Yuri On Ice es uno de mis animes favoritos, pero las novelas de Mò Xiāng Tóngxiù se han ganado mi alma.Me gusta el aire otoñal, una buena taza de té, un libro y pues… Nada más.

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